En la primera planta del lujoso hotel Casa Fuster, en lo alto del paseo de Gracia, ALEIA se ha convertido en tan sólo tres años en una de las mejores opciones para disfrutar de la alta cocina en Barcelona. Bajo la dirección de Paulo Airaudo (Amelia, Ibai) y con el jerezano Rafa Bedoya, uno de los cocineros jóvenes españoles con más proyección, a los mandos. Un restaurante elegante, con las mesas vestidas con manteles de hilo y un servicio de sala a la altura, bien dirigido por Paula Miguel, que además maneja una muy notable bodega.
Bedoya es un cocinero que cuida mucho la estética de los platos. Técnica, elegancia y acertado tratamiento de la materia prima son sus principales virtudes. Digno discípulo de su paisano Juanlu Fernández. En su menú pescados y mariscos mediterráneos son los principales, aunque no únicos, protagonistas de sus elaboraciones, cargadas casi siempre de guiños a su tierra andaluza, desde la piriñaca que acompaña a una gamba roja o el gazpachuelo de la merluza hasta la demiglace de naranja sevillana o la zanahoria “encominá” que aparecen en el plato del venado. Y muchos toques de alta escuela francesa. Ya me gustó mucho cuando lo visité por primera vez hace tres años, recién abierto, pero en este tiempo se ha refinado aún más y ya muestra todo su potencial, que es mucho.
El menú degustación (187 euros) se abre con una serie de pequeños bocados marinos de muy buen nivel. Tartar de ventresca de atún rojo cubierto con una “mignonnette” de sakura; ostra del Delta del Ebro con caviar oscietra, raifort y perifollo, con un agradable picante; una vieira con salsa al cava y “soubise” de cebolla de Figueras; gamba roja con piriñaca, la mejor dentro del alto nivel de estas entradas; serviola con rábano y un aliño de tomate muy andaluz (preciosa la presentación, con forma de flor); y finalmente un flan ibérico (un chawanmushi) con guisantes del Maresme, erizo de mar y un sabroso y limpio consomé de ibérico con manzanilla. A este último le sobra el flan, demasiado pesado, que contrasta con la ligereza del resto de entradas.
Como empieza a ser habitual en los menús degustación, el pan llega tras todos esos aperitivos. Un servicio muy original en el que a las estupendas hogazas de pan casero presentadas enteras, a los aceites de acebuche y pallaresa, y a las mantequillas de tomate, jamón ibérico y madurada, se añade un tuétano asado. Hay controlarse mucho para no comerlo todo. Queda aún bastante menú.
Y lo que queda es la parte más brillante del menú. Primero la excelente cigala de Isla Cristina a la brasa con una beurre blanc de amontillado y aire de sus cabezas, refrescado todo con un toque de lima. Si el de cigala es un plato de lujo, no le va a la zaga la merluza de pincho de Burela con huevas de salmón y gazpachuelo con el agua de la cocción de los interiores de navajas y mejillones. Estupendo también el único plato que no procede del mar: venado de La Janda, perfecto de punto, con demiglace de naranjas sevillanas y zanahoria “encominá”. Como única pega, unos innecesarios taquitos de chorizo que no aportan nada, más bien estorban.
Antes de los postres un pequeño carro de quesos catalanes y andaluces bien seleccionados. Da paso a un mel i mató con miel de boniato, suave y nada empalagoso. Bastante mejor que un postre de melocotón, caviar dauricus y nata, demasiado frío y escaso de sabor. Como remate, una combinación de almendra chocolate y trufa negra. Correcta. No son los postres lo mejor de Rafa Bedoya.
