NB: Una versión de este artículo fue publicada anteriormente en El Economista con un título distinto.
Estados Unidos (EE. UU.) no cuenta con superioridad militar en Asia y se está destronando a sí misma como única potencia global, entre otras razones, porque está perdiendo, por su propia responsabilidad, ante sí misma -por extensión natural, también, ante otras naciones- el respeto y la legitimidad para actuar como si, todavía, lo fuera.
EE. UU. no es omnipotente, no es capaz de imponer su superioridad militar en torno a Taiwán y el equilibrio de poder en aquel estrecho no le es ahora, ni le será nunca favorable, a no ser que decidiera provocar una Tercera Guerra Mundial, con la que coquetea en Europa, en la actualidad, y que todo el mundo perdería.
EE. UU. ha vivido durante décadas de la ilusión de que era el oxígeno o el pacificador de Asia y ha cultivado la asunción arrogante de que ninguna nación en Asia tenía categoría o dimensión para ser una potencia regional asiática.
Sin embargo, de forma irónica, en Asia, al contrario de lo que ocurre entre las clases dirigentes estadounidenses, ninguna nación toma a EE. UU. como si fuera una potencia en el Pacífico.
De hecho, en aquel continente se considera que China está en el centro de la geoestrategia asiática, mientras que EE. UU. se encuentra en la periferia de su política, especialmente, de la económica.
El equilibrio de poder en Asia, por tanto, está cambiando y el margen de error se estrecha para EE. UU., quien no puede permitirse debacles como las de Afganistán o de Ucrania.
Es cierto que, desde 1979, Asia ha disfrutado de un largo periodo de estabilidad y de ausencia de conflictos armados y que la política asiática de EE. UU. no cambió, durante años, desde la presidencia de Ronald Reagan (1981-1989).
La paz asiática fue en ese periodo la resultante de una variedad de factores, que se acumularon, de forma virtuosa, unos sobre otros.
Entre ellos, destacaron la cooperación económica entre las partes, China incluida, y una combinación benigna entre disuasión y distensión entre las grandes potencias mundiales.
El cambio de la política estadounidense hacia Asia comenzó cuando Hillary Clinton, en noviembre de 2011, en su función de secretaria de Estado del presidente Barack Obama, anunció un giro estadounidense hacia Asia -“Pivot to Asia”, en su formulación original-, que, en el fondo, hundía sus raíces en la creencia estadounidense de su excepcionalidad.
Esta idea de EE. UU. como entidad excepcional se remonta a la época colonial y sus orígenes se encuentran en el pensamiento de los primeros colonos de la nueva nación, todos ellos muy puritanos, que consideraban el continente norteamericano como una tierra prometida, en la que se iba a construir un nuevo Canaán, que serviría de modelo para el resto del mundo.
Esta autopercepción de EE. UU. como un poder global benevolente, capaz de ejercer una influencia beneficiosa sobre el resto del planeta, no sólo no se ha compadecido siempre con la realidad de los hechos y del comportamiento de EE. UU., sino que, además, ha terminado por convertirse en una patología de la política exterior estadounidense.
Aquel cambio de la política exterior estadounidense hacia Asia que representaron los gobiernos del presidente Barack Obama (2009-2016), en el fondo, tuvo sus inicios en la presidencia de George W. Bush (2001-2009).
Condoleezza Rice, asesora de Seguridad Nacional y secretaria de Estado de Bush hijo, fue quien diseñó la definición primigenia de una política de competición por el poder frente a China, desterrando la de la cooperación económica con Pekín.
No obstante, los atentados terroristas contra EE. UU., en septiembre de 2001, obligaron al gobierno estadounidense a posponer ese rumbo de colisión con China.
El giro hacia la competencia de EE. UU. con China, por tanto, cobró un papel decisivo en la política exterior estadounidense desde Obama y continua con el gobierno de Biden.
Obama comenzó su presidencia afirmando que China podía ser un socio de EE. UU. en el mantenimiento de la estabilidad financiera global.
A pesar de ello, al final, Obama se decantó por la rivalidad con Pekín, que Donald J. Trump no revirtió, y sobre la que Biden y su equipo han doblado la apuesta estadounidense.
Asia es un continente inmenso, muy diverso y difícil de controlar.
Más que en cualquier otra región del mundo, en Asia, desarrollar un esfuerzo generoso de construcción de alianzas sólidas y duraderas es un factor crítico para el éxito de cualquier política exterior.
Esta exigencia es aún más imperativa, en la actualidad, ya que la mayoría de las naciones asiáticas no quieren aceptar el dilema que EE. UU. les presenta de posicionarse o bien del lado de China o bien del estadounidense.
Esta disyuntiva maniquea sólo consigue incrementar la rivalidad en la región.
Por el momento, Japón o Australia parecen sentirse cómodas al situarse cerca de EE. UU., con todos los problemas políticos internos que esta elección está generando a sus gobiernos respectivos, aunque son bien conscientes del precio alto que ambas pueden llegar a tener que pagar por ello.
Por otra parte, Corea del Sur y los países que forman la Association of Southeast Asian Nations (ASEAN) -Brunei, Camboya, Filipinas, Indonesia, Laos, Malasia, Myanmar, Singapur, Tailandia y Vietnam- se sienten muy incómodos, cuando no, se oponen de manera abierta, con esta política estadounidense, ya que, para todos ellos, China representa la sangre que da vida a sus economías nacionales respectivas.
La obsesión de Biden y su equipo por obtener la supremacía militar en Asia es tanto una receta para el desastre como su política hacia Rusia en el este de Europa lo está siendo.
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