Hay un mantra en el mundo del arte que me espanta: para crear hay que sufrir. No es el sufrimiento del trabajo, ni del esfuerzo: es la creencia de que lo mejor de uno mismo va a salir cuanto más hundido esté en su propia miseria. Así, en el mundo de los artistas se suceden los suicidios, las rupturas, la vergüenza y una voluntad casi depresiva de sumirse en lo más sórdido de uno mismo.
A cualquier nivel esto se reproduce. Siempre se ha asociado el genio a la inestabilidad, la agonía, la montaña rusa. Malasaña o Lavapiés están llenos de aspirantes que justifican su infantilidad en nombre de una obra que ni está ni se la espera. Perezón y además condescendencia.
¡Con lo bien que se está a gusto, tapadito con la manta, viendo cómo pasan los dramas de los libros, las pelis, la música, y luego uno puede olvidar lo creado y entregarse a un sueño libre! Y los palos que te da la vida, que ya son, pues se pueden afrontar e incluso canalizar por vía arte. Pero tampoco hay que salir a la calle a buscarlos.
El malditismo, visto desde fuera, siempre mola. Pero esa es la fachada. Por dentro suele haber más de un desahucio.
Cuánta gente guapa, genial y exitosa ha sido miserable. Cuánta. Cuántos entornos se han comido la inestabilidad de un creador que, en el mejor de los casos, produjo uno o dos momentos que pudieran redimirle. Y ni siquiera.
Mi héroe Baudelaire era un parguela que pidió dinero a sus padres hasta el día de su muerte. Un depresivo y un auténtico infeliz. Hemingway, enfrentado a los elementos, se lio a tiros consigo mismo. Larra, el más guapo y francés que hemos tenido, cañón y adiós frente al espejo. Y tantos y tantos otros.
Yo quisiera escribir bien, tan bien como estos hombres, y dejar mi huella en el camino. Pero, sobre todo, yo querría ser feliz. Y sin la excusa del arte.
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