Ainara LeGardon (Bilbao, 1976) empezó a tocar la guitarra el mismo año que se aprobó la primera —y última— Ley de Propiedad Intelectual de la democracia: 1987. Solo era una niña y aún no sabía que aquellos dos acontecbimientos se convertirían en la piedra angular de su vida.
Hasta ese momento, España todavía se regía por una norma de 1879, una de antes de que los Lumière inventaran el cine o Nikola Tesla asombrara al mundo con la primera retransmisión por radio de la historia. Aunque era obvio que estaba obsoleta, no todo el mundo quería sustituirla. Los fotoperiodistas hasta se plantaron en una rueda de prensa ante el presidente del Gobierno, Felipe González, en señal de protesta. Los escritores, en cambio, se felicitaban por la aplicación del IVA cero sobre los libros. ABC incluía en sus páginas anuncios de seminarios sobre derechos de autor, para «ofrecer soluciones prácticas a los problemas que, con toda seguridad, presentará la aplicación de la nueva ley». Los partidos políticos se enzarzaban en discusiones sobre los puntos más importantes y las multinacionales se convencían de que el nuevo código acabaría con la piratería, pues iba a regular por primera vez soportes como el vídeo, la casete, el vinilo o los sistemas informáticos. «Los 500 millones de unidades que se venden ilegalmente constituyen un grave perjuicio para autores, compositores, artistas y productores, que son robados por ladrones que operan tanto a plena luz del día, como en el más completo silencio», aseguraba a ABC, en abril de aquel año, el presidente de la Federación Internacional de Productores de Fonogramas y Videogramas (IFPI).
Ainara, con 11 años, era ajena a todo este debate y al hecho de que, con aquella nueva legislación, desaparecía el monopolio de la SGAE en la defensa de los derechos de los artistas. «Es cierto que dejó abierta la posibilidad para que se crearan otras entidades gestoras, pero en la práctica no sucedió. Y no digo que sea fácil, ni muchísimo menos, pero creo que una buena parte de la culpa se debe al carácter individualista que hemos tenido los músicos. Ese “voy a seguir a lo mío y no quiero más problemas de los que ya tengo”», critica LeGardon ahora, treinta años después, tras publicar junto a David G. Aristegui su primer libro: «SGAE: el monopolio en decadencia» (Editorial Consonni, 2017).
«Había dado solfeo antes, pero fue en 1987 cuando me di cuenta de que me aburría en las horas del comedor del colegio y me apunté a clases de guitarra dos días por semana. Ahí empezó todo. Todavía sigo en contacto con aquel profesor que me cambió la vida», comenta por teléfono la compositora vasca, en una llamada desde el pequeño pueblo del País Vasco francés de Heleta, momentos antes de marchase al estudio para terminar de grabar, con Xabier Erkizia, su sexto disco en solitario. «Será muy diferente a los anteriores», advierte. Un antiguo compañero de clase le contó hace un tiempo que, con 14 años, ella se le acercó y le dijo: «Voy a ser músico». Ainara no lo recuerda, pero debió ser cierto si tenemos en cuenta que fue entonces cuando formó, «en la onda de Front 242», sus dos primeras bandas. En ambas tocaba el sintetizador. Le encantaba Bauhaus, Depeche Mode y, sobre todo, The Cure: «El grupo que probablemente más he escuchado en mi vida».
Se acuerda perfectamente de la fecha de su primer concierto: 27 de diciembre de 1991. Tenía 15 años. «Éramos un dúo. Yo tocaba el teclado y la guitarra y, por supuesto, fue horroroso». ¿Cómo se llamaba el grupo? «Mmmmm… ¡no!». Se ríe con ganas. ¿En serio? «No, no, no… que es una chorrada». Al final no era tan ridículo: Automaniaks.
Menos de tres años después ya había formado Onion, banda «rollo más guitarrero» que la puso en la carretera. Ella componía los temas y consiguió fichar por Jabalina, grabar cuatro discos y girar fuera y dentro de España, colocando una de sus canciones, «Sick of you», en la banda sonora de «Abre los ojos» (1997), el filme de Alejandro Amenábar. Fue precisamente esta última experiencia la que le hizo estudiar Propiedad Intelectual: «El abogado de la SGAE valoró en 700.000 pesetas la cantidad que debería haber cobrado de la productora de la peli que nunca recibí», recuerda.
—Es una cantidad importante.
—En aquel momento, sobre todo.
