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Blogs Notas del Espía Mayor por Javier Santamarta del Pozo

La Octava Maravilla… o la desmesura necesaria

La Octava Maravilla… o la desmesura necesaria
Felipe II sobre la Octava Maravilla del mundo de San Lorenzo de El Escorial, obra de Ricardo Sánchez «Risconegro Creatividad»
Javier Santamarta del Pozo el

¡No quedaba sino batirnos! Y como la pluma siempre es más fuerte que la espada, no había otra que cruzarla con mi querido César Cervera, tras su artículo en que señalaba el desmesurado precio en oro (y tiempo) de construir El Escorial (sic, como pueden comprobar en el hipervínculo), queo que me dio un asombrado lector, don Enrique Fernández – Miranda, exclamando un lastimero e indignado Et tu, Brute? Lo que, habida cuenta del nombre de pila de mi colega plumilla, convertía el asunto en una paradoja excelsa. ¿Habría sido el reportero de ABC Historia abducido por el lado oscuro negrolegendario? ¿Acaso le han hecho mella tantos ataques de unos historiadores (no de LOS historiadores) que se arrogan el honor de Clío. Esos que les da el alipori cada vez que se da una visión de la Historia de España en donde no sale el Duque de Alba comiéndose niños; que disfrutan viendo al rey don Felipe II interpretado por Jordi Mollá en una peli anglosajona, meapilas, patizambo y ansioso de sangre de herejes, y que no entienden más que una visión cuando más enlodada, mejor. No vayamos a estar los españoles orgullosos de algo.

Jordi Mollá en la película «Elizabteh, la edad dorada» como malo malísimo de película de Serie B

Decía en su artículo don César, citando al historiador galés James Howell, que qué habría movido al monarca a «malgastar tanto dinero allí». La construcción del palacio monasterio sanlorentino duró 21 años, aunque se podrían contabilizar al menos diez más. En momentos de su construcción, recordemos en 1563, «1.500 oficiales de la construcción, y otros tantos peones, 300 carros de bueyes y mulas» estaban al cargo de la misma, y según las cuentas, se había gastado «seis millones y medio de ducados en los 35 años necesarios para finalizar por completo la edificación». Bancarrotas, un estipendio equivalente a los ingresos anuales de un reino en quiebra. Un rey más preocupado por la arquitectura, los libros, la ciencia, y en ese exceso sin precedentes realizado en piedra berroqueña, que por los asuntos de Estado. ¡Así no hay manera de tener un Imperio con un rey freudianamente inseguro (Geoffrey Parker, dixit), y atento a naderías!

Reflexionemos. ¿Era necesaria esa desmesura? Lo he hecho. Y digo, rotundamente, que sí. Recién terminando su fama corrió por Europa entera, que era como decir el mundo entonces. A finales del Siglo XVI se le tildó ya de Octava Maravilla del Mundo. Y en un mismo lugar, teníamos todo el poder, la ciencia, el saber… como si los norteamericanos tuvieran hoy en día en Washington la Casa Blanca, el Capitolio, la Librería del Congreso, el Pentágono, la catedral nacional de San Pedro y San Pablo, y la sede de la CIA, todo en un mismo edificio. Que el Real Sitio fue sede del Espía Mayor, ya lo saben. Pero todo lo demás, mutantis mutandis, también lo fuera. ¿Era necesario algo así? Para un Imperio sin emperador, pero donde no se ponía el sol, sí. Pues a veces el poder de lo simbólico no tiene precio. Y eso lo han entendido todos los imperios. Pero por centrarnos en tres ejemplos.

Versalles queriendo empezar a ser Versalles.

