La segunda acepción del adjetivo mezquino es “falto de generosidad y nobleza de espíritu”. Lo cual significa que el sujeto en cuestión, lejos de ser altruista y desinteresado, es egoísta y ruin. El problema se plantea cuando hay que determinar si un individuo es mezquino, lo cual se debe, no tanto a la dificultad en detectar este defecto (es relativamente fácil) cuanto a la autoridad que debe poseer el sujeto al que encargamos que emita tal opinión. En esto, tengo serias dudas de que la opinión de Agamenón sobre la mezquindad del espíritu de alguien tuviese, como decía Juan de Mairena acerca de la verdad, el mismo valor que la de su porquero. Y ello porque no se trata de sentar una verdad (si el individuo es mezquino), sino que estamos ante una cuestión opinable y, en consecuencia, cuanto más formación tenga el opinante menos posibilidades tendrá de equivocarse.
Pues bien, cuando uno ha hecho un largo trecho del camino, tiene ya bastante bien afinado, aunque solo sea por experiencia, la capacidad de descubrir a los espíritus mezquinos. Suelen vivir en negativo, viven socialmente sí, pero no tanto en función de sí mismos, cuanto de los demás, no miran hacia el frente, hacia lo que les va deparando el presente que avanza hacia al futuro, sino que bizquean porque viven también mirando con un ojo hacia los demás, y casi todo les parece mal, aunque les resulte favorable, si también beneficia a uno de sus rivales.
El mundo del deporte es especialmente apto para aclarar lo que pienso. Por lo general, contemplados desde la óptica del seguidor, casi todos los deportes despiertan un elevado grado de pasión, de emoción. Hay un mínimo de racionalidad, pero el ingrediente que invade el resto del espíritu es una inclinación vehemente, enfervorizada y hasta insensata hacia el equipo de sus amores. A éste lo queremos porque es el que elegimos, y, más allá de las censuras que podamos hacerle en nuestro interior cuando las cosas no salen bien, formamos parte de la colectividad de los que sienten sus colores, vibran con sus triunfos, y se entristecen con sus derrotas.
En las actividades competitivas por equipos, se abre un amplio abanico para que cada aficionado pueda elegir el equipo del que desea convertirse en fan. Aunque pueden influir circunstancias diversas, hay casos en los que en la elección juega un papel esencial el territorio: el aficionado ha nacido en un determinado lugar se hace del equipo que porta el nombre de su territorio de origen. Pero no son pocos también los que siguen a un club por influencia de otros factores (la presencia en sus filas de un gran jugador, los valores y principios que defiende el club, etc). Lo importante es reseñar que, de entrada, hay plena libertad para escoger.
Ahora bien, una vez elegido el club, el aficionado correrá su misma suerte: si es un club exitoso que consigue muchos triunfos, disfrutará de muchos momentos de alegría, mientras que si es un club poco ganador, serán muchas sus horas de tristeza.
Pues bien, lo normal debería ser que cada aficionado conectara su estado de ánimo con el equipo de sus amores, sin preocuparse en demasía de los demás equipos. Esto es frecuente cuando el equipo elegido llena toda la capacidad de sentimiento de un sujeto que, por ello, solo se preocupe por lo que le suceda a aquél. Pero hay casos en los que a uno no le basta con lo que hace su equipo: una parte importante de su sentimiento está “referenciada” a lo que hace el equipo rival. De tal suerte que hay espíritus para los que su estado de felicidad no dependa solo, ni mayormente, de lo que haga su equipo, sino que también les influye –y de manera muy determinante- la suerte negativa que corra el equipo rival.
No me refiero con lo que antecede a las alegrías ligeras y momentáneas que producen en la generalidad de los aficionados la pérdida de partidos por los equipos rivales. Esto es lógico y una consecuencia derivada de ser un aficionado que sigue una competición entre varios equipos que lucha por ganar. Pienso en un sentimiento negativo de mucha mayor intensidad: el aficionado con espíritu mezquino al que me refiero es el que casi se ocupa más del mal del equipo rival que del bien del suyo propio, porque en definitiva casi satisface más a su espíritu mezquino el mal deportivo ajeno que el éxito de su equipo.
Espero que lo que antecede me haya permitido aclarar lo que entiendo por un ser humano con un espíritu mezquino. El que tiene la desgracia de tenerlo –insisto-, no se contenta con sus propios éxitos, sino que está pendiente ansiosamente de los males ajenos. Y solo cuando el mal del rival es muy grande y empieza a rebosar por ello su mala baba siente momentos de verdadera felicidad por lo mal que lo pueda estar pasando su rival.
El espíritu mezquino de estos sujetos recuerda mucho al de los resentidos. Lo malo es que la mezquindad de espíritu, al igual que el resentimiento, no tiene cura, porque su única medicina es la generosidad, el sentido de grandeza (la elevación de espíritu y la excelencia moral de la que habla el diccionario de la RAE). Y esta nobilísima pasión, como dice el maestro Marañón, nace con el alma: se puede fomentar o disminuir, pero no crear en quien no la tiene.
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