—O sea, que te metes en la Propiedad Intelectual a base de palos…
—Sí. No entendía por qué había cedido ciertos derechos que ni siquiera sabía que existían con ese acuerdo. Necesitaba comprender por qué no había firmado ciertas cosas y por qué firmé otras que no debería. Nadie te explica esas cosas al principio. Ese fue el detonante de que comenzara a asistir a talleres para formarme en todo lo referente a los contratos discográficos, editoriales, etc. Fue una necesidad como creadora.
—¿Sentías que perdías el control de tu carrera?
—Sí, con Onion notaba que no podía tomar mis propias decisiones.
—¿Cómo acabó el conflicto con «Abre los ojos»?
—Con 21 años no tenía dinero para pagar a un abogado y acudí al servicio jurídico de la SGAE. Reclamamos esas 700.000 pesetas y, tras un tira y afloja, la productora ofreció una cantidad mucho menor. El abogado me dijo que fuéramos hacia delante, que teníamos todas las de ganar, pero el caso se quedó congelado durante 17 años. Precisamente hasta este verano, que he conseguido encontrar una carta fechada en 1999, en los archivos de SGAE, en la que me comunicaban algo. La carta nunca me llegó. La SGAE me ha pedido perdón por el error cometido entonces. He estado 17 años sin saber cómo estaba realmente el caso y la razón por la que no estaba cobrando los derechos pertinentes.
—A pesar del error, no fue la SGAE quién te engañó.
—No. De hecho fue la SGAE quien me puso sobre aviso al preguntarme por un documento que debería haber firmado, con el que la entidad debía recaudar los derechos de autor en mi nombre. Les expliqué que no existía, porque Jabalina me dijo que no me preocupara, que no era necesario y que ya lo arreglaban ellos con los responsables de la película. Luego descubrí que sí tenía que haber firmado aquel documento, porque si no los derechos se consideran cedidos al productor audiovisual. Me engañaron.
—Teniendo en cuenta que en aquella época aún se vendían discos y el dinero que deberías haber recibido por la banda sonora de «Abre los ojos», podría haber sido el mejor momento de tu carrera económicamente hablando. Sin embargo, parece que no lo fue…
—No. Además, Onion jamás cobró un royalty por la venta de sus discos. Esto es la primera vez que se lo cuento a alguien, pero lo digo en mayúsculas. Nunca cobramos royalties de Jabalina.
—¿Por el contrato que firmasteis?
—No, simplemente porque jamás nos los pagaron. Podríamos haber denunciado al sello y haberlos reclamado por vías legales, pero aquello también nos sirvió para librarnos de un contrato que se había prorrogado automáticamente tres años más, porque no habíamos enviado un burofax a la discográfica con tres meses de antelación antes de la finalización del anterior contrato. Lo desconocíamos. Y como éramos muy amigos, pensamos que con una llamada sería suficiente. Así que, gracias a que se vulneró el contrato por parte de la discográfica por los royalties, quedamos libres. No obstante, tuvimos que pagar todos los honorarios del abogado.
—Nadie nace sabido…
—Claro. El desconocimiento es la condición más vulnerable de los artistas y autores, porque todas las discográficas tienen abogados y conocen muy bien el mecanismo de la industria y el negocio. Pero nosotros no.
—Yo, de hecho, no sabía qué era un editor musical y me ha costado comprender en qué se diferencia su labor de la que realiza un sello o una entidad como la SGAE. [El editor es la persona a la que el músico cede los derechos de reproducción, distribución y comunicación pública de su obra para que este recaude en su nombre por las canciones que son usadas comercialmente por radios, televisiones, películas o marcas. Suele quedarse entre el 20 y el 50% de lo recaudado]
—Pues como tú, el 99% de los músicos. De ahí que guarde la servilleta en la que Carlos Torero [productor y exbatería de Radio Futura] me explicó en un bar de Malasaña, en 1997, lo que era una editorial. La conservo como un momento muy importante para mí, entre las cartas históricas de la SGAE. Por eso ahora me gusta explicárselo a los demás, porque alguien lo hizo por mí en otro momento y estoy agradecida.
—¿Cuántos contratos discográficos has firmado a lo largo de tu carrera?
—Dos. Y fueron suficientes para saber que ese no era mi camino, que por ahí no quería ir.
—¿Ninguno de los dos fue justo?
—El único acuerdo que he considerado justo a lo largo de mi carrera es al que llegué con Aloud Music, en 2010, para coeditar «We once wished» y «Every Minute». Aloud Music es la única discográfica/editorial/empresa de contratación de conciertos que ofrece unos acuerdos justos para artistas y creadores.
