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NOS PASAMOS DE LA RAYA

La Beira Baixa portuguesa nos ofrece lugares que hasta hace poco estaban escondidos, impresionantes paisajes, historia, gastronomía... a poco más de tres horas de Madrid

NOS PASAMOS DE LA RAYA
Piscina del hotel Fonte Santa en Monfortinho, Portugal. Las colinas del fondo están en territorio español // P. ARCOS
F. Pastrano el

A poco más de tres horas de Madrid (depende de como se pise el acelerador), tras pasar por Talavera (la de la Reina y la cerámica), Navalmoral (la de la Mata) y Coria (la del bufón de Velázquez), llegamos a Monfortinho, uno de los Mons Fortis de la Península Ibérica. Pura Extremadura en tierras portuguesas del distrito de Castelo Branco, en la orilla derecha del río Erjas, única referencia visible de la frontera entre los dos países, o como lo llaman aquí con esa socarronería propia de los habitantes de la Beira Baixa: La Raya.
Con solo cruzar el Ponte de Segura sobre este pequeño río tributario del Tajo ya estamos en Portugal. Pasamos la Raya.
El principal atractivo de la zona son las Termas de Monfortinho, unos baños de origen romano que más tarde, en el s.XVIII, se pusieron de moda entre los cortesanos del Infante Don Francisco que, rasca que rasca, tomaban baños aquí después de las cacerías para tratarse el rabugem, una especie de sarna canina.
Aguas medicinales hiposalinas (bajas en sales) y de elevado contenido de silicio y anhídrido carbónico, que proceden de la cercana sierra de Penha García, con un pH de 5,45, ideales para tratar los problemas cutáneos, hepáticos, biliares, intestinales, reumáticos y las alergias respiratorias. Vamos, algo así como un bálsamo de Fierabrás licuado. Su versión de mesa, para beber en las comidas, son las aguas minerales embotelladas por Aguas Do Vimeiro, que podemos encontrar en el hotel.

Vestíbulo de las Termas de Monfortino // P. ARCOS

Entre los muchos tratamientos disponibles en las termas está el que dura 90 minutos y consta de un hidromasaje (jacuzzi profesional), ducha Vichy (chorros de agua caliente y fría) con frotaciones a cuatro manos (normalmente de dos masajistas), ducha escocesa (manguerazos contra la pared) y vaporización final (happy end de lo más púdico).
Hoy, el hotel Fonte Santa, un cuatro estrellas inaugurado en 2005, ofrece tranquilidad en plena naturaleza y una gran piscina desde la que se divisa el cerro del Castillo de las Moreras, ya en tierras españolas. Desde aquí podemos salir en vehículos todoterreno para llegar a la cercana Herdade Vale Feitoso, que fuera una finca de caza mayor de más de 7.000 hectáreas y hoy es escenario habitual de safaris fotográficos. Tras la Revolución de los Claveles (1974) esta finca fue confiscada y se añadieron nuevos animales, pero hoy a vuelto a manos privadas. Con suerte (y dándonos un buen madrugón) podremos ver gamos, ciervos, jabalíes, muflones traídos de Córcega, conejos, liebres, lagartos ocelados, perdices, buitres… Con suerte.
Además del restaurante del hotel, el Papa Figos, otra buena opción para almorzar, y mejor aún para cenar en estos tiempos de canícula, es el cercano Club de Tiro donde bordan el Bacalhau à Brás (bacalao dorado) y la especialidad de la casa, el Bacalhau na Telha (bacalao servido en una teja).

