Antes que nada, me perdonen el exabrupto. Segundo, me perdonarán también que hable de uno mismo, pero es lo que tengo más a mano. Les cuento. Se ha aprobado en las Cortes españolas, entre grandes algarabías y contentos, la tercera reforma constitucional de nuestra Ley de Leyes. Dirán que ya era hora, ya, que cambiaran injusticias como que el varón tenga preeminencia sobre la mujer para acceder a la Jefatura del Estado, que hemos estado lustros en un ¡ay! de que los reyes no le trajeran un hermanito a Leonor, y le hiciera una pasada al estilo Magic Alonso a ella y su hermana Sofía… como en su momento Felipe se lo hizo a sus respectivas hermanas Elena y Cristina. Eran otros tiempos. Pero en estos tan feministas, no podemos aceptar esa discriminación patente. Pero no. No ha sido para eso tal reforma. ¡Ha sido para cambiar una palabra dizque que ofensiva como pocas! La de «disminuido». Para que sepan de que estamos hablando, les transcribo íntegramente lo que decía el artículo 49 modificado: «Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos». Y esto se ha cambiado. Por ofensivísimo.
Como he dicho en el título de esta Nota del Espía Mayor, soy cojo. De nacimiento. Nací con una pierna a la remanguillé, hecha un gurruño, y de otra talla. Como si de polio se tratara. Un aggquito de pierna, oigan. Aparatos desde nascencia, operaciones para corregirme el pie equino varo, corrientes eléctricas para activar la musculación, y toda una infancia con una bota descomunal con alza del agrado de la moda del monstruo de Mary Shelley, siendo siempre elegido el último en el patio de colegio para ser el portero, que se mueve poco y total, ¡va a parar a base de balonazos, servía! Acabé no haciendo el servicio militar por «inútil» (sic), cosa que no me ofendió, porque poco útil iba a ser yo para el Ejército más que para despistar a los francotiradores enemigos cuando fuera marchando. Posteriormente, tras colaborar con una organización parecida al CERMI, ese Comité Español de Representantes de, dicen ahora Personas con Discapacidad, y antes, de Minusválidos (que eso es lo que significaba en su acrónimo ese MI), obtuve el reconocimiento de mi minusvalía permanente. Porque la pata chula arreglo no tenía ni yendo a Lourdes. Cosa que no me ofendió, porque sería muy válido para muchas cosas en la vida, pero para otras, como correr la Maratón en iguales tiempos que los que no les habían parido con dos piernas con tallas tan dispares, o para incorporarme al cuerpo de bomberos, era evidente que era menos válido. Que la única prueba que podía yo pasar para acceder a tal cuerpo iba a ser la de la barra. Pero no la de deslizarme por ella para llegar corriendo al camión manguera, sino acodándome a una y pedir un riberita con su tapita torreznos.
Eso se cambió porque no se podía ofender de ese modo, y pasamos a ser «discapacitados», que no digo yo que no, pues para ciertas cosas mi capacidad era menor, y por eso nos dan una tarjetita muy chula para poder aparcar en ciertos lugares donde lo hacen también quienes no la tienen concedida aunque muestren de este modo una clara discapacidad cognitiva y empática. Pero esto también resultó ofensivo. Y por eso se pasó a «personas con discapacidad», lo que, francamente, nunca entendí. Porque una persona con discapacidad… ¡es un discapacitado, coñes! Pero aquí estamos a que hay que andar cambiando palabras y conceptos para evitar que resulten ofensivos. Sea la verdad tan patente como que aquellos que nacimos con algún defecto (¿se puede decir defecto sin que resulte ofensivo?) físico o psíquico, somos lo que somos, y lo que nos puede ofender será que el adjetivo venga con algún epítome explicativo. Porque si a mí me dicen cojo, pues leches, es lo que soy. Pero si me dicen «cojo de mierda», ¿ven?, eso lo mismo sí que resulta pelín ofensivo. Y lo mismo se lleva el bocachancla el que pruebe mi bota ortopédica con alza en sus piños, pero de buen rollito y tal. Cuando el legislador constituyente quiso poner en nuestra Carta Magna el amparo a los que, por las razones que fuera y condición diversa nacimos o, por accidente, tenemos disminuidas nuestras capacidades físicas o psíquicas, no creo que tuviera en mente nada más que centrarse en lo importante. Que el Estado tiene que llevar a cabo unas políticas de apoyo (y así lo decía expresamente) a los que en esta situación nos encontramos. Y el artículo 49 en eso es impecable. ¡Pero es que pone «disminuido» y eso es ofensivo! ¿En serio? ¡Yo es que lo estoy! Estoy disminuido en mis capacidades físicas para ciertas cosas. Para otras no. Pero para otras sí. Punto.
