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Galicia: pionera en trasplantes y rezagada en donaciones

José Manuel Otero Lastres el

En La Voz de Galicia de hoy, se publica un espléndido reportaje, con el título “Un sistema que regala vidas”, sobre los trasplantes y donaciones en dicha Comunidad Autónoma. Y en él se señala que el Hospital de La Coruña está entre los de mayor actividad de España, que en 2016 se han hecho en Galicia un total de 7.245 trasplantes (el 7,5% de todos los realizados en España) y que la tasa de donaciones si bien asciende a 39,1 donantes por millón de habitantes, la media española está en el 43,4.

Dicho con otras palabras, Galicia es pionera en trasplantes, pero sigue rezagada en el número de donaciones. Lo primero no es extraño. Gracias, sin duda, a excelentes equipo de profesionales, coordinados seguramente por una gran figura (lamento no saber si es así y, de haberlo sido, quién fue) los gallegos tienen hoy por hoy –como se dice en el citado reportaje- “el doble de posibilidades de ser trasplantados que el resto de los españoles”. Lo segundo, en cambio, necesita alguna explicación si tenemos en cuenta que los gallegos somos muy solidarios y generosos.

Todo parece indicar que la reticencia por parte de algunas familias de los posibles donantes de órganos se debe en gran medida a una cuestión cultural que tiene que ver con la especial relación que tiene el gallego con la muerte.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que, hasta hace pocos años, la muerte significaba, en lo que se refiere a nuestro cuerpo, un punto final: su destino era la sepultura, y tras el entierro quedaba en los familiares y amigos el recuerdo del finado y el sentimiento de dolor por su pérdida. Hoy gracias a la técnica del trasplante de órganos, la medicina moderna ha tendido un puente que permite transitar desde una muerte anunciada hacia una prolongación de la vida. Por eso, hay muy pocas acciones que puedan producir efectos tan beneficiosos y satisfactorios como la de donar nuestros órganos. Y no solo para sus receptores, sino también para los propios donantes.

Es evidente que quien recibe, mediante su trasplante, un órgano ajeno obtiene el indiscutible beneficio de tener un nuevo órgano que, tras sustituir al dañado, hace que vuelva a tener salud. Y sin salirnos del círculo del propio trasplantado, los efectos favorables del trasplante se dejan sentir también sobre todos sus familiares y amigos, los cuales, por encima de cualquier otra cosa, vuelven a gozar de la nueva vida que se abre para aquél.

Pero con ser numerosos y muy evidentes los provechos que supone el trasplante para el enfermo, no son menores –aunque suelen ser  menos evidentes- los que produce el hecho originario que lo hace posible, a saber: la donación de los órganos. Aunque pueda haber otros, dos son los principales efectos que produce, a mi juicio, la donación de los órganos.

El primero es el sentimiento, anteriormente esbozado, de la enorme satisfacción que debe producir convertir el punto final que significa la muerte del donante en el punto y seguido que supone el trasplante del órgano en la vida del receptor. Con la delicadeza que exige tratar toda cuestión relacionada con la muerte, la donación de los órganos supone un cambio radical de su destino: se sustituye su destrucción más o menos próxima –según se trate de incineración o enterramiento- por su implantación en unas vidas languidecientes que con ellos dejarán de serlo. El segundo beneficio –relacionado estrechamente con el anterior- es la gran alegría que proporciona la donación a todos los que quieren al trasplantado por las nuevas perspectivas que se abren en su vida.

Y es que donar los órganos, si se piensa bien, no cuesta nada. Es verdad que todavía existen ciertos prejuicios contra la donación derivados de una creencia ancestral de que el único destino de nuestro cuerpo era la sepultara. Pero son tan relevantes los beneficios de los trasplantes, que no deberíamos desaprovechar la oportunidad que nos ofrece la medicina moderna de hacer con nuestro cuerpo un último acto de generosidad.

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