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John Berger deja esta puerca tierra

John Berger deja esta puerca tierra
Álvaro Alonso el

ULF ANDERSEN/ John Berger

Hoy nos ha dejado John Berger a los 90 años de edad, una personalidad mayúscula que exploró las formas posibles de mirar el mundo, el arte, el lenguaje, la humanidad, la política, la economía y la historia como manifestaciones culturales totalmente interconectadas. Pese a que el signo de los tiempos no le daba la razón, o posiblemente a sabiendas de que su mirada de ojos azules resplandecientes no iba a ser entendida (así como el hielo no comprende al rompehielos con el que el mercante intenta a duras penas, lentamente, salir del glaciar), continuó en una línea irreprochable avisando como un guardavías del descarrilamiento hacia el que tiende el curso de los tiempos. El texto que sigue a continuación es un capítulo inédito dedicado a John Berger de la tesis doctoral defendida en 2010 por Álvaro Alonso (quien esto suscribe) y dirigida por el tristemente desaparecido catedrático de la UPF Francisco Fernández Buey.  La incorporo aquí para aquellos que tengan interés real en John Berger. Se ruega encarecidamente no hacer uso de este texto sin permiso.

“En un emocionantísimo ensayo periodístico el autor de Puerca tierra, John Berger, hace un retrato memorable de Pasolini . En dicho escrito Berger hace un repaso no solo de la figura de Pasolini y su lugar en la historia, sino también un homenaje a los “santos laicos” del santoral del marxismo[1]. Dice Berger:

   “Si digo que era un ángel, creo que no se podría decir nada más estúpido de él. ¿Un ángel pintado por Cosimo Tura? No. ¡Hay un San Jorge de Tura que es su vivo retrato! Le horrorizaban los santos oficiales y los ángeles beatíficos. Entonces, ¿por qué decirlo? Porque su habitual e inmensa tristeza le permitía compartir bromas, y la expresión de su rostro afligido repartía carcajadas adivinando quién las necesitaba más. Y cuanto más íntimo era su contacto, más lúcido se volvía. Podía hablarle a la gente con suaves susurros sobre las cosas terribles que le pasaban y, en cierta manera, sufría un poco menos. “… porque nuestra desesperación nunca está exenta de un poquito de esperanza”. “Disperazione senza un po di speranza”. Pier Paolo Pasolini (1922-1975).

   “Creo –continúa Berger- que dudaba mucho sobre sí mismo, pero nunca de su don profético, que quizá fuera lo único de lo que le habría gustado dudar. Sin embargo, al ser profético, viene en nuestra ayuda para interpretar nuestras vivencias actuales. Acabo de ver una película de 1963. Es asombroso que nunca se distribuyera. Llega como un mensaje providencial que, cuarenta años después, es arrastrado a nuestra playa dentro de una botella”.

     Berger recuerda cómo en 1962 la televisión italiana tuvo una brillante idea: la de invitar a un director de cine a responder a la pregunta: ¿por qué en todo el mundo se teme a la guerra? El director tendría acceso a los archivos de los informativos televisivos del periodo 1945-1962 y podría editar el material que quisiera y redactar un comentario para acompañarlo. El programa sería de una hora. La pregunta era “candente” porque, en ese momento, el miedo a otra guerra mundial cundía realmente por doquier. La crisis de los misiles nucleares entre Cuba, Estados Unidos y la URSS había tenido lugar en octubre de 1962.

     La televisión preguntó a Pasolini, que ya había realizado Accattone, Mamma Roma y La Ricotta, y que era una figura polémica habitual en los titulares. Y éste aceptó. Rodó la película y la tituló La rabbia [La rabia].

      Cuando los productores la vieron, les entró miedo e insistieron en que otro director, el periodista Giovanni Guareschi, bien conocido por sus ideas derechistas, hiciera una segunda parte y que ambas películas se presentaran como si fueran una sola. Al final, ninguna de las dos se emitió.

       Berger descubre el sentido último de la cinta: La rabbia no se inspira en la cólera, sino en un feroz sentido del aguante. Pasolini observa lo que ocurre en el mundo con una lucidez inquebrantable. (Hay ángeles dibujados por Rembrandt que tienen la misma mirada). Y lo hace porque la realidad es lo único que podemos amar. No hay nada más.