Cuando se ha producido este hecho de cambiar esa palabra, algunos medios alborozados han hablado de que ha sido «un avance social» (¡nada menos!), porque las personas «no son disminuidas», sino que son «personas con discapacidad». Personas que, como dijeron un par de ellas en el sorteo de la ONCE, salieron orgullosas a decir que «somos personas con discapacidad… ¡capaces de todo!», lo que es una contradictio in terminis. Una memez buenista, vaya. Porque si tenemos una discapacidad, pues no, no seremos capaces de todo. Seremos y somos capaces de muchas cosas. Pero para otras, ¡pues no, coño, no! No nos pongamos tan absurdamente paternalistas. Desde el Palacio de la Moncloa se dice que el cambio constitucional ha sido para otorgar «dignidad inherente a este colectivo» actualizando el lenguaje, como si antes fuéramos indignos (y yo sin enterarme, ¡tócate el níspero!). Pero el nuevo artículo va más allá. Y se mete en unos charcos innecesarios. Como que van a respetar la «libertad de elección y preferencias» para la inclusión social de esto que ahora queda denominado como personas con discapacidad, con lo que entiendo que ya podré ser, constitucionalmente, bombero, si es mi preferencia. Y no enarquen la ceja pues del texto es lo que se colige, y justo antes señala que no se puede producir discriminación alguna tenga uno lo que tenga. Pero es que, de remate, dicen que se van a atender «particularmente las necesidades específicas de las mujeres y niñas con discapacidad». ¿Perdón? ¿Y lo del artículo 14 sobre la igualdad ante la Ley de hombres y mujeres, qué pasa? ¿Y los hombres y niños con discapacidad no tenemos necesidades específicas, o esto de qué va? ¿Pero qué aberración es esta en que, de pronto, se pone de preeminencia a la mujer sobre el hombre, de la niña sobre el niño, por razón de su sexo, en un artículo que habla de la no discriminación?
Vamos, finalizando con lo que comenzaba, que menos mal que no les ha nacido un hijo varón a los reyes pues, aunque más joven, hubiera podido acceder al cargo por ser varón sobre sus hermanas. Como si éstas fueran unas disminuidas o tuvieran poca capacidad para el cometido por el hecho de ser mujer. Pero eso no era importante cambiarlo en la Constitución. Lo era cambiar una palabra muy muy ofensiva. Y lo ofensivo, por cierto, es que se hayan borrado también lo de la previsión, tratamiento, rehabilitación e integración, que son cosas prácticas, para hablar de la plena autonomía personal e inclusión social, que son un desiderátum, palabras bonitas y nada ofensivas, pero hueras. He pasado a ser inútil, minusválido, discapacitado, persona con discapacidad y lo que sus señorías quieran. Soy cojo. Otros tienen una situación mucho peor que la mía. Familias que tienen que lidiar con burocracias imposibles y con mermados apoyos para salir adelante. No hablemos de los enfermos de ELA, que apenas protección tienen, olvidadas las promesas de los políticos que ahora ufanos se aplaudían en las Cortes por una modificación constitucional políticamente correcta, pero discriminatoria y que vacía de responsabilidades reales al Estado. A personas con parálisis cerebral o con Síndrome de Down el Estado ya no las amparará, como decía la Constitución, sino que se les otorgará nada menos que una autonomía personal de la que carecen… y jamás tendrán. Porque ellos lo valen. Supongo. Porque como decían tan sonrientemente los de la ONCE, «somos capaces de todo» y no. No todos lo somos. No lo son. Y yo tengo una gran suerte. Solo soy un cojo que puede hacer su vida normal y no hizo la mili. Otros me temo que habrán quedado preocupados por este cambio innecesario en la Ley, que deja de amparar a los que verdaderamente lo necesitan, ellos o sus familiares, pero que, ¡qué gran alivio!, ya no resulta ofensivo un término que, sinceramente, no lo era. Más ofensivo me parece el nivel de disminuidos mentales que tenemos en nuestra política patria. Pero eso me temo que no se cambia tan fácilmente. Y perdonen si alguien se ha sentido ofendido. Yo, ahora, sí que lo estoy.
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