Capilla de San Pedro de Vir-à-Corça, escenario de historias para no dormir de monjes templarios y eremitas // P. ARCOS

A 25 km. por la N239, llegamos a la base del peñasco sobre el que se encarama el pueblo de Monsanto. Aquí, en un bosque de encinas, alcornoques y quejigos se esconde la capilla de San Pedro de Vir-à-Corça, una construcción románica de granito, como las rocas que salpican el paisaje, que data del siglo XIII.
Fantástica visión de este sencillo edificio sobre todo en la hora crepuscular. Fachada limpia con una puerta en arco de medio punto y un rosetón con una estrella calada. Interior también austero con una sola nave con tres espacios señalados con cuatro columnas con capiteles jónicos. En el suelo se ven claramente las losas de dos tumbas, así como otras en el exterior, donde un campanario sobre una roca indica la presencia de un camposanto.
Y si es enigmático lo que vemos, aún lo es más lo que está oculto pero de alguna forma se percibe, las leyendas que rodean el lugar en el que una acertada iluminación eléctrica hace que surjan los fantasmas de la sombras cuando oscurece. Tuvimos la suerte de llegar allí en el solsticio de verano, la noche más corta del año, y escuchar el “Prégão das Almas”, en el que nos contaron historias para no dormir de monjes templarios y eremitas. Una dice que uno de esos anacoretas que vivía en una de las pequeñas cuevas de la zona salvó de las garras de los demonios a un recién nacido que el maligno había arrebatado a su madre, y que lo mantuvo con vida gracias a que una corza (en algunas versiones dicen que una coneja) bajaba como una loba capitolina a amamantarlo todos los días.

Monsanto, donde muchos tejados de las casas son enormes rocas // DIEGO J. CASILLAS TORRES

Desde la capilla vemos el pueblo de Monsanto allá arriba sobre una empinada colina granítica de 400 metros de altura llamada Cabeço de Monsanto. Subir a pie lleva una hora, en coche, cinco minutos. Sea como fuere, el viajero tiene que subir, o si no se perderá lo mejor de la zona.
Es un pueblo pequeño (no llega a mil habitantes) que surgió al abrigo de un castillo construido en el siglo XIII por los templarios, que como se ve eran los dueños y señores de estas tierras. En tiempos de la Reconquista de la Península Ibérica, los campos que rodean la colina fueron entregados a la Orden del Temple para que repoblaran la zona y afianzaran en ella la fe católica. Primero junto a la fortaleza y luego colina abajo fueron surgiendo las casas. Muchas de ellas aprovechaban las numerosas cuevas naturales, otras, como la llamada “Casa de Uma Só Telha” (Casa de una sola teja), se construyeron bajo enormes rocas de granito, este puede que pese unas 2.500 toneladas, de tal manera que parece que la va a aplastar de un momento a otro. Es la más famosa y fotografiada, pero hay otras que funcionan como viviendas, como tiendas y como bares.
En 1938 Monsanto ganó el concurso nacional que buscaba la aldea “más portuguesa” del país. Como premio, recibió un gallo de plata cuya réplica la podemos ver en la veleta de la Torre de Lucano o Torre del Reloj. El certamen no se volvió a repetir, así que Monsanto es la única Villa Más Portuguesa de la historia.

Las Puertas de Rodao, desfiladero formado en un estrechamiento del río Tajo // P. ARCOS

El río Erjas, el que pasa por Monfortinho, desemboca en el Tajo y es en éste donde se encuentran las Puertas de Rodao, concretamente entre los municipios de Vila Velha de Rodao y Nisa. Se trata de un estrechamiento del cauce que llega a medir solo 45 metros de ancho y forma un desfiladero de rocas de cuarzo de 170 metros de altura. Estas puertas naturales se formaron hace 400 millones de años y en 2009 fueron declaradas Monumento Natural.
Aquí en su día los romanos extrajeron oro, y en la margen derecha del río, Wamba, el último rey visigodo, construyó uno de sus castillos. También por aquí pasaron las tropas francesas y españolas en 1807.
Acantilados en los que crece el brezo, el romero, el junípero (enebro) y la escoba (retama), y por cuyos cielos se pasean muchos buitres leonados (grifos) y algunas especies amenazadas como la cigüeña negra, el alimoche, o el búho real.
Como mejor se contempla esta maravilla natural es navegando por el río. Y lo podemos hacer en barcos de recreo que salen de Vila Velha mientras comemos un almuerzo a base de pescados de agua dulce: barbo, trucha, perca y lucioperca.

