Cuando viajamos a lugares tan maravillosos como América Latina, el Caribe o las Islas Canarias, además de impresionarnos con sus playas, su clima, sus paisajes, también nos llama la atención su ritmo. Tienen un ritmo pausado, sereno, alegre y, sobre todo, amable. A pesar de que “vinagres” hay en todas partes, la mayoría de estas personas tienen tiempo para pararse contigo en la calle y explicarte sin prisa dónde está la dirección por la que les preguntas, incluso te acompañan. Se paran en los pasos de cebras, si pides un café, te preguntan que cómo te encuentras hoy, te dan las gracias, contestan con un mucho gusto… y sonríen. Sí, sonríen. No muestran una cara constante de estreñimiento crónico, no corren atolondrados o no conducen como si no hubiera un mañana cerrando el paso a alguno para que no se cuele.
Uno viene de estos viajes agradecido por el trato, por el descanso y por la gente. Y es pisar suelo y retomar la prisa y el estrés. La psicología ofrece muchas herramientas para manejar los estados emocionales que nos hacen sufrir. Y uno de ellos tiene que ver con nuestra propiocepción. El cerebro recibe información de los sentidos y de los músculos. Estos informan sobre nuestra postura corporal. Y la mente saca la siguiente conclusión: si mi cuerpo adopta esta postura y este ritmo, es que yo debo entonces sentirme así. Y así es. Nos sentimos y terminamos pensando según la postura corporal que adoptamos…o a la inversa. Si te encuentras estresado, tiendes a tener más tensión muscular, a ir más rápido a los sitios, a hablar en un volumen más elevado. Tiendes a correr, a ponerte a salvo del peligro, porque para eso sirve la respuesta de estrés o ansiedad. Para ponernos a salvo. Pero ¿a salvo de qué? ¿De llegar tarde por culpa del tráfico, de no llegar a todo porque tienes más trabajo del que puedes abarcar, de comer mal y coger peso, de las personas impertinentes que trabajan a tu lado?
Es el propio ritmo de la metrópolis el que nos lleva a seguir la corriente como corderos, sin pararnos a pensar “¿qué hago yo corriendo?” Entre tu postura corporal y tu ritmo, y tus emociones, hay una comunicación bidireccional. El cerebro interpreta que si vas rápido es porque debe de haber un peligro. Y por eso desencadena la respuesta de ansiedad y de tensión. Es imposible comportarse con pausa, serenidad y amabilidad si vas con el turbo puesto.
Una manera de sosegarnos, de sentir equilibrio y de gestionar nuestro estrés, depende en gran parte del ritmo al que decidimos movernos. Y resalto la palabra “decidimos”. Porque es el momento de salirnos de la corriente y elegir a qué ritmo queremos ir. Con prisas, dando bocinazos en el coche, corriendo por las calles no vamos a llegar mucho antes. ¿Cuántos minutos le ganamos al tiempo? Pocos. ¿Cuánto estrés, envejecimiento, enfermedades, frustración e ira le ganamos a la vida? Muchísimos. No compensa, sinceramente, no compensa.
El lunes empiezo a caminar más despacio, a conducir más despacio, a comer más despacio, a hablar más despacio. Empiezo también a sonreír más, como si la vida fuera un lugar agradable en el que vivir. Y empiezo a ser más amable con los demás y conmigo.
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