Su rechazo de las hipocresías, medias verdades y falsedades de los codiciosos y los poderosos es total, porque alimentan y fomentan la ignorancia, que es una forma de ceguera frente a la realidad. También porque profanan la memoria, incluso la memoria del propio lenguaje, que es nuestro principal patrimonio.

     Sin embargo, la realidad que amaba no podía asumirse sin más, porque en ese momento representaba una decepción histórica demasiado profunda. Las antiguas esperanzas que florecieron y se ampliaron en 1945, después de la derrota del fascismo, habían sido traicionadas.

       La URSS había invadido Hungría. Francia había iniciado su guerra cobarde contra Argelia. El acceso a la independencia de las antiguas colonias africanas era una farsa macabra. Lumumba había sido liquidado por los títeres de la CIA. El neocapitalismo ya estaba planificando su toma del poder mundial.

Sin embargo, pese a todo, lo que se nos había legado –nos dice Berger- era demasiado precioso y demasiado problemático como para abandonarlo. O, dicho de otra manera, era imposible dejar a un lado las tácitas y ubicuas exigencias de la realidad. La exigencia que había en la forma de llevar un chal. En el rostro de un muchacho. En una calle repleta de gente exigiendo menos injusticia. En la carcajada de sus expectativas y en la temeridad de sus bromas. De ahí surgía su cólera frente al aguante.

    La respuesta de Pasolini a la pregunta planteada inicialmente era sencilla: la lucha de clases explica la guerra.

     El filme termina con un soliloquio imaginario de Gagarin, que, después de observar la Tierra desde el espacio exterior, comenta que todos los hombres, vistos desde esa distancia, son hermanos que deberían abjurar de las sangrientas prácticas del planeta.

“Sin embargo -termina Berger en este ejemplar artículo-, lo esencial es que la película contempla experiencias que tanto la pregunta como la respuesta dejan de lado. La frialdad del invierno para los indigentes. La calidez que el recuerdo de los héroes revolucionarios puede reportar, el carácter irreconciliable de la libertad y del odio, el aire campesino del papa Juan XXIII, cuya mirada sonríe como una tortuga, las culpas de Stalin, que eran las nuestras, la diabólica tentación de pensar que las luchas han terminado, la muerte de Marilyn Monroe y la belleza, que es lo único que queda de la estupidez del pasado y el salvajismo del futuro, la naturaleza y la riqueza, que son la misma cosa para las clases pudientes, nuestras madres y sus lágrimas hereditarias, los hijos de los hijos de los hijos, las injusticias que surgen incluso de una noble victoria, el pequeño pánico en los ojos de Sofía Loren al observar a un pescador abrir con las manos una anguila en canal…”

     Los comentarios que se superponen a la filmación en blanco y negro los hacen dos voces anónimas, que en realidad son las de dos amigos suyos: el pintor Renato Guttuso y el escritor Giorgio Bassani. Una, nos dice Berger, es como la voz de un comentarista apresurado y la otra como la de alguien medio historiador y medio poeta, la voz de un adivino. Entre las principales noticias figuran la revolución húngara de 1956, la candidatura de Eisenhower para una segunda legislatura como presidente de Estados Unidos, la coronación de la reina Isabel de Inglaterra o la victoria de Castro en Cuba.

      Berger desvela el porqué de las dos voces, su reminiscencia griega: “La primera voz nos informa y la segunda nos recuerda. ¿El qué? No exactamente lo olvidado (es más astuta), sino más bien lo que hemos decidido olvidar, y con frecuencia esas decisiones comienzan en la infancia. Pasolini no olvidó nada de su infancia: de ahí que en su búsqueda coexistan siempre el dolor y la diversión. Se nos avergüenza por nuestro olvido”.

    Las dos voces, en efecto, funcionan como un coro griego. No pueden influir en el resultado de lo que se nos muestra. No interpretan. Cuestionan, escuchan, observan y dan voz a lo que el espectador puede estar sintiendo, con más o menos incapacidad para expresarlo. Y lo logran porque son conscientes de que el lenguaje, al compartirlo los actores, el coro y los espectadores, es el depositario de una antiquísima experiencia común. El propio lenguaje es cómplice de nuestras reacciones. No se le puede engañar. Las voces se alzan, no para rematar un argumento, sino porque, dada la longitud de la experiencia y el dolor humanos, sería vergonzoso que no dijeran lo que tienen que decir. Si no se dijera, nuestra capacidad para ser humanos se vería algo reducida.

