¡Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido!
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Pedro Salinas
Escribir, que es, grosso modo, un acto de exorcización, es también construir una mirada propia desde la que aprehender el mundo. El ojo se educa como ojo reflexivo, un ojo crítico que gobierna ambas realidades, la ficticia y la que todos pisamos, y transita de una a otra con el consiguiente alimento de ambas. Cuanto más se lee y más se escribe, más se sabe y menos se distingue. La vida pasa a ser una trama quijotesca donde se entremezclan molinos con gigantes, donde el eje de lo cotidiano se desvía totalmente hacia un mundo subyacente, mucho más rico y complejo.
La tarea de la creación absorbe todo lo demás y se sitúa en un plano superior. Mis mayores fracasos, el ideal que me desborda, la flor romanticista; todos están subordinados a la labor creadora, la que los justifica o los desacredita, la única que llevará mi nombre cuando lo demás haya muerto ya. Mis actos, los hechos que indudablemente hago y las palabras que indudablemente digo, son puntas de saeta, disparados inconscientemente y apuntando siempre hacia arriba. ¿Vivo yo mi obra o es mi obra la que me vive a mí?
Si adopto esta pose de poeta maldito, ¿colará? ¿Por qué llevo el pelo largo? ¿Por qué todas mis hazañas sentimentales –que son pocas y de final inevitablemente amargo– parecen bosquejos de un cuadro de Friedrich? ¿Es posible –y lo afirmo con voz trémula– que mi vida no la esté viviendo yo? Que mi amor no lo sienta yo, sino Salinas. Que mis breves e inconstantes arrebatos de autodestrucción no sean míos, sino de Baudelaire o Richards. Que las lagrimillas que lloré cuando murió Catherine Barkley las haya llorado ya, al ver morir la noche.
Cada día que pasa me asombro más. Cada día aprendo a leer y a escribir de nuevo. Los desengaños más atroces apenas me resbalan: son una fuente de tinta roja. Me abandono sin remordimientos al pulso creativo, al mordisco de la pluma. He llegado al grado de madurez necesario para perder la cabeza. Para, igual que Goethe, llegar a Roma y exclamar: ¡Al fin, voy a nacer!
Cultura