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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

XERARDO

José Manuel Otero Lastres el

Subo otro cuento que escribí en 1982. Lo hago porque hoy es difícil poder leerlo.

 

-Haznos el “aturuxo”, Xerardo -dijo el jefe de la pandilla  del barrio.

Y Xerardo, al que la gente consideraba el tonto del barrio, juntó las manos, palma contra palma, abombándolas, a modo de arco, se las llevó a la boca y gritó:

-¡Eiii. .. carballeiraaaaaa …!

Los chavales, que habían rodeado a Xerardo, comenzaron a reírse. Uno de ellos, situado a su espalda, le rogó:

-Ahora, haz el “reverbero”.

-Dejadme en paz -dijo Xerardo con su voz peculiar, gangosa y entrecortada.

-Anda … Xerardo -insistió el muchacho.

Con la mirada clavada en el suelo y una expre­sión en su cara que lo hacía todavía más ausente, Xerardo se acercó, como un autómata, la mano dere­cha a la boca. Cerró ligeramente su puño y…

-¡Nac! -gritó en su improvisado micrófono. Y rápidamente se llevó la mano a la oreja para com­probar si aún podía escuchar el sonido.

-Otra vez me ha fallado -dijo con la desespera­ción de quien se encuentra extenuado tras una inmen­sidad de intentos fallidos.

-Muy bien, Xerardo -gritaron los chicos.

Y, tras darle muchas y fuertes palmadas sobre su raído abrigo gris, se marcharon.

Xerardo continuó caminando. Llevaba unas botas grandes, de color marrón. Tal vez de varios números más del que necesitaba. Al andar se balan­ceaba convulsionado, como si algún defecto de sus pies le obligase a engañar al suelo, mientras lo iba pisando. De vez en cuando, solía alegrar su marcha soltando grandes gritos y risotadas.

Trabajaba en un cine. Era el encargado de cla­vetear las carteleras de las películas en el tablón que había a la entrada del local. Y cuando los mozalbe­tes del barrio le preguntaban:

-¿Dónde trabajas, Xerardo?

El contestaba con el orgullo de un general victorioso:

-En el cine.

Pero no era ésta la única actividad de Xerardo. Tenía una gran afición al fútbol. Y su fidelidad al club del barrio había sido premiada, nombrándolo masa­jista del equipo.

Todos los domingos acompañaba al equipo de sus amores. Era tan popular y conocido en todos los campos que, cuando salía a aplicar el agua milagrosa a los lesionados, su entrada y salida en el campo de juego eran coreadas:

-Xerardo, Xerardo, Xerardo …

Vivía solo. En una chabola situada entre las últimas casas del barrio. Las paredes eran de madera. Y estaban engalanadas con algunos pegotes de cemento que resistian como parásitos en los tablones, desde que habían sido desechados, tras múltiples encofra­mientos. En el medio de la chabola, arrimada a la pared del fondo, estaba su cama. Tenía un cabecero de barrotes de hierro, rematados en su parte supe­rior con unos aros de metal dorado. Sobre el cabe­cero, había una lámina descolorida de la Virgen del Carmen. La colcha era de tonos negros y rojos. Y como quedaba un poco escasa, permitía contemplar los bordes de la vieja manta de color marrón desteñido que cada noche abrigaba su cuerpo.

Del centro del techo, salía un cable negro tren­zado que sujetaba una bombilla. Sobre ésta, un plato de porcelana agujereado hacía de tulipa. A la izquierda de la cama, había una jarra y una palangana. Y cerca de ellas, clavado en la pared, un espejo. El que todos los días sentía posar sobre sí la inescrutable mirada de Xerardo. En una mesita blanca, que estaba junto a la palangana, colgaba de una punta una toalla. La que secaba la cara inexpresiva de Xerardo. Y sobre la mesa, había un peine negro, desdentado. El que a dia­rio desensortijaba los negros y canosos rizos de Xerardo. A Xerardo también le gustaban las chicas. Espo­leado por los chavales del barrio y, en ocasiones por propia iniciativa, se dedicaba a levantarles las faldas a las que pasaban por su lado. Otras veces, las per­seguía con ramitas de ortiga para pegarles con ellas en las piernas. Y las chicas, entre sonrisas indul­gentes y gestos serios, pero forzados, le reprochaban a Xerardo sus atrevimientos y descaros.

Xerardo comía en la fonda de Paquita. Natu­ralmente no le cobraban. Se sentaba en una silla de madera en un rincón de la cocina. Y aguantaba el calor asfixiante y el olor a aceite quemado. hasta que le ponían en su plato de aluminio, abollado, el menú del día. Pero también en esto Xerardo era especial. Porque comía lo que le ponían. Nunca pedía más, ni protestaba. Y porque comía lo que le ponían, y no pagaba, le daban lo que querían. Lo menos bueno, lo regular y hasta lo malo. Así se entendía la calidad en aquel barrio.

Con todo, la gente imaginaba -o quería imagi­nar- que Xerardo era feliz. Cuando frecuentaba los bares del barrio, todos lo invitaban a beber un trago. Le daban su “ginebra”, agua limpia con una rodaja de limón en un vaso largo.

Cuentan que una vez, en un bar alejado del barrio, Xerardo pidió una ginebra. Y el camarero, ajeno por completo a la manera piadosa de hacer las cosas en el barrio, le sirvió lo que pedía. Y el pobre Xerardo se cogió una borrachera de espanto.

Pero había algo que él paseaba con orgullo en sus conversaciones con la gente. Había servido de modelo a un pintor. A él, sólo a él, le habían pintado un retrato. Era un cuadro de tonos verde oscuros. En el fondo casi negro y a la orilla del mar, aparecía Xerardo, mirando hacia el frente, con el cuerpo un poco ladeado. La mirada era la suya. También las orejas, grandes y hacia afuera. Tenía una boina negra, calada hasta los ojos. Su cara era de color verde. En este mismo color, pero un poco más clara, le habían pintado la camisa. La chaqueta era gris marengo. Y los pantalones grises claros, sin raya, y un poco abom­bachados. En su mano derecha asía un maletín. El cuadro se titulaba “El idiota” y estaba firmado.

Un mal dia, el corazón de Xerardo se paró. No sintió dolor alguno. Fue el único que lo trató bien. Pero este trato de favor le llegó en el último momento de su vida. Y dejó de existir Xerardo.

Adiós “aturuxos”, “reverberos”, a quien dar pal­madas en el cuerpo. Adiós clavador de carteleras, masajista, levantador de faldas y pegador con vari­tas de ortiga. Adiós morador de lujosa chabola, recep­tor de generosas caridades. Adiós bebedor de falsas ginebras. Adiós musa de pintores. Adiós Xerardo.

Su entierro fue como su vida, risas, lloros, bro­mas y tragos. Se dice que la gente del barrio lo sin­tió. No se sabe si por amor o porque necesitaban a Xerardo. Quien sí lo sintió fui yo, Xerardo, el que hace poco te ha matado.

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