      En la Grecia antigua -explica Berger- el coro no se componía de actores, sino de ciudadanos varones, elegidos para ese año por el director del coro, el choregus. Representaban a la ciudad, venían del ágora, del foro. Sin embargo, al ser el coro se convertían en las voces de varias generaciones. Cuando hablaban de lo que el público ya había reconocido, eran abuelos. Cuando daban voz a lo que el público sentía pero había sido incapaz de expresar, eran los no nacidos.

     Todo esto lo hace Pasolini sin ayuda de nadie por medio de sus dos voces, mientras aprieta el paso rabioso entre el mundo antiguo, que desaparecerá con el último campesino, y el mundo futuro del cálculo feroz.

      En varias ocasiones el filme nos recuerda los límites de la explicación racional y la frecuente vulgaridad de términos como optimismo y pesimismo. Anuncia que los mejores cerebros de Europa y de Estados Unidos explican teóricamente lo que significa morir (luchar junto a Castro) en Cuba, pero lo que realmente significa morir en Cuba -o en Nápoles o en Sevilla- “sólo puede decirse con compasión, a la luz del canto o las lágrimas”. En otro momento nos propone a todos que soñemos con el derecho a ser como eran algunos de nuestros antepasados Y después añade que sólo la revolución puede salvar el pasado.

    La Rabbia, en la genial interpretación de Berger, es una película sobre el amor. Su espíritu está muy cerca del comentario que hace Simone Weil en La pesanteur et la grace de Simone Weil: “Amar a Dios más allá de la destrucción de Troya y Cartago, y sin consuelo. El amor no es consuelo, es luz”. O, por decirlo de otro modo, su lucidez es como la del aforismo de Kafka: “En cierto sentido, el Bien es inconsolable”. Por eso, Berger se atreve a afirmar que Pasolini era como un ángel.

    La película sólo dura una hora ideada, medida y editada hace cuarenta años. Y contrasta tanto con los noticiarios que vemos y con la información que nos ceban en la actualidad que, al terminar la hora, te dices que hoy en día no sólo están desapareciendo y extinguiéndose especies animales y vegetales, sino prioridades humanas que, una tras otra, están siendo sistemáticamente rociadas, no de pesticidas, sino de eticidas: agentes que matan la ética y, por consiguiente, cualquier idea de historia y de justicia.

    Especialmente atacadas se ven aquellas de nuestras prioridades que proceden de la necesidad humana de compartir, legar, consolar, condolerse y tener esperanza. Y los medios informativos de masas nos rocían día y noche con eticidas.

   Y, concluye: “Puede que los eticidas sean menos efectivos, menos rápidos de lo que los controladores esperaban, pero sí que han logrado enterrar y esconder el espacio imaginario que cualquier foro público central representa y precisa (nuestros foros están por todas partes, pero, por el momento, son marginales). Y Pasolini, en el erial de los foros ocultos (que recuerdan al páramo en el que fue asesinado por los fascistas), se une a nosotros con su Rabbia y su duradero ejemplo de cómo llevar el coro en la cabeza”.

 

    Pasolini homenajea a Gramsci del mismo modo que Berger homenajea a este Pasolini oculto, fuera de la circulación durante décadas, por el hecho de atreverse a mirar a la realidad a la cara y hablar críticamente acerca de lo que ve, apelando a la vieja etimología de histor, del testigo que inaugura la historia en el escudo de Aquiles. Y dado que en el meollo del pensamiento de Gramsci está la consigna de que “Decir la verdad es revolucionario”[2], no es en modo alguno descabellado ver una línea de continuidad entre Gramsci, Pasolini, y John Berger.

    Siendo esto posible, es cierto que no son muchas las ocasiones en las que Berger ha hablado de la influencia del filólogo político sardo en su obra. De hecho, solamente en una ocasión aparece Antonio Gramsci en el centro de la trama, y es en el escrito “Cómo vivir con las piedras”, recogido en su crucial libro de ensayos The Shape of the Pocket.[3]

    Este mismo escrito puede encontrarse en una primeriza versión en castellano publicada por la revista Factótum, bajo el títuo y subtítulo “Cómo vivir con las piedras (Una carta al subcomandante Marcos en las montañas del sureste de Mexico)”.

