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Blogs Un poco de silencio, por favor... por Israel Viana

Lidia Damunt: «Siempre he querido dejar la música»

Lidia Damunt: «Siempre he querido dejar la música»
Lidia Damunt acaba de publicar «Telepatía» (Tornima, 2016), su quinto disco en solitario / Emma Croona
Israel Viana el

La Manga, Murcia, Mojacar, Madrid, Malmö, Skällinge y Varberg. Desde que Lidia Damunt comenzó a mudarse de casa hace más de veinte años, hasta acabar en esta última y pequeña ciudad costera del norte de Suecia, su guitarra siempre la ha acompañado. «¡Hombre, claro! Va conmigo a todos los lados. Siempre me he considerado músico, independientemente de que haya ganado dinero o no, o de que haya tenido otros trabajillos. Eso es lo hago», asegura al otro lado del teléfono, a más de 2.700 kilómetros de distancia.

Fechas de la gira de Lidia Damunt

Desde La Castanya —que organiza su próxima gira por España— no la habían avisado de que la entrevista sería larga, pero aguanta con estoicismo la chapa. «Tu haz las preguntas que quieras, que yo tengo tiempo. Si luego, donde dije digo, digo Diego», comenta con amabilidad, a pesar de que el cuestionario ya ha superado la hora. Dice que tiene hasta las 14.00 y todavía son las 13.00, pero el tiempo pasa volando (por lo menos para mí) entre el bombardeo de porqués, cuándos y cómos que le lanzo y sus sencillos «pues porque sí», «no sé, me gustaba así», «nos parecía guay», «eso no me molaba, sin más» o «supongo que quiero hacer las cosas a mi manera». Así de simple. No hay que darle muchas vueltas. «A los 16 años monté mi primer grupo y, desde entonces, la música siempre ha sido mi primera ocupación. Nunca he tenido un trabajo normal, de 9.00 a 17.00 horas. Primero, porque no me iban a coger [risas], y, segundo, porque no lo deseo», reconoce.

Tenía 19 años cuando grabó su primer sencillo con Hello Cuca, el grupo que montó en 1997 con su hermana Mabel y Alfonso Melero, mientras estudiaba en Murcia. En él dieron rienda suelta a toda su pasión por el movimiento Riot Grrrl, al que se engancharon a base de encargar singles de grupos como Pussycat Trash a Inglaterra o cartearse con otras chicas al otro lado del Atlántico. Se intercambiaban casetes y se mandaban sus respectivos fanzines. El de las Damunt se llamaba «Miau», que comenzaron a hacer porque en su entorno no había ninguno. Querían escribir sobre todo lo que no podían leer en las revistas de chicas o de música que había en su quiosco habitual.

En esos años, tan pronto se las podía ver felices girando con Los Fresones Rebeldes como flipando con Make-Up, Bikini Kill o Minor Threat. «Yo creo que Hello Cuca era un grupo atípico. Siempre estuvimos en tierra de nadie, haciendo cosas con diferentes escenas», recuerda la cantautora sobre aquella época en la que muy pocos grupos en España se autoeditaban sus discos. Ellos, sin embargo, no conocieron otra forma de hacer las cosas. Jamás enviaron una maqueta a una discográfica por muy independiente que fuera. «Pasábamos tres pueblos de eso». Y cuando Hello Cuca se hizo un poco más conocido y Subterfuge quiso ficharles, rechazaron la oferta sin tan siquiera escuchar las condiciones. «¡Uy, no, no, qué va! Es que no nos interesaba nada», insiste la pequeña de las Damunt, de 39 años, que en noviembre publicó su quinto disco en solitario: «Telepatía». Un nuevo compendio de country y folk con regusto a punk que nos ha regalado —como siempre— bajo el paraguas de propio sello: Tormina Records.

—¿Cómo acabaste en Suecia?

—La vida… No tuvo nada que ver con la música. Cuando me fui a vivir a Madrid para empezar mi carrera en solitario conocí a mi mujer, que es sueca. En 2009 decidimos venirnos aquí a probar. Intenté seguir con las canciones e, incluso, monté algún grupo, pero ahora solo mantengo mi proyecto en solitario.

—¿Consigues sobrevivir con él?

—¡Sí, sí! Bueno, alguna vez he tenido que echar mano de otro trabajo. Hace unos años, por ejemplo, echaba horas extras en un centro de autistas haciendo con ellos actividades relacionadas con la música. Era una especie de trabajo social. Recuerdo a una chica que se pasaba el día viendo videoclips en YouTube y a un chico que tenía una caja de ritmos. Yo les ayudaba y trataba de estimularles un poco. Pero, oye, ahora soy ama de casa y tengo dos hijas de las que ocuparme. Más allá de eso, no trabajo en nada más que la música.

