Poco conocida aunque en absoluto inedita es la tesis de Emilio Pastor de quien el CSIC, en 1950, publicaba una controvertida conclusión jurídica sobre la subsistencia de territorios de soberanía españoles en el Pacífico. Tras la derrota de España frente a Estados Unidos en 1898, acelerada por los cerebros de la restauración, con el fin de evitar el hundimiento del régimen, el gobierno de España celebró inmediatamente después un tratado con el Imperio Alemán por el que cedía en su artículo 1 la soberanía y propiedad de las islas Carolinas, Palaos y Marianas (excepto Guam) a cambio de una indemnización pecuniaria de 25.000.000 de pesetas. El régimen temia la apropiación directa por parte de nuestros aliados británicos, japoneses y alemanes de los jirones del imperio en Oceanía y encajar de paso un golpe definitivo. El juicio crítico del jurista Pastor examinó varios aspectos de ese tratado mal y apresuradamente trazado. Descubrió varias cosas. Una de ellas es que España no habia cedido todas sus posesiones en Oceanía. Las cuentas no salían entre lo cedido y lo que aún podía ceder el viejo imperio, que era más. Entre las longitudes geográficas 139º – 12´ y 170º – 12´y próximo al Ecuador, España retendría entre cuatro y nueve agrupaciones de islas descubiertas por los españoles y que según el arbitraje por parte del papa León XIII entre España y Alemania el 22 de octubre de 1885, habían detentado siempre soberanía española.
Pastor identificó el Grupo de Uluth o Makenzie, Os Guedes (grupo de islas de Mapia hoy parte de Indonesia y donde el idioma original ha sido asimilado por la emigración indonesia), Coroa, Pescadores (que parece identificada como la actual Kapingaramangi, parte de los Estados Federados de Micronesia), Carteret e Indiana, Monteverde y Nuguor, D´Urville y Philly, y los atolones de O Acea. El jurista sostenía que estas islas constituían una provincia española jurídicamente subsistente y su argumento fue tan sugerente que el 12 de enero de 1949 el propio consejo de Ministros español examinó este asunto y, al día siguiente, se emitió una nota por el Gabinete de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores que terminaba expresándose en estos términos: “Estos derechos subsisten plenamente y como, en el momento actual, todos esos territorios se hallan en régimen de fideicomiso, es oportuno recordar la posesión española, sin perjuicio de volver sobre el asunto, según lo demande la conveniencia nacional, cuando internacionalmente se decida sobre esa cuestión”. ¿Este fue el punto final diplomático por parte de España a esta cuestión?
El análisis de Emilio Pastor llamaba la atención sobre otros aspectos del tratado hispano-alemán, pues este reservaba a España ciertos derechos para facilitar la presencia española en las Marianas, Carolinas y Palaos y que habría posibilitado la presencia, por ejemplo, en la isla de Yap de un enclave español, punto crucial, por entonces, de todas las comunicaciones telegráficas en todo el Norte del Pacífico. El trabajo de Pastor sugiere, además, la subsistencia de derechos sobre los archipiélagos de las Marshall y las Gilbert y no se olvidaba de recordar los derechos de la República de Filipinas sobre la isla de Guam.
Lo cierto es que inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, en el contexto de la recién nacida Sociedad de Naciones, los territorios coloniales alemanes en el Pacífico se repartieron entre el Imperio japonés y el Británico. Al respecto sólo presentaron enmiendas los norteamericanos que vieron con disgusto el uso que se hacía, por los vencedores, de la Sociedad de Naciones. Lord Mildner y el vizconde Ishii se entendieron rápida y perfectamente al respecto. El genocidio de la juventud de Europa durante la Primera Guerra Mundial era un precio que había que pagar para ver la luz del botín al final del túnel. Contemplar retrospectivamente la oscuridad de los intereses que se dieron lugar en aquél conflicto y que prepararon las bases de lo que luego seguiría, es una cuenta principal que tiene pendiente la historiografía con los imperios decimonónicos, algo que no ha variado a pesar del nuevo interés que este conflicto ha suscitado. Turquía, desde luego, era el plato fuerte y la ingeniería social de aquellos genios victoriosos después de 20 millones de muertos diseñaron siglo y medio de convulsiones donde la humanidad ha tenido la oportunidad de demostrar hasta dónde se puede bajar en la escala elástica de nuestra condición. Lo que más diferenciaba el imperialismo occidental de finales del siglo XIX y primer tercio del XX de los nacionalismos extremistas de la Europa de los años 30 era el disimulo.
Tras la Gran Guerra, a pesar del enorme prestigio (y merecido) del rey Alfonso XIII, logrado por sus esfuerzos pacifistas y su apoyo a prisioneros e iniciativas humanitarias de todo tipo durante el conflicto, el país no tomó iniciativas en relación a la cuestión de Oceanía demasiado pendiente de la aventura Marroquí
Parte del sentido de la Sociedad de Naciones fue malversado, y esto debe decirse, pues una importante función de la misma fue desarrollar un concepto que se denominó “mandatos” en principio creados para legalizar internacionalmente el acceso de los vencedores a la administración y explotación de los pedazos de los imperios caídos tras la guerra (concepto “esencialmente anglosajón” en expresión del lúcido liberal William Rappard, suizo naturalizado norteamericano) .
Los que nos interesan (colonias alemanas en el Pacífico) son los denominados mandatos C que eran cinco y, de estos, cuatro “aceptaban” el mandato de Su Majestad Británica: Nauru (atribuido como tal al Imperio Británico), Samoa alemana (se sometía al Dominio de Nueva Zelanda), Nueva Guinea alemana (bajo el gobierno de la Commonwealth de Australia) y las islas situadas en el océano pacífico al Sur del Ecuador en nombre de la Unión Sudafricana). El quinto mandato C que incluía las islas situadas en el Pacífico al Norte del ecuador lo asumió Japón.