   Como acertadamente ha señalado Aníbal Salazar Anglada[4], “el tema que recorre transversalmente los textos reunidos en esta obra es, como en otras ocasiones, la pintura, y de un modo puntual, la escultura. Dicho esto, conviene señalar que El tamaño de una bolsa es algo más (mucho más) que una serie de ensayos sobre arte”. De hecho, la propia forma epistolar elegida por el escritor y crítico de arte londinense propone un posicionamiento dialógico muy en sintonía con la necesidad de comunicación del Gramsci de los Quaderni.  En él se tratan diversos temas, como las distintas significaciones del arte a través de los tiempos teniendo en mente la dicotomía entre el objeto y el espectador que lo contempla, pero sobre todo se trata de un libro lúcidamente crítico con la deriva del capitalismo en las últimas décadas a la vez que tibiamente esperanzador desde su propio título,  por cuanto “la bolsa en cuestión es una pequeña bolsa de resistentes. Una bolsa se forma cuando dos o más personas se ponen de acuerdo y se unen. Se unen para resistir contra un nuevo orden económico que no puede ser más inhumano”. Queda así patente de manera programática el compromiso de Berger, para quien –al igual que para Gramsci- hablar de arte o de otras manifestaciones culturales –la literatura, la filosofía, el folklore…-, no son sino manifestaciones de una realidad que a todos nos atañe.

    La reconocida teoría de la percepción de John Berger, desde su seminal Ways of Seeing (1972) hasta The Sense of the Sight (1985), en contrapunto con sus labores como novelista, poseen un trasfondo humanístico, que apela no solamente a un modo de ver sino también a un modo de interactuar y tomar partido en el estar y relacionarse con el mundo circundante, algo que podría parecer orteguiano si no fuera porque esta manera de “estar en el mundo” es la que Berger –en la línea de Walter Benjamin- expresa y asume como “resistencia”. Una resistencia que no es sino una forma declarada de denuncia. Es aquí donde hace acto de aparición Antonio Gramsci, como recuerdo vivo de una actitud vital de resistencia, la resistencia más físicamente heroica, la resistencia a la fatalidad, resistencia incluso a las leyes mismas de la gravedad: Resistir no significa sólo negarse a aceptar la absurda imagen del mundo que se nos ofrece, sino también denunciarla, y cuando el infierno es denunciado desde dentro, deja de ser infierno. En “Cómo vivir con las piedras” Berger entra en diálogo con los zapatistas de Chiapas, en el Sureste de México, poniéndolos como ejemplo y parte de esas bolsas de resistencia “que ya se han formado o están formándose”. Y en eje del diálogo con el subcomandante Marcos es Antonio Gramsci:   El menos dogmático de los pensadores sobre la revolución en nuestro siglo fue Antonio Gramsci, ¿no cree? Su falta de dogmatismo venía de una especie de paciencia. Esta paciencia nada tenía que ver con la desidia ni con la complaciencia. (El hecho de que su obra más importante fuese escrita en la cárcel en la que los fascistas italianos lo encerraron durante ocho años, hasta poco antes de morir con apenas 46, da testimonio de su urgencia.)  Berger desentraña la que, para él, es la causa o el motor principal de esta peculiar paciencia de Gramsci, aquella que le llevaba a verse personalmente reflejado en el expedicionario Jansen movido lentamente hacia su objetivo por las aguas del deshielo. Para Berger, “su particular paciencia venía de un sentido de la práctica que nunca desaparecerá. Vio de cerca, y en ocasiones dirigió, las luchas políticas de su tiempo, pero nunca olvidó el trasfondo de un drama que se extiende por un número ya incalculable de años. Fue esto lo que previno a Gramsci de convertirse, como muchos otros revolucionarios, en un milenarista. Él creía en la esperanza más que en las promesas, y las esperanza es una apuesta a largo plazo”[5] Y recuerda Berger las palabras de Gramsci, cuando dice: “Pensando un poco veremos que al preguntarnos ¿Qué es el hombre? Lo que queremos saber es ¿Qué puede llegar a ser el hombre? Es decir, ¿puede el hombre llegar a dominar su destino, puede hacerse a sí mismo, puede dar forma a su propia vida? Permítasenos decir en tal caso que el hombre es un proceso, y precisamente el proceso de sus propios actos”. 

