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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

¿Existe Dios?

Emilio de Miguel Calabia el

Vivimos en una sociedad tan frívola y secularizada que la pregunta de si existe Dios le resulta indiferente a la mayor parte de la gente. Al menos los ateos de hace cien años trataban de denegar su existencia con vehemencia y se curraban sus argumentos. El ciudadano actual, si acaso se plantea la pregunta, pensará que la respuesta ya la han dado Richard Dawkins y Carl Sagan y que es un no clamoroso.

La línea de pensamiento es más o menos la siguiente: materialismo = ciencia = verdad. Hace siglos, si uno quería estar en la razón invocaba la autoridad de la Biblia y la usaba para sustentar sus argumentos. Ahora lo que se invoca es el paradigma científico, lo que resulta curioso cuando hay tantas cosas sobre las que los propios científicos no se ponen de acuerdo.

La teoría por excelencia que se apoya en el paradigma científico es el materialismo. El materialismo explica todo cuanto hay sobre la base de los principios de la física y de la evolución: todo es materia. La explicación suena un poco insuficiente, cuando la mecánica cuántica nos muestra que las partículas que componen esa materia se comportan de manera muy peculiar, cuando sospechamos que hay una parte de esa materia que no conseguimos detectar y cuando constamos que los objetos,- nosotros mismos incluidos-, estamos hechos más de vacío que de materia.

El materialismo puro y duro, como teoría, parece que se queda corto a la hora de explicar el individuo, la identidad. Para algunos científicos materialistas, la conciencia y la identidad no serían más que el resultado de la actividad de la ínsula, un centro de conexión cerebral con el sistema límbico, que está ubicada en la fisura entre los lóbulos frontal y parietal y el temporal. La ínsula conecta tres centros clave: la corteza cingulada anterior, que regula la realización de tareas y el esfuerzo consciente y dirigido a un fin, es decir, la acción voluntaria. Además se activa junto con la ínsula cuando experimentamos emociones; las percepciones sensoriales y la memoria. Así pues, la ínsula combina las emociones, las percepciones y la memoria, que nos da una sensación de identidad constante que se mantiene en el tiempo. Siendo todo puramente material, lo que somos y lo que hacemos se puede explicar sobre la base de los procesos eléctricos y químicos que ocurren en nuestro cerebro. Casi podría decirse: dame un mapa de tu cerebro y de su química y te diré quién eres y lo que vas a hacer.

Muy vinculado a la teoría materialista de la identidad, está la idea del gen egoísta, cuya aplicación va más dirigida al conjunto de la especie. De manera resumida y simplista se podría concretar en que muchos de nuestros comportamientos,- desde el altruismo hasta el sentido de la justicia-, se pueden interpretar como elementos que hemos incorporado porque proporcionaban ventajas de cara a la supervivencia y a la transmisión de nuestros genes. O sea que, estirando un poco las cosas, podríamos considerar que somos receptáculos de genes, cuya conducta está preordenada para maximizar la transmisión de esos genes a la siguiente generación.

Incluso hay investigadores que piensan que la creencia en Dios o en un ser superior sería un residuo evolutivo. Creer en Dios proporcionaría ventajas evolutivas. A nivel social, si crees en un ser superior que te está vigilando y que aprueba o desaprueba determinados comportamientos, estarás más dispuesto a cooperar con el resto de los miembros de la tribu, también estarás más dispuesto a ayudar a aquéllos compañeros que estén enfermos o que tengan problemas. En resumen, creer en Dios favorece la cohesión y la cooperación del grupo y crea una ventaja evolutiva en relación con las tribus que carecen de esa creencia.

El materialismo presenta una narrativa bien trabada, aunque a mí me deja insatisfecho. Me cuesta reducir la espiritualidad a una mera ventaja evolutiva, como me cuesta aceptar una interpretación puramente materialista del ser humano. Pienso que el materialismo goza en nuestra sociedad del tipo de ventajas que en el pasado gozaba la religión, en el sentido de que es la ideología dominante. Esto supone que se pasen por alto sus fallas o sus incongruencias y que se imponga la carga de la prueba a sus rivales.

Para demostrar la existencia de Dios, lo primero sería definir lo que es Dios y aquí ya tenemos un problema. ¿Qué significa para nosotros el concepto de Dios? ¿Estamos hablando de un Dios personal como el que presentan la Biblia y el Corán? ¿Es el principio universal supremo, la causa de todo lo que existe, el Brahmán del hinduísmo? ¿Es un Ser inmanente al mundo y del que participa todo cuanto existe? ¿Es un Dios ocioso, que se retiró del universo una vez que lo hubo creado? ¿Es el Cosmos mismo, cuya evolución es un intento de autoconocimiento en el que nosotros participamos (sugerencia provocadora de Alan Watts)?

Si Dios existe, el problema es que la distancia ontológica entre Él y nosotros es tan brutal como la que podría haber entre unos hombres de neandertal y un Airbus A-380. ¿Cómo entenderían los hombres de neandertal ese artefacto? ¿Cómo lo explicarían en un lenguaje que seguramente no tuviera palabras como “rueda”, “remache” o “puertas”? La teología cristiana es tan consciente de esta distancia ontológica que llegó a inventar la “teología negativa”.

