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Buenas noches, Burdeos

Buenas noches, Burdeos
Santiago Isla el

 

Le hice una broma a mi prima pequeña antes de salir: voy a Burdeos, como el color, y luego me quedé pensando en que probablemente el color se llamase así por el vino. No lo comprobé en Google. Pillé pista y tiré hacia arriba.

 

Atravesando las Landas –esto sí que lo había buscado en Google, Maps en concreto– me llegó la primera decepción; ya he hablado del óptimo diseño de las autovías francesas, no fue ese el problema, desde luego, sino más bien la cargante monotonía del paisaje: de los robledales nobles del País Vasco pasé a una sucesión interminable de pinos achaparrados, rectilíneos, como cruzando un vivero de extrarradio que dura más o menos 200 kilómetros.

 

Siendo un poco honestos, yo venía a matar al padre: iba con un afán devorador de mi propio mito gabacho, unas ganas tremendas de confirmar que, efectivamente, París no es Francia. Deseaba ver el lado feo de las cosas, la sociedad enferma que narran raperos de origen senegalés a los que no les entiendo ni papa.

 

Precisamente por ello me encantó que a la entrada, junto al río, todo fueran poligonazos industriales. El Garona discurría ancho pero turbio. Dejé el coche en el parking Victor Hugo. Los edificios, estilo Segundo Imperio, estaban descuidados, pidiendo suelo: se empezaban a caer; la calle estaba sucia, ardiente. ¿Era todo esto cierto, o simplemente venía decidido a esquivar la belleza?

 

Contribuyó a mi premeditada masacre el sueño rarísimo en el que se sumen las ciudades no veraniegas en verano. El ambiente era un poco agresivo: hasta hubo un amago de pelea en las orillas de un café, valientemente impedido por una chica que interpuso su cuerpo entre los contendientes. Ya me estaba yo relamiendo de mi serenidad intelectual, mi fría cabecita, cuando entrando en la Place de la Comédie me topé con una escultura de Jaume Plensa, otra niña de ojos cerrados, parecida a la que hay en Colón. Me gustó, me jodió y me puso un poco melancólico.

 

Al final, por mucho que me mueva, mi condición viaja conmigo. Voy arrastrando esas niñas silenciosas por ahí, como las latas de un coche de novios.

 

Gracias Plensa por plantar en un país extranjero mi recuerdo. Hacerme de espejo de este cinismo tontorrón. El viaje va por dentro. Es la mirada que posamos en el mundo. Esto aprendo: hay problemas que no se acaban cruzando una frontera.

Vida
Santiago Isla el

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