“Occidente está más unida que nunca como resultado de la intervención de la Federación Rusa en Ucrania“.
O, por lo menos, eso es lo que afirman los gobiernos de los países del G7 -Alemania, Canadá, Estados Unidos (EE. UU.), Francia, Italia, Japón y el Reino Unido-, los de los 27 miembros de la Unión Europea (UE) -Alemania, Austria, Bélgica, Bulgaria, Chipre, Croacia, Dinamarca, Eslovaquia, Eslovenia, España, Estonia, Finlandia, Francia, Grecia, Hungría, Irlanda, Italia, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Malta, Países Bajos, Polonia, Portugal, República Checa, Rumanía y Suecia- y los de los 30 socios de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) -Albania, Alemania, Bélgica, Bulgaria, Canadá, Croacia, Dinamarca, EE. UU., Eslovaquia, Eslovenia, España, Estonia, Francia, Grecia, Hungría, Islandia, Italia, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Macedonia del Norte, Montenegro, Noruega, Países Bajos, Polonia, Portugal, Reino Unido, República Checa, Rumanía y Turquía-.
Algunos de ellos lo han declarado hasta tres veces en tres foros distintos.
La pregunta pertinente en este punto es si, efectivamente, esa unidad occidental es real o si, por el contrario, es meramente cosmética y cuenta con una limitada expectativa de pervivencia.
El origen de la movilización de estas tres organizaciones durante las últimas semanas se dice que es el enfrentamiento militar y económico -que, en realidad, ha sido iniciado por EE. UU., a través de su apoderado, Ucrania- contra Rusia, al que, por el momento, se han dejado arrastrar, en distinto grado de intensidad, todas las organizaciones y todas las naciones mencionadas.
En relación con dicho conflicto, la Federación Rusa tiene mucho más claro que Occidente cuáles son los objetivos políticos, militares y económicos que quiere alcanzar, mientras que el nuevo foco militar y de seguridad de la OTAN sobre Rusia y sobre China, de forma simultánea, es amorfo y, por lo tanto, es difícil de entender por los ciudadanos de todas esas naciones.
Asimismo, Occidente corre el riesgo serio de alienarse de una gran parte del resto del mundo, como se puso de manifiesto al conocerse el resultado de la votación que se realizó en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 2 de marzo de 2022, para condenar el comportamiento de Rusia, dado que 39 países de África, de América Latina, de Asia y del Próximo Oriente -China, India y África del Sur, entre ellos- no se sumaron a dicha moción.
En el terreno de los hechos prácticos y concretos, además, numerosas naciones de esos continentes no sólo no están aplicando las sanciones económicas impuestas por EE. UU. y por la UE contra Rusia, sino que, más bien, al contrario, están reforzando su cooperación comercial y económica con Rusia, en el peor de los casos para Occidente, o están sentadas sobre la valla, al menos, en el mejor de los escenarios para EE. UU. y para sus aliados, a la espera de ver cómo termina todo este embrollo lamentable.
Occidente debería reflexionar sobre si estas reacciones mantienen alguna relación con el hecho de que, desde otras regiones del mundo, pueda existir un cierto cansancio y un cinismo enraizado después de décadas en las que se ha observado cómo EE. UU. rompía las reglas del derecho internacional a conveniencia.
En definitiva, el argumento que utiliza Occidente, en estos momentos, de que el mundo vive un conflicto entre visiones y valores diferenciados ante el que hay que tomar partido suena a hueco cuando son muchos de los más importantes de los propios países occidentales los que, de forma suicida, están atacando los tres pilares fundamentales de la civilización occidental, a saber, el monoteísmo de raíz judeocristiana, la filosofía griega y el derecho romano.
Es atrevido exigirle a la población del mundo que se agrupe en defensa de los valores occidentales cuando se observa que muchos de los gobernantes de los países del G7, de la UE y de la OTAN desprecian y atacan sus raíces religiosas originales -mientras se alaba acríticamente al islamismo como una bella religión de paz-, denigran en los libros escolares y en los programas de las universidades a Aristóteles y a Platón como representantes de un heteropatriarcado blanco y machista y, por último, suplantan el imperio de la ley, la separación de poderes y la independencia de la justicia para manipular resultados electorales y nombrar gobernantes ilegítimos o para actuar sin límites y sin escrúpulos en la búsqueda del beneficio material personal a costa del empobrecimiento de los ciudadanos a los que, en principio, se deben.