 La vida en Ghilarza, una pequeña ciudad del interior de Cerdeña, debió inspirarle a Gramsci, al suponer de Berger, “un especial sentido del tiempo”. Berger describe sus propias impresiones, su encuentro con las piedras, presentes en cada campo de alcornoques. Las piedras sirven para que la tierra, aunque seca y pobre, pueda trabajarse. Son piedras grandes, de granitorojo y negro, otras volcánicas. Las piedras forman paredes que separan las tancas bordeando los caminos de grava. Berger observa la acción del hombre, su marca en el “despiadado” paisaje de esta tierra, y recuerda a Gramsci quien dcía que “conocimiento es poder”, si bien “la cuestión queda complicada por algo más: es decir, no basta con conocer una serie de relaciones existentes en un momento puntual como si fueran un sistema previamente dado, también es necesario conocerlas genéticamente –lo que es como decir la historia de su formación- porque cada individuo no es sólo una síntesis de relaciones existentes, sino también la historia de esas relaciones, esto es, la suma de todo el pasado”. Berger sintetiza la historia de la pequeña isla de Cerdeña, que no es otra que la de un pueblo que ha sufrido una sucesión de invasiones debido a sus yacimientos minerales de plomo, zinc, estaño y plata: fenicios, cartagineses, griegos, romanos, árabes, pisanos, españoles, la casa de Saboya y finalmente la moderna Italia unificada. Es por esto, dice Berger, que los sardos desconfían de los que vienen del mar y se refugian en las montañas como bandoleros, dedicándose principalmente al pastoreo. Y recuerda al poeta nacional sardo Sebastiano Satta (1867-1914), cuando escribió:

 Cuando el sol naciente, Cerdeña, templa tu granito

 Debes dar luz a nuevos hijos

 Berger describe al subcomandante Marcos cómo son las las nuragas situadas en lugares estratégicos desde los que observar en todas direcciones. Las domus de janas son anteriores, “habitaciones cerradas por frontones de piedra y hechas, se dice, para albergar a los muertos”. Se entra a gatas en las paredes de granito de estas construcciones neolíticas, construidas probablemente con herramientas de obsidiana, y orientadas sin excepción hacia el este, de manera que pueda verse a través de la entrada el amanecer.

     Berger recuerda cómo Gramsci, en una carta desde la cárcel en 1931 le cuenta un cuento a uno de sus hijos pequeños, a quien no llegó a conocer.

   “Un niño pequeño estaba dormido con un vaso de leche junto a la cama, en el suelo. Un ratón se bebió la leche, el niño se despertó y encontrando el vaso vacío, empezó a llorar. Entonces el ratón fue a pedirle un poco de leche a la cabra. La cabra no tenía leche, necesitaba hierba. El ratón fue al campo pero el campo no tenía hierba porque estaba demasiado reseco. El ratón fue al pozo pero el pozo no tenía agua porque necesitaba reparación. Entoces, el ratón fue al albañil, que no tenía las piedras adecuadas. Fue en ese momento cuando el ratón se dirigió a la montaña pero la montaña no quería oír nada y parecía un esqueleto porque había perdido sus árboles (Durante el siglo pasado Cerdeña fue drásticamente deforestada para abastecer de traviesas de ferrocarril a la Italia peninsular). A cambio de tus piedras, le dijo el ratón a la montaña, el chico plantará cuando crezca castaños y pinos piñoneros en tus laderas. Conlo que la montaña accedió a darle las piedras.¡Poco después el chico tenía tanta leche que podía bñarse en ella!Más tarde, cuando se hizo un hombre, el niño plantó árboles, detuvo la erosión y la tierra volvió a ser fértil.”

     En unapostdata final, Berger nos recuerda que en la ciudad de guilarza hat un pequeño museo Gramsci, cerca de la escuela donde estudió, que alberga algunas fotos, ejemplares de libros, algunas cartas… Y, en una vitrina, dos piedras esculpidas como pesas redondas del tamaño de un pomelo. “Todos los días –termina Berger- el pequeño Antonio hacía ejercicios de levantamiento con estas piedras, para fortalecer sus hombros y corregir la malformación de su espalda”.