—¿Y cómo de justa eres tú ahora con los músicos que te llevas de gira o tocan en tus discos?
—Ser justa, para mí, es fundamental. Actúo casi como si fuera una pequeña empresa. Tanto Rubén [Martínez, bajo] con Héctor [Bardisa, batería] tienen una frase muy divertida que sacan a colación cuando hay que decidir algo: «¿Qué pone en el cartel? ¿Quién paga la factura?». Ellos cobran como músicos de sesión, algunas veces más y otras menos de lo que cobrarían con otros artistas. No tienen ningún gasto conmigo y reciben el mejor trato que puedo darles, al igual que ellos a mí. Si alguien pierde dinero soy yo, ellos nunca. Y ese es el trato que a mí me gusta recibir cuando colaboro en otros proyectos en los que mi nombre no aparece en el cartel. Que estén las cosas muy claras es la mejor manera de mantener una relación profesional y amistosa a largo plazo.
—Desde la época de Onion lo has hecho casi todo dentro de la música. Has tocado en bandas y grabado discos de rock en solitario, has montado un sello (Winslow Lab), te has introducido en el mundo de la improvisación y la experimentación sonora con formaciones como Archipiel, La Criatura o el colectivo maDam, has hecho performance tú sola, has sido programadora en la sala Moby Dick, impartes cursos, asesoras a otros músicos en Propiedad Intelectual, has escrito un libro sobre la SGAE, has sido luthier…
—La compra-venta de instrumentos para repararlos y luego venderlos fue, quizá, el trabajo más voluntarioso y vocacional de todos. Por eso lo dejé tras cinco años. Ser luthier requiere toda tu energía las 24 horas al día. Es como ser médico, algo a lo que no te puedes dedicar como hobby una hora al día o tres horas a la semana. Y también estuve en una distribuidora.
—¿Qué aprendiste ahí?
—Aquello me enseñó mucho sobre cómo funciona la otra cara de la industria y, realmente, lo pasé muy mal. No me gustó nada ese trabajo…
—¿Por qué?
—Siendo yo una artista autoeditada, no me sentía cómoda llevando la música al terreno más comercial y mercantilista. Me di cuenta enseguida y lo dejé a los cinco meses. Desde entonces he intentado sentirme bien con todos mis trabajos, como ocurre con las charlas y las clases sobre Propiedad Intelectual. Es más, no asesoro a empresas, sino a creadores o artistas, a gente que ha vivido las mismas situaciones que yo. Trato de construir un entorno mejor para los músicos.
—En toda esta diversificación laboral dentro de la música, ¿hay también una necesidad económica?
—Son todos trabajos remunerados que hacen que pueda sobrevivir de esto, por supuesto, y que pueda invertir diez meses trabajando en un estudio con Xabi Erkizia para hacer el disco que quiero, al margen de los dictados del mercado. Trato de encontrar un equilibrio entre la creación, la ayuda a otros autores y sacar lo suficiente para poder comer y vivir.
—¿Pero si ahora mismo te faltara alguno de esos trabajos lo pasarías mal para llegar a fin de mes?
—No, porque podría aceptar otros trabajos que he rechazado dentro de las artes escénicas. Aún así, estoy componiendo música para una pieza de danza contemporánea y también para una obra teatral. Hay gente que me dice que podría vivir perfectamente sólo de la consultoría y de los talleres. Y es cierto que podría vivir muy bien de eso, pero dejaría de ser yo y de hacer música. Después de tantos años, estoy en una situación en la que puedo experimentar más en esos otros campos y no quiero dejar de hacerlo.
—¿Qué trabajos has tenido fuera de la música?
—Durante diez años estuve diseñando bisutería para tiendas de artesanía. ¿Qué te parece?
—Poco común para alguien que ha estudiado Químicas…
Sí [risas]. Eso fue de los 18 a los 27 años. De los trabajos que más me gustaban, pero resultó incompatible con la música. Igual que continuar con la carrera, en la que no podía hacer prácticas en ningún laboratorio, porque salía una gira de un mes por Francia y era imposible. Llegó un momento en el que tuve que elegir.
—¿Y más allá de la bisutería?
—Pues no he tenido más trabajos fuera del ámbito musical. No he puesto copas en bares.
—¿A qué edad conseguiste la independencia económica dentro de lo musical?