La torre vigía de la Sierra das Talhadas recuerda a una pagoda oriental // P. ARCOS

Viajamos un poco hacia el interior de Portugal y llegamos al municipio de Proença-a-Nova. Aquí se encuentra la Torre vigía de la Sierra das Talhadas, del reconocido arquitecto portugués Álvaro Siza Vieira (1933), Premio Nacional de Arquitectura de España en 2019. Se ve desde lejos pues se alza sobre una montaña de 614 metros.
Es una estructura de acero que recuerda a una pagoda oriental, de 16 metros de altura repartidos en cuatro pisos con suelos transparentes. ¡Ojo quien sufra de vértigo! Inaugurada en junio de 2021 como parte de un ambicioso proyecto para promocionar el turismo en esta zona, conjuga sabiamente la utilidad de una atalaya de observación con la estética más vanguardista. Desde arriba se divisan los pinares cercanos que parecen una alfombra de césped por la que transcurre la vía ferrata más larga de Portugal (1.600 m.) que acaba en el Miradouro dos Carregais.
Otro atractivo de la zona es la playa fluvial del río Froia en Proença-a-Nova. Una de las zonas de baño de agua dulce más populares del centro de Portugal.

Casas de pizarra en Figuerira // P. ARCOS

Solo a 5 km. nos encontramos con una de las sorpresas más interesantes de este viaje, Figueira, una de las Aldeias do Xisto (Aldeas de Pizarra), una red de 27 pequeños pueblos que constituyen un auténtico tesoro escondido entre Coimbra y Castelo Branco. Lugares muy pequeños y hasta hace poco olvidados, que recuerdan en cierto sentido a las Hurdes cacereñas o incluso a los pueblos negros de Guadalajara.
Rodeada de olivos, el “oro verde” que fue el motor de la zona en el siglo XVII; de higueras (de ahí su nombre) y de algunos naranjos, Figueira es un laberinto de callejuelas solitarias en un espacio alargado y plano, sin cuestas, fácil de recorrer por cualquiera, al que se accede tras liberar una cancela que se cerraba todas las noches para impedir que entrasen los lobos. En el centro hay un horno comunitario de principios del siglo XX, hoy recuperado y en activo. El turista no necesita indicaciones para llegar hasta él, basta con que se guíe por el olfato, como en los dibujos animados.

Joana Pereira en el restaurante Casa Ti’ Augusta de Figueira // P. ARCOS

Nos cuentan que solo tiene cinco habitantes, y no lo dudamos. Una soledad casi total le da el aspecto de un escenario cinematográfico a la espera de que lleguen los equipos de filmación de una serie. Sería interesante recuperar también a sus habitantes, con sus oficios y quehaceres, para que Figueira volviese a tener vida.
De momento la mayor parte del impulso vital del pueblo lo encarna, ¡y de qué manera!, la inefable Joana Pereira, alma máter del único restaurante de la localidad, Casa Ti’ Augusta. Igual te hace de cicerone desenfadado del pueblo, que te explica con decisión los platos del restaurante o posa como nadie para un selfie.
Local rústico con una cocina a la altura de la expectativas, que casi siempre gira en torno al cabrito. Cabrito al horno, maranho (morcilla blanca de cabra), plagio (vejiga de cabra rellena de cerdo), enchidos (embutidos) tradicionales, ensopado (ragut) de cabrito… Y de postre tigelada, un pudin de huevos, harina y azúcar. Todo ello con un tinto local Monte Barbo, a base de la uva touriga nacional que se da muy bien en estos suelos de exquisto.
Platos contundentes, auténticos, sin concesiones a la galería de las fusiones, creados por los chefs Lúcia Matias y Rodrigo Castelo.