La teología negativa cree que no podemos conocer la esencia de Dios, porque es infinita y está más allá de nuestras facultades intelectuales. Para aproximarnos al conocimiento de Dios, lo más que podemos es decir lo que no es Dios. Esta actitud queda perfectamente reflejada en el poema “El Dios desconocido” del místico alemán Angelus Silesius: “¡Lo que es Dios no se sabe! No es luz, ni espíritu,/ ni éxtasis, ni el Uno, ni lo que se llama divinidad,/ ni sabiduría, ni intelecto, ni amor, voluntad, bondad,/ ni tampoco cosa, ni no-cosa, no es ser o afecto./ Es lo que yo, tú y toda criatura/ no experimentaremos hasta que no seamos lo que Él es.”

Los místicos darían el paso del último verso del poema de Silesius y buscarían en hacerse uno con Dios. Ése sería el gran objetivo de sus anhelos, que requería muchos esfuerzos de oración y ascetismo. La unión con Dios es algo inefable y que no podrá entender plenamente quien no la haya vivido. Por ello, los místicos debían recurrir a un lenguaje simbólico que no siempre era entendido. La imagen a la que recurren con mayor frecuencia es a la de la unión amorosa. El alma busca a su Amado, que es Dios, y quiere fundirse con él.

Por ejemplo, así describe Santa Teresa de Jesús uno de sus éxtasis: “Veíale en las manos [del ángel] un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios.” Los místicos musulmanes también recurrirían a imágenes parecidas, como en este poema de Mansur Halladj: “Me sorprendo de Ti y de mí/ ¡oh Tú que deseas al deseante!/ Tú me has acercado a Ti,/ al punto que he creído que Tú eras yo/ y me he absorbido en el amor./ Al punto que Tú me has aniquilado en Ti/ ¡Oh, mi felicidad en la vida/ y mi quietud después de mi sepultura!/ En mi lamento y mi confianza/ sólo Tú me acompañas./ ¡Oh, Tú cuyos jardines de signos/ abrazan toda apariencia./ Si yo deseo una cosa,/ Tú eres todo lo que yo deseo.”

A pesar de todo, hubo teólogos a los que ni la teología negativa, ni la vía de los místicos,- sólo al alcance de unos pocos-, les bastaban y que creían que la razón sí que podía servir para al menos demostrar la existencia de Dios. Uno de los primeros que optó por esa vía fue San Anselmo de Canterbury. Su argumentación es la siguiente: Dios es un ser tal, que nada mayor puede ser concebido. El concepto puede existir o bien sólo en nuestra mente, o bien en nuestra mente y en la realidad. Si sólo existiera en nuestra mente, un ser aún mayor, que existiera tanto en nuestra mente como en la realidad, puede ser concebido. Por consiguiente, si concebimos un ser mayor que todo lo existente, éste tiene que existir también en la realidad.

Descartes utilizaría una versión de este argumento. Si yo, que soy limitado, soy capaz de concebir un ser que sea consciente como yo, pero ilimitado (Dios), dicho ser debe de existir y debe de haberme infundido con ese concepto porque lo limitado no puede dar origen a lo ilimitado.

El principal representante de la vía lógica para demostrar la existencia de Dios fue Santo Tomás de Aquino, que no se conformó con una, sino que presentó cinco maneras distintas de demostrar racionalmente la existencia de Dios. La primera y más clara para él tiene que ver con el movimiento de las cosas, que requiere al final la existencia de un primer motor. Sin embargo, voy a comentar más bien la segunda de las vías, la de la causalidad, que a mí me gusta más.

Las cosas son generadas por causas eficientes. Nada puede ser causa eficiente de sí mismo, porque ello implicaría que habría existido antes de llegar a ser, lo que es imposible. Por consiguiente, todo es generado por una causa, que a su vez es generada por otra y así. Esta cadena de causalidad podría seguir alargándose hasta el infinito, lo que no parece verosímil. Es por lo tanto necesario admitir la existencia de una causa eficiente primera, Dios.

Aquí Santo Tomás me parece muy moderno. La teoría mayoritaria sobre el origen del universo es la del Big Bang. Dado que ése fue el momento en el que se crearon el espacio y el tiempo, la pregunta de qué fue lo que generó el Big Bang parecería ociosa. Sencillamente antes del Big Bang no había ni tiempo ni espacio. Resulta curioso que allí donde la respuesta de que Dios creó el Big Bang nos habría dejado tranquilos (he visto preguntar: “Si Dios existe, ¿quién creó a Dios?”, pero curiosamente quienes formulan esa pregunta suelen ser ateos), la idea de un Big Bang como origen de todo, no satisface a muchos que se hacen la siguiente pregunta: ¿y qué había antes del Big Bang? ¿cuál fue su causa? La hipótesis más reciente dice que la causa del Big Bang fue una singularidad cuántica que surgió en el vacío; ese vacío no era un vacío en el que no hay nada, sino un vacío cuántico, que contiene alguna forma de energía. Y es que la teoría cuántica da mucho de sí. Incluso si esta hipótesis se confirmase, aún nos preguntaríamos por qué había un vacio cuántico para empezar. En fin, Santo Tomás ya se había dado cuenta hace casi 800 años de que la cadenas infinitas nos repugnan un poco.

Recapitulando: al menos tres filósofos católicos,- San Anselmo de Canterbury, Santo Tomás de Aquino y Descartes-, han presentado razonamientos lógicos bien trabados en defensa de la existencia de Dios. Sin embargo, no estoy seguro de que nadie se haya convertido despúes de haber reflexionado sobre ellos. Yo mismo no encuentro argumentos para rebatirlos, pero me dejan frío, no me conmueven. Al final son los místicos los que van a tener razón y la única manera de determinar la existencia de Dios pasa por el corazón.

 

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