—¡Uy, muy tarde! Mucho después de empezar a hacer música, pasados los 30, sin duda. Tampoco te podría decir un disco o proyecto concreto, porque no hay hitos en mi trayectoria. Hubo épocas en las que podía y otras en las que no. Además, en 2008 sufrí una lesión muy importante, una rotura de ligamento supraespinoso que hizo que tuviera que dejar de trabajar en la música. No podía tocar y… fue una época en la que lo pasé un poco peor…
—Vamos, que lo pasaste fatal.
—Sí, lo pasé muy mal. No podía tocar ni en casa del dolor que tenía. Pero fíjate que gracias a que había pedido un adelanto de derechos a la SGAE, porque para eso sirven también las entidades de gestión, y a una ayuda de la Sociedad de Artistas Intérpretes o Ejecutantes de España (AIE), pude sobrevivir. Aún así, fueron años complicados. Siempre hay altibajos. Ahora llevo una época en la que trabajo mucho, pero nunca se sabe…
—¿Hasta qué punto los músicos anglosajones que has conocido tienen mayor conciencia de sus derechos que los españoles?
—Cuando trabajábamos en mis dos primeros discos en solitario, Chris Eckman (voz, guitarra y piano de The Walkabouts) me contó que, en Estados Unidos, después de salir del local el primer día de ensayo, lo siguiente que hacen las bandas es buscarse un abogado especialista en Propiedad Intelectual. Allí hay más tradición. Los autores saben enseguida que tienen que buscar asesoramiento, porque el marco jurídico anglosajón es diferente al nuestro, ya que protege más a la obra, al fonograma y a la empresa que lo edita que a los propios autores. Por eso existen un montón de asociaciones de abogados sin ánimo de lucro, como Volunteer Lawyers for the Arts (Abogados voluntarios para el mundo del arte).
—¿Te contó Eckman alguna mala jugada?
—Para que te hagas una idea, me contó que las personas que trabajan en multinacionales como Virgin, que era donde estaba The Walkabouts a mediados de los 90, eran comerciales que venían del mundo de las farmaceúticas. No importaba tanto que supieran de música, como de vender un producto.
—Las noticias sobre la SGAE de los últimos años han demonizado a las entidades de gestión, pero tú no estás en contra de que estas existan.
—Es todavía peor: la mala imagen de la SGAE hace que la gente demonice a las entidades de gestión, lo que hace que se demonice también los derechos de autor y, por último, que se deje de respetar la figura del músico. El libro no es anti-propiedad intelectual, sino todo lo contrario. Es una defensa del empoderamiento de los creadores para que tomen conscientemente sus decisiones, sean las que sean: utilizar licencias libres, ceder solo una de sus obras al dominio público, asociarse a una entidad gestora o firmar con multinacionales. Hay mucho trabajo pedagógico que hacer aún.
—A pesar de las críticas del libro, ¿podrías decirme cosas buenas de la SGAE?
—Sí. La posibilidad de solicitar anticipos de derechos de autor, el trabajo de la Fundación SGAE para frenar desahucios de miembros en riesgo de exclusión social y las diferentes ayudas destinadas a la creación, a la contratación de seguros médicos más baratos o la adquisición de audífonos o gafas, como las que llevo yo ahora puestas. No sé si la gente se entera de estas cosas. También es cierto que esto existe en todas las entidades gestoras, porque la ley exige que el 20% de lo recaudado con el canon digital se destine a estas cosas.
—A pesar de estas bondades, ¿cuánto ha cambiado vuestra imagen de la SGAE durante la realización del libro?
—Bastante y a peor. A medida que íbamos encajando las piezas, la imagen del rompecabezas cada vez nos gustaba menos. Por eso cambiamos el título, de «SGAE: Historia, funcionamiento y alternativas» a «SGAE: el monopolio en decadencia», así que te puedes imaginar.
—Una de las críticas que realizáis es que la SGAE sigue anclada en el pasado.
—Sus formas actuales están basadas en el poder que ha tenido históricamente y en la legislación extraordinaria de la que goza hoy en día. Que durante mucho tiempo estuviera integrada en el sindicato vertical del franquismo y que todos los músicos estuvieran obligados a asociarse a ella, siendo la única entidad gestora de derechos de autor que había en España, ha hecho que la SGAE siempre haya querido perpetuar ese poder histórico.
—¿Por qué la SGAE no cuenta con la tecnología necesaria para controlar el uso real que se hace de la obra de sus socios para que cobren exactamente lo que les corresponde?