Rúa da Misericordia en la judería de Castelo Branco // P. ARCOS

La ciudad de Castelo Branco (56.000 habitantes) es la capital de la Beira Baixa. Debe su nombre y buena parte de su historia a la ciudadela que debió de ser blanca, o al menos parecerlo, y que los templarios (siempre los templarios) construyeron en el siglo XIII. Hoy queda muy poco de ella, fue arrasada en la Guerra de la Restauración (1640) y rematada dos siglos después durante la invasión francesa. Desde sus ruinas se tiene una de las mejores vistas de la ciudad.
Bajando por la Rúa do Mercado llegamos a la Judería. Calles con nombres gremiales: Oleiros, Peleteiros… casas del siglo XVI. A partir de 1500 en Castelo Branco fueron acogidos muchos de los judíos expulsados de España. En el número 12 de la Rua da Misericordia se cree que estuvo la sinagoga.
Otra de las sorpresas que nos da la ciudad es el museo dedicado a Manuel Cargaleiro (1927), gran ceramista y pintor local que vive y trabaja en Francia. De su categoría hablan en la entrada “Reflejos de París”, un óleo sobre tabla de madera de 2009. En el interior muchas otras obras, entre ellas sus muy personales estructuras urbanas, oníricas y neblinosas.
El Museo del Bordado exhibe trabajos con hilo de seda sobre paño de lino, herencia oriental que llegó a Portugal a través de los árabes y de las colonias asiáticas con Macao a la cabeza. El llamado “punto de Castelo Branco” o “Ponto a frouxo” es un tipo de bordado característico de esta ciudad, que tiene su máximo esplendor en las colchas. En su Centro de Interpretación podemos ver ejemplares históricos y bordadoras actuales manejando con destreza la aguja.

Jardín del Palacio Episcopal de Castelo Branco // P. ARCOS

Pero si hay un lugar que no te debes perder en Castelo Branco es el Jardín del Palacio Episcopal (Rúa Bartolomeu da Costa 5). Este parque de estilo barroco italiano está formado por un laberinto de setos de boj, árboles, algunos de especies raras, escalinatas, fuentes, estanques… hasta completar más de 5.000 m².
Estatuas, muchas estatuas, casi todas de granito. Apóstoles, evangelistas, santos, arcángeles, virtudes cardinales, virtudes teologales, signos del zodiaco, continentes del mundo… y actividades como la caza, que en portugués se escribe “caça”, lo que parece regocijar a muchos españoles que se fotografían junto a ella.
Otra curiosidad: junto a las estatuas de los reyes de Portugal hay otras de los reyes españoles de tamaño notoriamente más pequeño. Así Juan II (O Principe Perfeito) parece el hermano mayor de Felipe I (El Hermoso).
Fue el obispo de Guarda, D. João de Mendonça (1711-1736), quien mandó que se construyera este jardín, y dicen que aquí se divertía de lo lindo. La guía nos enseña el rellano en el que confluyen dos tramos de una escalera de piedra. Nada extraño hasta que de repente surgen del suelo unos chorritos de agua que recuerdan a las fuentes urbanas en las que se solazan los niños los días de más calor. ¿Qué había pasado? Pues que la propia guía había pisado un pedal oculto entre unos setos que ponía en marcha la ducha invertida. Esto mismo, nos dice, lo hacía el obispo cuando pasaba por encima alguna dama a la que mojaba las faldas. Juguetón él. Pero no nos aclara si las señoras se las quitaban inmediatamente para que se secasen.
Mientras miramos estas escaleras churriguerescas nos parece ver a su ilustrísima correteando por ellas, faldillas al aire, detrás de alguna feligresa casquivana con las enaguas empapadas, como en una película de Pasolini. Nos parece ver esto y también lo otro. Igual nos pasamos de la raya.

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