     John Berger, desde su formación en Oxford y posteriormente en Londres en la Central School of Arts londinense pertenence a lo más granado del pensamiento salido de las islas británicas crítico con el feroz capitalismo. En el conjunto de sus proyecciones intelectuales, ya sea en el terreno de la novela, el ensayo, la crítica de arte, los guiones para el cine o la televisión, Berger ha puesto gran parte de sus energías en revitalizar las tesis del marxismo y la Escuela de Frankfort, teniendo muy presente la herencia de Williams y, como hemos visto, a Antonio Gramsci, como ejemplo de resitencia y de acción imaginativa, creativa, con la que pensar el presente desde el pasado para forjar el futuro. En Gramsci Berger ve el afán de superación, la lucha por una vida mejor, por erguir lo que está torcido, la lucha contra la fatalidad o el destino, el saber que podemos cambiar las cosas mediante una labor de disciplina y acción consciente. Saca a relucir el carácter sardo de un Gramsci que no dejó de llevar en sus venas el recuerdo del sur y su impronta meridional, pese a su esmerada educación recibida en el la Universidad de Turín en el norte. Y no es casualidad que elija Berger a Gramsci para dirigirse a Marcos, por cuanto hay en ese carácter de resistencia y de revolución –como el momento en el que la historia se lleva una inesperada sorpresa por la intervención de la libertad humana sobre sus férreos designios- más de un punto de encuentro entre ambos.

     Pero a nivel teórico hay más. Gramsci escribía siempre desde un punto de vista colaborativo, dialógico, y ésta es una de sus peculiaridades frente al discurso monolítico de muchos de sus predecesores en el ámbito del marxismo. La dialogicidad gramsciana tendría un reflejo visible en la tesis principal que recorre los artículos recogidos por Berger en El tamaño de una bolsa. Éste enuncia un principio de “colaboración” necesario en el arte entre objeto-sujeto (artista/modelo-obra/espectador) donde la cosa representada toma un papel activo, cobra voz propia. “Cuando la imagen pintada no es una copia, sino el resultado de un diálogo, la cosa pintada habla, si nos paramos a escuchar”. Se trataría de una suerte de colaboración mediante la cuál ya no se trata solamente de ver sino de un juego dialógico entre el objeto y el sujeto en busca del sentido, que no queda en mirar e interpretar sino en escuchar, sentir la cosa, preguntarle, en una especie de poética de lo visible que podría resumirse en un perseguir que la cosa le devuelva la mirada, un perseguir su expresión. Y aquí “daría igual que esté pintando una cereza o una rueda de bicicleta o un rectángulo azul, un animal abierto en canal, un río, un arbusto, una colina o su propia imagen en el espejo”, o sea, que va más allá del objeto elegido o su contenido expreso. Uno de los ejemplos sería la pintura de Miquel Barceló, en la que deja de ser ya mera representación de la realidad: “El secreto de los cuadros de Barceló no reside en su temática, sino en su manera de escuchar. Escuchan la protesta de las cosas pintadas contra la forma en la que se las representa”.

      He aquí el fondo de las tesis de Berger, que traspasan el horizonte de la pintura, y que penetran el hoizonte más amplio de la humanidad en la historia,del “hacia dónde vamos” que a todos nos atañe: la alianza que vivimos de Información y Poder nos está mostrando una imagen falsificada del mundo, una idea mentirosa frente a la realidad de las cosas, “un espectáculo de ropas y máscaras vacías”, un imago mundi que no es sino reflejo de nuestras apetencias capitalistas. Un mundo que de tan discontinuo ha dejado de tener horizonte. Y ello debido a las necesidades socioeconómicas que se generan dentro del sistema neoliberal, un orden político sujeto a intereses económicos que poco o nada tienen que ver con la problemática social y humana, creando un mundo de apariencias. Así, en el artículo titulado “Contra la gran derrota del mundo”, al comentar el tríptico del Prado El jardín de las delicias, en concreto la parte del Infierno, dice Berger: “Lo que nos recuerda la pintura de El Bosco –si se puede decir que las profecías recuerdan- es que el primer paso en la construcción de un mundo alternativo ha de rechazar la imagen del mundo que nos han impuesto y todas las falsas promesas…”