—Yo creo que se está evitando, porque en otros países esa tecnología existe desde hace tiempo. La entidad gestora de los derechos de autor en Holanda alcanzó hace mucho tiempo el estándar europeo de eficiencia y transparencia en sus servicios. Allí son capaces de identificar el 98% de la obra de su repertorio que ha sido usada por terceros. Nosotros estamos muy lejos de ese porcentaje.
—¿Por qué se evita desde la SGAE?
—Porque es una forma de engrosar la cantidad de los «derechos pendientes de identificar» [el dinero recaudado por la SGAE que no ha sido distribuido entre sus autores porque no los pueden identificar o porque ni siquiera estos autores se han enterado de que tienen que reclamarlo. En junio, esos derechos pendientes de pago ascendían a 45,5 millones de euros]. La aplicación de tarifas planas mensuales o anuales por disponer de todo el repertorio de la SGAE, en vez de cobrar por el uso efectivo que se hace de la obra de cada socio, provoca que se esté recaudando por música que no pertenece a la entidad o por autores que ni siquiera son miembros. Todo ese dinero pasa a engrosar la cantidad del «pendiente», porque esos autores-no-socios nunca van a reclamarlo. Y como a los cinco años prescribe, pasa a formar parte de los activos de la SGAE.
—Defiendes, por lo tanto, que cada vez que una sala o una radio pinche música de un grupo determinado, este debería cobrar derechos de autor.
—Claro. Lo que ocurre ahora es que un comercial de una empresa de sondeos se pasa cada cierto tiempo por los medios de comunicación para ver qué grupos están pinchando ese día. Luego eso se extrapola al resto del mes. Y, claro, es muy difícil que ese día estén pinchando a Ainara LeGardon.
—A pesar de esto, no todos los autores socios están descontentos con la gestión de la SGAE…
—Está claro que no. La última vez, de hecho, se aprobaron las cuentas. Muchos están muy contentos con la situación actual y con las prácticas que se denuncian en los medios de comunicación. No hay que olvidar que los mayores beneficiados en la trama de la «rueda de la televisiones» [música emitida de madrugada en las cadenas que genera mucho dinero en derechos] son ciertos autores y algunas editoriales a las que no les viene mal que siga así. Otros autores pensamos que la forma en la que se efectúa la recaudación y los repartos no es justa. Antón Reixa dice que «lo que es justo debería ser explicable». El expresidente de la SGAE me contó que, cuando accedió al cargo, le tuvieron que poner 18 veces un power point para explicarle cómo se repartía el dinero de la famosa «rueda» de las televisiones y que, al final, lo entendió con dificultad. Hombre, pues no sé…
—Aunque la Ley de Propiedad Intelectual de 1987 abrió la posibilidad de que hubiera otras entidades de gestión de derechos de autor, ¿por qué en la práctica nunca se llegó a romper el monopolio de la SGAE en lo que a la música se refiere?
—Fuera de la música, la asociación de Derechos de Autor de Medios Audiovisuales (DAMA) lo consiguió mediante una iniciativa del sindicato de guionistas, ALMA, que protestó porque no le gustaba cómo eran tratados estos y cómo se efectuaba el reparto dentro de la SGAE. Sin embargo, el sindicato de músicos no comenzó a gestarse hasta el año pasado. Vamos con mucho retraso. ¿Cómo hubiera podido nacer una entidad hace 20 años? Y tampoco veo cómo hubiera podido surgir una conciencia de clase entre los músicos.
—¿Quieres decir que los culpables son los propios músicos y no la ley?
—No, porque la ley deja abierta esa posibilidad. Y no digo que sea fácil. En DAMA nos contaron la gran cantidad de escollos sufridos por parte de la SGAE. Ekki, la gestora vasca que surgió en 2014, también nos contó el boicot que sufrió y los recursos contencioso-administrativos que les interpusieron, todos desestimados. DAMA tardó cinco años en poder recaudar y repartir entre sus socios. En Ekki, de la que soy socia, está empezando a dar sus primeros pasos ahora. Anari, por ejemplo, solicitó su baja de la SGAE para unirse a Ekki. Es una forma de llevar a cabo ese activismo. Una entidad de gestión no se pone a funcionar de la noche a la mañana sin problemas. En definitiva, creo que, buena parte de la culpa viene del carácter individualista que hemos tenido los músicos.
—¿Y por qué te hiciste tú socia de la SGAE?