Además, el precio que Suecia y que Finlandia han pagado a Turquía para evitar que ésta les bloquee su entrada en la OTAN ha sido el renunciar a esos supuestos valores europeos porque ambas han transigido con la reducción de los derechos de aquellos que buscan refugio político en esos dos países, mereciéndolo o no, al huir de la persecución política en Turquía.
Los cálculos políticos internos de algunos de esos líderes nacionales no contribuyen a mejorar esta situación.
Por ejemplo, el presidente de la república francesa, Emmanuel Macron, bracea y saca los codos para aprovechar la debilidad y la pobreza del liderazgo europeo para llenar el espacio vacío que éste está dejando.
Hay que reconocerle a Macron que, después de las elecciones presidenciales y de las elecciones parlamentarias francesas de 2022, parezca, ahora, más inclinado a consultar con sus socios europeos y que se haya alejado, aparentemente, de la arrogancia que transmitía desde septiembre de 2017.
El intento de Macron de hacer avanzar dentro de la UE una agenda de mayor soberanía europea frente a EE. UU. no es más que el reflejo de la debilidad que la UE siente porque sabe que EE. UU. será mucho más selectivo en el futuro en sus compromisos con Europa, dado que el reto fundamental de los estadounidenses es hacer frente a su adversario estratégico, es decir, China, para preservar su papel de hegemon mundial.
Los desafíos que Rusia y que China representan para Europa son distintos que los que estos dos países representan para EE. UU.
Así, para Europa, China es fundamentalmente un competidor tecnológico, no, un adversario geoestratégico o militar, a pesar de lo cual, cuando llegue el momento, EE. UU. le reclamará a Europa, en una relación transatlántica que, cada día, es más transaccional, que le ayude en su confrontación con China.
La verdad es que el hecho de que 21 de los 27 miembros de la UE lo sean, simultáneamente, de la OTAN y que otros 2 quieran serlo -Suecia y Finlandia- empieza a difuminar las líneas de separación entre una organización y otra, lo que no beneficia en nada a la UE.
Por su parte, el gobierno de EE. UU. vive, en estos momentos, con la inquietud de perder, tras las elecciones de mitad de mandato, en noviembre de este año, de acuerdo con lo que están anticipando las encuestas, el control de las dos cámaras legislativas, siempre y cuando los comicios estadounidenses no vuelvan a falsearse como sucedió con el resultado de las elecciones presidenciales de noviembre de 2020.
Si el Partido Republicano consiguiera el objetivo político de retomar el control del Congreso y del Senado, aumentarían las dificultades de Biden y su equipo para aprobar sanciones adicionales futuras contra Rusia, se mandaría un mensaje a China y a Rusia de que el tiempo habría dejado de estar del lado de Biden y aumentaría la sensación, en Moscú y en Pekín, de que el sistema político estadounidense está fragmentado y es débil.
Por último, a medida que se acerca el otoño y el invierno, los ciudadanos de Europa y de EE. UU. empiezan a sentir el miedo de que el efecto retroceso de las sanciones suicidas que EE. UU. y la UE han impuesto sobre Rusia sólo vaya a empeorar la prognosis pesimista sobre el futuro económico de sus países.
En ese clima, es probable que aumente el descontento político, ya existente, de estadounidenses, de británicos, de franceses, de alemanes, de italianos, de españoles y del resto de los ciudadanos de los países miembros de la UE hacia sus gobernantes.
Será interesante comprobar si los cambios de régimen –regime change, en inglés- o, con más precisión, de gobiernos serán más factibles en Occidente, tras las sanciones de éste a Rusia, que, en Moscú, como se pretendía originalmente.
Por el momento, Rusia parece que está navegando con destreza a través de la supuesta tormenta que las sanciones económicas iban a provocar en su economía.
Al poco de anunciarse éstas, el dólar se intercambiaba por casi 120 rublos, mientras que hoy lo hace por 63, después de semanas de haberlo hecho por 52.
El rublo se está fortaleciendo tanto que el Banco Central de la Federación Rusa ha bajado los tipos de interés -al contrario de lo que está ocurriendo en Occidente- para evitar que su moneda se refuerce más de lo necesario.
El presupuesto de Rusia para 2022 se elaboró sobre la hipótesis de un precio del barril de petróleo de 40 dólares, que ya se encuentra en 101, tras haber llegado a los 120 en las últimas semanas.
