La entrada a Francia desde Irún es un mosqueo. Te tiras varios kilómetros bordeando el Bidasoa sin terminar de llegar nunca, con carteles que dicen Frantzia y un dechado casi autoparódico del negocio fronterizo: tabacos, gasolina, puticlubs… Lo típico de la era pre Schengen. Es una despedida triste: los locales se amontonan unos contra otros de una manera muy fea, con esa estética cutrona del negocio rápido. Luego pagas un peaje y ya. Al cruzar por fin, las carreteras se ensanchan, los límites de velocidad aumentan (130 km/h) y a un tipo como yo le da la sensación, mientras adelanta camiones, que ha cruzado una frontera metafísica, más allá de la línea de un mapa. Este embobamiento, claro, no se me ha ocurrido a mí solo.
Surco la A63 como un bicho, con Gainsbourg a todo trapo y pensando en mis cosillas.
Los ojos que tenemos son prestados, me digo. Antes de estar en París en plena posesión de mis facultades –llevo, calculo, año y medio en mi versión actual de Santi Isla– ya me había frito el juicio a base de cocktails y cigarrillos con Serge, en la esquina aterciopelada y sucia de un club; había paseado depresivo con ganas de lanzarme al Sena de la mano de Baudelaire; había salido al encuentro casi profético de ese país desencantado y procaz que narra Houellebecq; había, en resumen, estado en muchos sitios antes de pisarlos, y cuando por fin plantaba el pie reconocía el suelo.
Por eso en Biarritz, aparcado el coche, me topo exactamente con lo que espero. No por ello se difumina el placer de la sorpresa. Una ciudad-balneario del siglo XIX, muy mona, de los primeros lugares en los que existieron el verano y las vacaciones; un punto de encuentro de reyes exiliados, nobles decadentes, ricos aburridos, el casino art decó donde a partir de los años 20 iban todos ellos a pulirse la fortuna. Luego el Biarritz de ahora, de surf rubio, porrito, cuerpazo y ausencia de maldad.
Mientras divago cae la tarde. En la Coca Cola que me tomo frente a la Grand Plage flota un pezqueñín de hielo. Pasan los bañistas, hace bueno, nadie lleva mascarilla. Ah, la liberté… Me siento como los que cruzaban a comprar pelis porno en los 60. Cierro los ojos y la musiquilla engolada del francés me va mesando el pelo.
Vida