El régimen acordado para esos territorios era uniforme y se establecía en 7 articulos: El mandatario (en realidad un poder colonial) tenía plenos poderes de cara a la administración y legislación del país. Tenía deberes de bienetar material y moral sobre los habitantes (el llamado deber de colonizar). Excluía la trata de esclavos y el trabajo obligatorio (salvo en trabajos públicos de carácter esencial y con obligación de ofrecer remuneración por esos trabajos), prohibición de consumo de bebidas alcohólicas, control del tráfico de armamentos, prohibición de formación militar a los indígenas, libertad de conciencia de los nativos y exclusión de establecer bases navales en el territorio.
Esa situación se mantuvo hasta la Segunda Guerra Mundial que supuso algunos cambios entre otros y dada la terrible experiencia de la marina británica en esas aguas a manos de Japón, por lo visto un alumno aventajado en la colonización de China y el Pacífico, se estableció por la Organización de Naciones Unidas un fideicomiso sobre buena parte de esos territorios que por otro lado habían sido recuperados por los Estados Unidos al imperio japonés durante la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo el asunto sólo se despertó por acción de ese jurista, Emilio Pastor, para pronto volver al sueño y al olvidó y no hubo continuidad ni política ni diplomática a la nota del Gabinete de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores de enero de 1949. Cuando finalmente llegó la democracia a nuestro país desgraciadamente faltó quizá la lucidez, la transparencia y el debate público sobre cuál había de ser el comportamiento del Reino de España respecto a aquellos últimos territorios que después de casi seis siglos aún podían vincularnos soberanamente con el Pacífico.
Desconozco si los ministros Fernández Ordóñez y Javier Solana quienes sucesivamente ocuparon la cartera de Exteriores en el vencimiento del fideicomiso norteamericano tuvieron alguna preocupación al respecto, el 3 de noviembre de 1986 y el 1 octubre de 1994 (para las Palaos) respectivamente. El tradicional secretismo de la política exterior española no ha sido precisamente una garantia de modernidad y calidad democrática. Ni de ningún otro tipo de calidad, dejando a salvo la magnífica labor de muchos de nuestros diplomáticos.
La herencia oceánica española era una inquietud para el Imperio Británico no tanto como plataforma para que un tercer poder Alemán o japonés que nos sustituyera en Oceanía, sino como posibilidad y pretexto de un posible despertar marítimo de una España decadente. Esa evidencia que ha definido parte de la política atlántica británica durante prácticamente dos siglos les resultaba inverosímil a nuestros políticos y diplomáticos. Ilustres historiadores como Rosario de la Torre destacan la incapacidad de la política y la diplomacia española para comprender el papel británico en los acontecimientos que a finales del siglo XIX habían complicado tanto a nuestro país en el Pacífico: la desestabilización de Filipinas; la expedición filibustera desde territorios coloniales británicos; el entendimiento de Aguinaldo con los norteamericanos a través de la diplomacia inglesa, la venta de armas y municiones con destino a lo insurgentes filipinos y la sede en Hong Kong de la Junta de los rebeldes… Mísero siglo XIX donde España instauró la guerra civil como estado político natural y donde muchos grupos de poder dieron tantas veces prueba de su ilegitimidad.
El derecho internacional sirve para muchas cosas incluso para huir del pasado y de las responsabilidades del presente, eso lo hemos comprobado ien casos tan inmediatos como la forma en que literalmente se abandonaron las poblaciones del Sahara Occidental o de Guinea. Hay que reconocer que haber esperado algo muy distinto para esta Provincia Oceánica Española, como la denominaba Pastor, habría sido iluso. Me habría gustado un compromiso con la forma en que la población local entraba en el disfrute de su independencia o decidía participar de otro tipo de proyecto colectivo como la libre asociación con Estados Unidos como fue el caso de Palaos, Micronesia y Marshall, o de las Marianas del Norte que posee un estatus similar al de Puerto Rico, al igual que Guam. Las islas Salomón son hoy día independientes, las Carolinas están divididas entre los Estados Federados de Micronesia y las Palaos. Creo que subsiste una responsabilidad especial, desde la humildad y el mayor respeto por la voluntad de sus poblaciones, por parte de nuestro país hacia esos territorios. No estaría de más que tuvieran las mismas (escasas) ventajas a la hora de naturalizarse español como sucede con los nacidos en otros territorios de la antigua monarquía. Observar lo que está ocurriendo con las culturas locales y apoyarlas sería otro aspecto que nos implica, me preocupa la situación de culturas autóctonas (algunas antiguamente muy mestizadas con los hispánico), como el chamorro y que hoy por hoy están amenazadas. El Planeta no necesita ningún laboratorio más de aculturización, pero después de decenios de persecución y de dejar claro que sólo con el inglés se puede llegar a algo, el chamorro está herido. No estaría de más identificar y denunciar esos procesos y el eco político de la ideología wasp: blancos, anglosajones y protestantes como lo que es, otra fruta del arbol de la discriminación y exactamente idéntico a la del Ku Klux Klan pero sin hábitos y capirotes y que hoy sirve, no sólo para reservar los núcleos de poder empresariales, en manos de la misma casta, sino para diluir culturas a cambio de una ciudadanía de segunda -porque a sus ojos nunca llegarán a ser wasp-, una casta que visten en sus ideas las mismas casacas rojas que rechazaron Franklin, los Adams o Jefferson.
Ningún otro espacio, y no es pequeño, encuentro hoy día a las inteligentes tesis de Emilio Pastor, si es que nos planteáramos ser una pequeña parte de la vida de esas poblaciones de Oceanía.