El fracaso de las sanciones económicas a Rusia
La imposición de restricciones económicas a Rusia por parte de Estados Unidos (EE. UU.), de la Unión Europea (UE) y de otros países, eludiendo al Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), podría definirse como una violación del derecho internacional y de la Carta de la ONU.
Estas sanciones de Occidente son no sólo una injerencia en los asuntos internos de un Estado soberano, sino que fueron aprobadas con la intención de, por una parte, desestabilizar la situación política interna en Rusia, para provocar un cambio de régimen –regime change, en inglés-, y de estrangular, por otro lado, la economía de Rusia para, así, arrastrarla a la quiebra formal –default, en inglés- ante los ojos de los deudores y de los inversores internacionales.
Esta política de restricciones está ejerciendo una presión sin precedentes sobre las principales instituciones financieras, el sector tecnológico, el sector de los recursos naturales -petróleo, gas y minería-, el sector del transporte y otras industrias rusas.
Además, las reservas de oro y de divisas de Rusia en el extranjero -por ejemplo, 300 millardos de dólares en activos rusos, que se encuentran en manos del banco estadounidense JP Morgan, en la ciudad de Nueva York- se han bloqueado.
Sin embargo, pasadas las incertidumbres iniciales, el rublo se ha revalorizado el doble en relación con el dólar -lo que ha motivado que el Banco Central de Rusia haya optado por bajar los tipos de interés, al contrario de lo que está sucediendo en Occidente, para evitar una excesiva apreciación de su moneda- y los precios del petróleo y del gas han aumentado un 50% -con lo que el flujo de caja del tesoro ruso se ha incrementado dramáticamente, hasta el punto de que el Estado ruso, en estos momentos, nada en liquidez-.
Asimismo, Rusia ha conseguido, de manera bien significativa, establecer, con mucha rapidez, un sistema de pagos con sus socios comerciales, en todos los continentes, basado en las monedas nacionales respectivas, es decir, al margen del dólar estadounidense, lo que podría provocar, en el medio plazo, un debilitamiento progresivo del modelo económico mundial actual, que está fundamentado, desde 1973, cuando se abandonó el estándar oro, en el patrón de la moneda estadounidense.
Rusia ha intensificado, con este refuerzo de los intercambios basados en las monedas nacionales de cada uno de sus socios comerciales, la cooperación económica, de forma más integral, con todos ellos, mediante la sustitución de importaciones en áreas sensibles, el refuerzo de la soberanía tecnológica y la reorientación de la producción y de las cadenas de suministro.
Con todo ello, Rusia ha conseguido estabilizar sus mercados monetarios y financieros y controlar la inflación, ha evitado un descenso brusco de la producción nacional o un crecimiento considerable del desempleo, ha eludido la escasez de productos básicos y la ola inicial de compras de pánico de productos de primera necesidad ha pasado.
El objetivo final de todas las sanciones impuestas a Rusia era destruir su economía, socavar los cimientos de su estabilidad financiera y de su progreso tecnológico y golpear duramente a las empresas y a determinados sectores económicos rusos y, con ello, a toda la población rusa.
En definitiva, Occidente no ha conseguido quebrar la economía rusa y el titular que se buscaba de que Rusia no podía hacer frente al pago de sus obligaciones hacia sus deudores no se ha conseguido.
El efecto retroceso sobre Occidente de las sanciones económicas a Rusia
El efecto real de las sanciones económicas que Occidente ha impuesto a Rusia es que, irónica o tragicómicamente, Occidente es quién está siendo el máximo perjudicado por ellas.
Las restricciones al comercio con Rusia provocaron un desplome en la oferta en aquellos productos en los que Rusia es uno de los máximo productores mundiales -gas, petróleo, grano, fertilizantes, productos agrícolas, tierras vivas, por citar algunos- y de los que Occidente, especialmente, el continente europeo, es tan dependiente.
La escasez, obviamente, provocó un crecimiento rápido de los precios de todos esos productos, cuando no, una imposibilidad material para encontrar productos sustitutivos, en volumen, en precio y en calidad, y se han generado, por un lado, una amenaza grave para Europa, sobre todo, de ser incapaz de operar correctamente -hogares e industrias-, una vez que comience el invierno, y, por otro lado, un riesgo bíblico para la seguridad alimentaria mundial.
En este panorama, llama poderosamente la atención que Europa haya seguido ciegamente a Biden y a su equipo en una política emocional y de impulsos hacia Rusia y, al actuar de esta forma tan irracional, es Europa quien se ha condenado a sí misma al aislamiento económico de Rusia.
El balance de esta actuación no puede ser más demoledor: crecimiento rápido de la inflación con una subida, desconocida en años, de los precios de los alimentos, de los productos de primera necesidad, de la electricidad y de la gasolina.
EE. UU. ha arrastrado a los europeos en este empeño antirruso y les va a hacer cargar, al final, con la parte del león del coste de este enfrentamiento insensato.
No debe perderse de vista que otro de los objetivos de EE. UU. en toda esta situación es el de debilitar a Europa, muy específicamente, a la UE, como rival económico y, por ello, la ha empujado a una confrontación suicida con Rusia para que EE. UU., al mismo tiempo, fortalezca su propia presencia militar, financiera y energética en el Viejo Continente.
Esta crisis de Occidente, en general, y de Europa, en particular, se ha producido -y ésta no puede ser sólo una relación accidental- por la combinación, al mismo tiempo, de la que puede ser la peor generación de políticos que Occidente ha elegido, desde el final de la II Guerra Mundial, y que, en su empecinamiento y en su ceguera, está dispuesta a hacer saltar por los aires el contrato social que había convertido a Europa, en concreto, en el continente más próspero, mejor gestionado y más pacífico del mundo.
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