—Soy socia desde hace 20 años, lo confieso. Fue de forma inconsciente. Alguien te dice: «¿Vas a grabar un disco, tu maqueta ya suena en el programa “Disco grande” de Radio 3 y empiezas a tocar en festivales como el de Benicàssim? Pues tienes que asociarte a la SGAE para cobrar tus derechos de autor». Y ese «tienes que» no te lo cuestionas con 17 o 18 años.
—¿Has reclamado a la SGAE dinero por derechos que crees que te correspondía?
—Decenas de veces. Los músicos a veces no saben que podemos acceder a la web y reclamar el «pendiente» que se haya podido quedar ahí. Yo tengo la costumbre de reclamar dinero que creo que no me ha llegado. Y si ofrezco algún concierto en salas, festivales o auditorios que sé que pagan a la SGAE y tiempo después no he recibido nada, también. Y tengo que decir que no he tenido problemas en ese sentido.
—¿La independencia total de las entidades de gestión es posible hoy en día como músico?
—Actualmente, reclamar todos los derechos que genera tu obra es imposible, porque la ley dice que algunos de los derechos son de gestión colectiva obligatoria. Es decir, deben ser recaudados y repartidos a través de entidades gestoras y un autor no puede reclamarlos individualmente. Al igual que las tarifas planas de la SGAE, que convierten otros derechos que en teoría pueden reclamarse individualmente, en derechos de gestión colectiva obligatoria. Y hay muchas zancadillas a la autogestión. Por ejemplo, la Asociación Europea de Festivales aconseja a sus miembros que no contraten a artistas que no pertenezcan a una entidad de gestión. Eso es lo que consiguen los monopolios.
—Unos monopolios que, por cierto, tampoco se han visto afectados por la revolución de internet.
—Eso es. Los intermediarios son diferentes, pero en la industria musical siguen existiendo. Las plataformas de streaming se están convirtiendo en un nuevo monopolio. Están siendo compradas unas por otras. Las tres principales multinacionales discográficas tienen la mayoría de las acciones de las principales plataformas. Y aquel mito de que internet elimina intermediarios, en lo que respecta de la distribución de música es mentira.
—Pero también estás en Spotify.
—Spotify abusa de los músicos como abusan otras plataformas, las discográficas y muchas editoriales. Si no fuera por la difusión, no tendría ninguna razón para estar ahí. En 2015 cobré de esta plataforma menos de 12 euros. Y de YouTube, nada.
—¿Es imposible, por lo tanto, conseguir una industria musical más justa y menos precaria para la gran mayoría de músicos?
—Es una batalla muy difícil que ha de librarse en los despachos y que debe tener un componente político muy fuerte. Además, si la que representa a los autores es la SGAE, no se va a conseguir nada en este sentido.
—Y eso que Sinesio Delgado y los hermanos Álvarez Quintero impulsaron la Sociedad de Autores Españoles (SAE) en 1899, precursora de la SGAE, para romper el monopolio que tenía el empresario Florencio Fiscowich sobre gran parte del repertorio musical español.
—Cuando cuento que la SGAE surge como la voluntad de autogestión de los creadores frente al monopolio de Fiscowich, la gente se queda anonadada. ¿Qué ha funcionado mal para que, a día de hoy, la SGAE sea una herramienta que no permita la autogestión? Es ridículo que yo, Ainara LeGardon, tenga que pagarles por los derechos de mis fonogramas, para que luego me paguen a mí como autora por esos mismos derechos, pero quedándote con el 15% por el camino.
—Llegados a este punto, ¿prefieres que la SGAE se redefina o que desaparezca?
—Hay que redefinirla, desde luego, pero para eso primero tiene que desaparecer, como me comentó el mismo Antón Reixa hasta en tres ocasiones: «Para que la gente respete los derechos de autor, la SGAE debe desaparecer». Defendía su refundación y me confesó que, cuando fue nombrado presidente, intentó cambiarle el nombre como lavado de cara, pero que le fue imposible hacerlo. Yo no creo que la SGAE se pueda regenerar, dada la podredumbre que existe en su estructura. En lo que sí tengo esperanzas es en la creación de otras entidades como Ekki, que otorgan más poder a los autores. Esta entidad viene a decir: «Mientras tú, autor y asociado, no me digas que vaya a cobrarle a esta radio o este festival, yo no voy. Tienes que ser tú quien esté al tanto, quien tome conciencia y control de tus derechos». Pero no todos están dispuestos a asumir tanta responsabilidad.
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