   Por lo que si en algo Berger puede leerse como un continuador de Gramsci es, sobre todo, por su ansia de verdad, de desvelamiento de aquella máscara que nos oculta la verdadera imagen del mundo y que tiene por finalidad frenar todo ímpetu revolucionario. En El tamaño de una bolsa continúa esta tarea de desvelamiento, de devolverle al mundo su verdad,  que Berger comenzó, siempre desde su compromiso, en Ways of Seeing[6], ensayos para la serie de televisión realizada por la BBC en los años 70.  Allí se pretendía enseñar al espectador a mirar un cuadro, pero mediante este aprendizaje de lo que se trataba era de aprender a mirar todas las cosas que nos circundan, o sea, promover diríamosd una “revolución copernicana” en el modo de ver, algo así como lo que supuso Ticho Brahe para la astronomía y su tierra en movimiento frente a un sol estacionario. En aquel temprano trabajo, Berger retoma la crítica de Walter Bejamin sobre la mistificación de la obra de arte y el fetichismo que acompaña a los originales frente a las copias. Berger critica la perniciosa sustitución de lo que “dice” la obra por lo que “es” o “representa” en términos de canonicidad historiográfica, intentando rescatar ese “decir” originario para, al mismo tiempo, romper el coto vedado que pertenece solamente al curator, y abriendo democráticamente la posibilidad de esa mirada al pueblo en general y no “a una jerarquía cultural de especialistas en reliquias”.  Se trata en definitiva de una doble inversión, una en cuanto que la perspectiva del cuadro creada en el alto Renacimiento y que va del cuadro al espectador se rompe a partir de cubismo; y la inversión que supone que “lo visible no existe en ninguna parte. No sabemos ningún reino de lo visible que mantenga por sí mismo el dominio de su soberanía […] Lo visible no es más que el conjunto de imágenes que el ojo crea al mirar”. Treinta años después, John Berger sigue llevando una caja de cerillas, acaso algunos cigarros marca Macedonia, como los que Gramsci fumaba en la cárcel, con los que encender la llama que mantenga en pie la esperanza:

  Imaginémonos que de pronto el mundo material, sustancial (los tomates, la lluvia, los pájaros, las piedras, los melones, los peces, las anguilas, las termitas, las madres, los perros, el moho, el agua salina) se revolviera contra la inagotable corriente de imágenes que mienten sobre él. Imaginemos que reaccionara y reivindicara que dejasen de manipularlo gramatical, digital y pictóricamente; imaginémonos una rebelión de lo representado”.

 Podemos concluir este apartado diciendo que Gramsci apenas si es explícitamente mencionado en los escritos de Berger, como tampoco Marx, Engels, Brecht, Lukács, Adorno o Raymond Williams, y sin embargo todos están presentes en sus obras y, sobre todo, en el fondo de su mirada de fuego, llena del azul plateado del mediodía. No es Berger un autor al que le guste citar. Por eso mismo Gramsci, al igual que hiciera con Pasolini, recibe aquí este homenaje, y de ello deducimos que éste se encuentra entre aquellos cuya vida y cuyo ejemplo Berger admira sobremanera y que ha servido de acicate para toda su producción intelectual así como para el sereno transcurrir de una vida longeva en la que no ha dejado de ser prodigioso espectador del mundo “grande y terrible”, encontrando además las fuerzas y el talento para contar lo que ha visto, como aquel esclavo liberado de los juegos de sombras de la caverna de Platón, que una vez desvelado el misterio volvió a la caverna para anunciar la verdad a sus compañeros, aún a sabiendas del riesgo que ello conlleva, con una valentía y una lucidez insuperable.”

 


[1] Tal definición de los “santos laicos” se la debo a unas conversaciones con el gran poeta Juan Carlos Mestre en la feria del libro de Madrid de 2007. Leer de Mestre, J. C., La tumba de Keats, Hiperion, Jaén 1999,  2ª ed. 2007.

[2] Ver la ponencia de F. Fernández Buey “Una reflexión sobre el dicho gramsciano `Decir la verdad es revolucionario´, en Actas del Congreso “Antonio Gramsci y la sociedad intercultural”, 2010.

[3] John Berger, El tamaño de una bolsa, Madrid, Taurus, 2004.

[4] Salazar Anglada, A., “El tamaño de una bolsa”, Comunicación nº 3, 2005 (pp. 313-318), Departamento de Filologías Integradas, Universidad de Sevilla.

[5] Berger, J., “Cómo vivir con las piedras”, en Riff Raff, Revista de Pensamiento y Cultura, nº 016, 2001, Zaragoza, pp. 177-122.

[6] Berger, J. (ed. cast.), Modos de ver, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 1974 (Reed. 2005).

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