—Pues es un mérito…

—Bueno, cuando formé mi primer grupo aquí tocábamos mucho. No nos iba mal, a pesar de lo difícil que es vivir de la música en Suecia. Con el formato de cantautora solista es un poco más fácil. Si toco al mes unas cuantas veces puedo ir ganando algo de pasta. Tengo temporadas en que vivo de la música y otras en las que no vivo solo de ella. Pero, vamos, soy autónoma y tengo mi empresa, Tormina Records. Entre una cosa y otra, voy sacando.

—El sustento son los conciertos.

—Sí. Los discos que vendo son para recuperar la inversión de la grabación. También saco de las camisetas y demás cosas que vendo en los conciertos. Llevo mil años y sé que es difícil, por eso ahora estoy intentado tocar más. En esta gira voy, por ejemplo, a sitios donde no he actuado jamás. Y repito, soy ama de casa también. Ahora soy yo quien tiene que estar más con las niñas, llevarlas a la guardería y todo eso.

—¿Y necesitas escapar a menudo para no agobiarte?

—Llevo ya nueve años en Suecia y llega un momento en que me cansa. Me viene muy bien irme de gira a España de vez en cuando. Me despejo bastante y como comida rica, pero teniendo familia tampoco puedo hacer mucho.

—¿Te preocupaba el tema musical cuando te mudaste a un sitio tan diferente como Mälmo?

—No. Me fui impulsivamente, sin pensar mucho. Me daba igual tocar o no. Con el tiempo comencé a echarlo de menos. Me preguntaba: «¿Y ahora que voy a hacer?». Pasaron tres años en los que, después de irme de mi contexto habitual, me costó coger el rollo de ponerme a hacer canciones otra vez, hasta que en 2012 grabé «Vigila el fuego».

—Como dices en tu último disco, «Mi guitarra es una máquina de matar el tiempo».

—Exacto. Antes de venir aquí, cuando estaba todo el día tocando por ahí, pensaba: «¡Vaya desastre soy, estoy perdiendo el tiempo con todo esto!». Muchas veces me decía: «Venga, a ver si dejo la música de una vez». En el fondo siempre he querido dejarla para hacer una oposición o algo así. Tenía ese sentimiento de que la música era una tontería, que tenía que pasar de ella. Cuando me hice mayor y tuve a mis dos hijas, me di cuenta de que me equivocaba y de que eso era mi vida. Así que tengo que seguir y ya está. No sé por qué siempre he querido negarlo. Por eso ahora me lo tomo más en serio.

—¿Te costó mucho conocer a gente afín en Suecia que estuviera relacionada con la música o que montara bandas, como la que pudieras conocer en España?

—Siempre he tendido a aislarme de esas cosas, incluso en España. No sé por qué, pero no me rodeaba de miles de amigos músicos. El primer grupo que monté en Suecia no acabó de funcionar. Luego hice un disco en solitario y, después, estuve en otra banda varios años: Arre! Arre! Participaba en las composiciones, pero no quise cantar. Al final no me pareció la pera. Supongo que siempre he querido hacer las cosas a mi manera y sola tengo más libertad. Ellas aún siguen.

—Para querer dejar la música siempre has estado metida en bastantes cosas…

—Ya, en realidad sí que he hecho cosas.

—¿Qué edad tienen tus hijas?

—Cinco y tres años.

—¿Les gusta que les toques la guitarra?

—Les gusta el tema de «La caja», de mi último disco, aunque prefieren las canciones infantiles. Lo cierto es que no me dejan tocar mucho. Cuando me ven con la guitarra a mi bola se quejan, quieren que les haga caso, claro. No son muy fan mías [risas]. Ahora, si estoy con ellas, paso de la guitarra. Además, yo no soy de esas madres que piensan que sus hijos pequeños pueden ir a un concierto indie por la mañana, porque no lo entienden. Necesitan canciones más sencillas.

—¿Nunca te las has llevado de gira, aunque sea a una pequeña?

—¡Sólo me faltaba eso! Se quedan con mi mujer o en la guardería. Si me acompañara la familia no podría vivir de la música.

—¿Cuándo empezaste a comprar música?

—En La Manga no había tiendas de discos, pero recuerdo un viaje con mis padres a El Corte Inglés de Murcia. Mis hermanas y yo nos acercamos a la sección de casetes para comprar cintas de grupos heavy, como Helloween, pero la dependienta le advirtió a mí madre que eso no era para niñas. Al final Cuca se llevó una de Madonna, Mabel una de Whitney Houston (se notaba que ya era la que mejor gusto tenía) y yo una de George Michael. Eso fue lo primero que compré. Al tener parabólica, pronto empezamos a descubrir bandas más alternativas en la MTV. En el colegio ya me gustaban los Surfin’ Bichos. Fue ahí, con 12 años, cuando me compré mi primera guitarra. Recuerdo hacerme con una cinta del Discoplay [revista musical que se publicó en España de 1982 a 2007] con lecciones para aprender a tocarla. Aconsejaban escuchar blues e improvisar notas encima.

—¿Tuviste los típicos prejuicios musicales?