Tras el anuncio de los países del G7, hace un par de semanas, de su objetivo de fijar un precio máximo para el petróleo -aunque no hayan explicado, todavía, cómo van a conseguir esto en un mercado que ya está controlado por un cártel de países exportadores, Organization of Petroleum Exporting Countries (OPEC), en inglés-, los analistas predicen que el barril de petróleo podría llegar pronto a los 200 dólares.
No hace falta hacer números con mucho detalle para comprender por qué Rusia está nadando en liquidez.
Desde enero de 2015, Occidente ha vivido en la creencia de que la ocurrencia arrogante del senador John McCain (q.e.p.d.), quien afirmó que “Rusia es una gasolinera disfrazada de país” -“Russia is a gas station masquerading as a country”, en original-, era cierta.
La abundancia de la que Rusia disfruta en materias primas, especialmente, recursos naturales energéticos, en tierras raras, en materiales preciosos, en grano o en capacidad tecnológica o manufacturera -en un momento en el que Europa ha externalizado, en gran medida, la suya a China- está mostrando cuán equivocados estaban los que tomaron en serio la gracia de McCain.
La conclusión más dramática a la que han llegado las élites rusas, desde que comenzó el conflicto actual en Ucrania, es que desean romper, mental e intelectualmente, con Europa para siempre.
Rusia es una nación milenaria de naturaleza euroasiática.
De hecho, Rusia es el país más asiático de Europa y el más europeo de Asia.
Observar con atención, de oeste a este y de este a oeste, repetidas veces, un mapa de pared a gran escala de toda Rusia ayuda a comprender la afirmación anterior, sin que este hecho geográfico haya cuestionado, hasta ahora, el enraizamiento profundo de la historia, política y cultural, rusa en la europea.
Sin embargo, después de siglos de debate intelectual, cultural y artístico, sobre cuál es la verdadera naturaleza del alma rusa –русская душа, en ruso-, las clases dirigentes rusas parecen haber llegado a la conclusión de que no quieren saber nada de Europa en el futuro, a pesar de los intentos que Francia y Alemania siguen haciendo para lo contrario, es decir, para encontrar un lugar para Rusia en Europa, como ambas suelen decir, de forma condescendiente.
Desde el colapso de la Unión Soviética, Rusia siente que Occidente no sólo ha rechazado sus intentos de aproximación y de integración en la arquitectura de seguridad de Europa -que incluyeron la solicitud de ingresar en la OTAN, a través de la carta que el anterior presidente de Rusia, Boris Yeltsin, envió, a tal efecto, a los cuarteles generales de la organización, en Bruselas, y en cuya caja fuerte se guarda-, sino que, con sus promesas incumplidas, ha intentado engañar a Rusia sobre sus verdaderas intenciones hacia ella.
La ecuación planteada por el hecho de que 21 países de la UE sean miembros de la OTAN ratifica al presidente Vladimir Putin en su convicción de que ambas organizaciones no son más que las dos caras de una misma moneda.
El conflicto en Ucrania terminará como normalmente terminan todos, es decir, con un acuerdo de paz en el que, como suele suceder, el derrotado aceptará las condiciones que le imponga el vencedor.
En este caso, Ucrania tendrá que someterse a las exigencias de Rusia y, cuanto más tarde en hacerlo, éstas serán más numerosas y onerosas.
Las obligaciones de esa capitulación ucraniana incluirán olvidarse de cualquier debate futuro sobre la soberanía rusa de la península de Crimea, aceptar la independencia de las repúblicas de Donetsk y de Lugansk, en la región del Donbas, en toda la extensión de su territorio, de acuerdo con la constitución ucraniana actual, someterse a que procesos similares tengan lugar en las regiones de Odesa, de Nicolaiev, de Jerson, de Zaporiyia, de Dnipropetrovsk y de Járkov -de tal forma que la Ucrania resultante dejará de tener salida al Mar Negro-, olvidar su aspiración de incorporase a la OTAN y a la UE y, por último, aceptar que la nueva Ucrania no vuelva a tener, ni a entrenar unas Fuerzas Armadas que puedan representar una amenaza para Rusia.
De esta resolución del enfrentamiento, la UE saldrá debilitada y su influencia en el mundo se hundirá y EE. UU. comprobará que, en muchas regiones del planeta, se le habrá perdido el respeto.
Ser optimista sobre lo anterior es engañarse a uno mismo.
Este es el mundo hacia el que nos encaminamos por haber permitido que Biden y su equipo hayan provocado, en suelo europeo, un duelo, al que han arrastrado a los países de Europa, contra la primera potencia nuclear del mundo.
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