Hoy anochece antes. Igual que Marías, no he querido saber, pero he sabido. El calendario, intransigente, no perdona. Ahora es tiempo de silencio, tiempo de mudar de piel y volver al color pálido y sutil de las cosas en invierno. Cambio al rumor cetrino de impresora, los horarios, el asunto irresoluto que colea y cicatriza las horas como un devenir pesado.
Se nos cae encima todo. Las pecas que dejamos, el ojo verde y plata, la sal aguada de los niños y las bocas en el aire. El helado marca un surco en el cemento, se ahoga bajo el sol y arrastra un río edulcorado de maíz. No hubo paz en este agosto, como no la hubo ningún otro: los alemanes paseaban en chancletas, y las cabras del vecino bajaban la cabeza, buscando un milagro azul en el suelo ardiente de Mallorca.
Se está pasando el tiempo, este tiempo de silencio, con la certeza de que la niñez se va secando, que a la promesa del verano se llegará con los deberes hechos, la tripa un poco blanda, la historia construida. No podemos sorprendernos si nos vamos a Tailandia, o a Taiwán, con corales doctorados y elefantes que hablan portugués. La magia sucedía en el quiosco, tras la siesta, vestida de farol en las mañanas de espera. Ahora todo es pan, cruz, pan, cruz.
Me crecen los enanos cuando escucho el ruido, los jirones todavía vivos de calor, mis hermanas pequeñas sin un peso en el bolsillo. Van volando al Tíbet en sandalias. Como a las chicas que amé, el pelo les huele a fruta y menta.
No todo es el fin. La edad adulta tiene sus propios alicientes, su afán, su lucha. Pero uno va sabiendo que los veranos que marcan –los que se comentan ya con el pecho canoso, la vida– han pasado o están pasando, y no puede evitar sentir un anticipo de nostalgia. La emoción cede su sitio a un pesar más hondo. Toca apretar los dientes. Ahora es tiempo de silencio.
Vida