—Una vez escribí a la revista «Smash Hits», porque una chica había mandado una carta rajando de Mecano, que en el colegio me gustaba. Se empeñaba en meterlos en el mismo saco que Terapia Nacional, Modestia Aparte y Hombres G y, después, aseguraba que lo mejor era el hip hop por sus letras políticas. Yo le dije que no comparara a estos grupos, porque Mecano también tenía letras políticas y sociales, como «El blues del esclavo» o «Mujer contra mujer». Con esto quiero decir que en esa época ya tenía muy claro lo que me gustaba y lo que no. Los prejuicios llegaron más tarde, cuando empecé a escuchar punk, hardcore y música del movimiento Riot Grrrl. Grupos como Minor Threat y todo eso. Si en esos momentos escuchaba a una banda de pop, techno-pop o indie, pensaba… ¡puf! Pero más adelante me empezaron a gustar.

—¿Algún grupo que rechazaras por prejuicios de adolescente y que hayas descubierto de mayor?

—Recuerdo que de pequeña no podía ni ver a Bruce Springsteen. Me moría de asco solo de escuchar su voz, hasta que hace un tiempo me puse su disco «Darkness On The Edge Of Town» y me gustó mucho.

—¿Eras de las que odiaba a Los Planetas o de las que te encantaban?

—No era muy fan, pero tampoco los odiaba. Simplemente estaba metida en otras cosas. Era muy de los Surfin’ Bichos. Después no he sido muy anti-cosas.

—¿Por qué no barajó Hello Cuca otra opción que no fuera la autoedición?

—Nos hacía ilusión hacerlo así, sin más. Queríamos crear un contexto lo más afín posible a las bandas que admirábamos y, además, en las escenas que conocíamos no vimos a ningún grupo con el que nos sintiéramos cercanos. Así que nos gustó hacerlo todo nosotras, a nuestra manera.

—Pero había un montón de sellos de los que llamaban independientes en los que Hello Cuca podía haber encajado: Elefant, Mushroom Pillow, Acuarela, Javalina, Grabaciones en el Mar, Subterfuge…

—Muchos de esos sellos eran más pop. Pero lo principal era que queríamos hacerlo nosotras de la misma forma que hacíamos el fanzine. No queríamos estar en ninguno de esos sellos. Realmente nos gustaba la autoedición y, cuando nos llamó Subterfuge, inmediatamente le dijimos que no nos interesaba.

—¿Conseguisteis que fuera rentable?

—Qué va. Tocábamos mucho, pero tampoco es que ganáramos demasiado dinero. Lo hacíamos por gusto. En las giras que hicimos por Inglaterra o Estados Unidos, donde tocamos con French Toast, el otro grupo de James Canty, el de Make-Up, sacábamos para pagarnos el viaje. Pero vamos… ya sabíamos que no íbamos a ganar dinero. Simplemente nos encantaba hacerlo.

—Conocerías a algunos de tus ídolos. ¿Tendían a decepcionarte?

—Lo cierto es que nunca he sido de tener muchos ídolos. Y creo que eso es bueno, porque tienden, efectivamente, a decepcionarte. Cuando tocamos con Le Tigre, por ejemplo, no fue el mejor momento para conocer a Kathleen Hanna. Estaba resfriada y de mal humor. Fue un poco bluf, porque hicimos algún sacrificio para ir a tocar con ellas. De todas formas hay que decir que los ídolos también tienen derecho a tener un mal día. Una sorpresa positiva fue Make-Up. Los cuatro me parecieron maravillosos, de película, muy inspiradores. Y estuvimos durmiendo varias noches en casa de Tobi Vail, el batería de Bikini Kill, que fue majísimo.

—Perdiste todo eso cuando se acabó Hello Cuca. ¿Fue duro empezar a tocar sola?

—Al principio me tenía que beber tres cervezas para poder relajarme. En un momento dado me di cuenta de que todos los conciertos llevaba un pedal importante, así que me dije: «¡Bueno, a ver, qué pasa!». Y no es que me diera vergüenza tocar, sino que tenía miedo al silencio entre una canción y otra. Con el tiempo lo fui controlándolo y ahora estoy relajada.

—¿Te has atrevido a girar sola por Suecia?

—Con Arre! Arre! di conciertos, pero como Lidia Damunt aún no me he lanzado. Me han ofrecido tocar en algún sitio, como aquella especie de convención de músicas del mundo en Mälmo, junto a otros grupos. Pero para mí el contexto es muy importante y no me apeteció. Supongo que tengo que romper mis prejuicios y probar, pero de momento sólo pienso… ¿para qué? Además tengo un rollo con el idioma, porque me he dado cuenta de que para mí la música no es solo música. También quiero transmitir cosas con las palabras, y si la gente no entiende nada de lo que canto… ¡puf! No sé… algún día lo haré.

—Dinos igualmente algunos artistas suecos que debamos escuchar, aunque no entendamos lo que dicen.

—Hay un cantautor que ya está muerto, pero que a mí me gusta mucho: Ted Gärdestad. Y una de ahora que me encanta es Frida Hyvönrn. La estuve viendo en concierto hace poco y fue muy guay.

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