FRANCIA. Versalles. Nuestro tradicional y más acérrimo enemigo empezó a comprender pronto la importancia de lo que ellos llaman «La Grandeur». Y, obvio es, que el palacio de Versalles es el ejemplo más claro de ese concepto. ¿Fue desmesurado y económicamente aberrante? Juzguen ustedes. Desde que se estableció el pequeño edificio de 1632, éste fue ampliándose hasta 1661. La grandeza del Rey Sol (¡malditos copiotas!), Luis XIV, hizo que se gastara un millón cien mil libras en un lugar que, según los propios miembros de la Corte, como Saint Simon, decían que era un «lugar ingrato, triste, sin vida, sin bosque, sin agua, sin tierra, parece que todo son arenas movedizas y pantanosas, sin aire, en consecuencia: no es bueno». ¡Qué ojo el del monarca franco! En 1689, se contabilizan de 22.000 a 30.000 obreros, sumándose 6.000 caballos para las diferentes obras de ese Versalles, que seguiría aumentando de 1700 a 1772. No sé si fue un dinero bien gastado, habida cuenta de que, pocos años más tarde, sus inquilinos fueron pasados por el invento mejorado de un tal Joseph Ignace Guillotin por algún que otro descontento popular.

El más que fotografiado Palacio de Westminster, no tan antiguo como parece, por mucho neogótico que tenga.

INGLATERRA. Londres. El viejo palacio de Westminster es devorado por las llamas, y Londres se reinventa de nuevo. Ese Reino Unido orgulloso del XIX tiene que aspirar a dar la imagen del Imperio que es, una vez que ha hecho el esperado sorpaso al español habiendo sido un magnífico aliado (sarcasmo detectado) para terminar de cargarse lo que no había hecho el francés en la Francesada de 1808. Y así, proyectan en 1836 lo que comenzarán a trabajar en la ribera del Támesis, que tan bien conocemos, empezando tras años de trabajos previos, las obras en 1840, hasta 1865, con final definitivo en 1876. Solamente la torre del reloj que conocemos como Big Ben, invirtieron 13 años.

El arquitecto Sir Chales Barry en su momento estimó que se tardaría a lo sumo seis años. Con un coste de unas 724.986 £ (excluyendo el costo del sitio, terraplén y mobiliario). Sin embargo, la construcción de hecho tomó 26 años, y fue también bien por encima del presupuesto; en julio de 1854, el costo estimado era de 2.166.846 £. Recordemos que todas estas obras mastodónticas se realizaron justo a la par que la gran crisis bancaria de 1844 a 1866. Vamos, ¡toda una gestión del gasto acorde al momento.

El Capitolio de Washington en sus inicios.

ESTADOS UNIDOS. Washington. Un nuevo país que tenía que usar el dólar español, nuestros duros columnarios, los reales de a ocho, y cuyas columnas de Hércules de su anverso con la banda del Plus Ultra será el símbolo para anotar y diferenciar la moneda buena de la sin valor. Un nuevo país que necesita símbolos, imagen, fuerza… y así se puso todo el esfuerzo en el Capitolio. Se comienza su construcción en 1873, y aunque los británicos lo queman un poco en la de 1812 (también lo hicieron con la casa presidencial, y por eso en su restauración, usaron cal para blanquear lo negro del incendio, quedando así una casa… blanca), la reconstrucción les tomará 15 años. Pero no definitivamente, pues se siguió en 1838, yendo lentamente pues no había fondos para tales obras, ampliándose en 1850 y 1863, acabándose finalmente en 1884. ¡Y luego la fama de lo que se tarda en unas obras se las lleva el Escorial, con los medios de tres siglos antes!

Por supuesto, todo comenzado en el llamado Pánico de 1873, que lleva a la Gran Depresión de 1873-1879, junto con lo que la historia económica norteamericana recogerá como otros pánicos bancarios en 1819 (con un colapso general de la economía estadounidense que persistió a lo largo de 1821), más los de 1837 y 1857. ¡Estaban como para hacer obras faraónicas también aquí los que pretendían coger la nueva antorcha imperial!

En definitiva. Gastos desmesurados… seguramente. Obras faraónicas… está claro. Monumentalidad buscada… por supuesto. Y poderío. Mucho poderío. Que siempre han necesitado quienes en cada momento han sido los que fueron luz e imagen en el mundo. Fueran Francia, Inglaterra o Estados Unidos. O como España lo fue. Y con Felipe II al mando. ¡Ea!

 

 

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