Hay en María Zambrano un halo que se pierde entre el humo de su cigarro, sentada frente a ti, diciéndote que ve algo nuevo saliendo de tu cabeza. Es algo más que carismática, se acerca a un ser mitológico que surgiera repentinamente en el presente. Te mira y te habla del ser como un ser vivo que ve y que en su mirar se hace cuerpo. Lo que esconde ese ver es tan grande que da para horas de conversación que nos llevan hasta los claros de bosque, tan amados por ella, sí, pero también y por distintos motivos, por Ortega y por Heidegger.
Para ella, no es tanto un lugar como un estado de conciencia. Para Ortega, sería una claridad en mitad de la frondosidad del bosque, una vía de acceso a la aletheia primigenia. Para Heidegger, quien como los anteriores vivió su refugio en el bosque de manera vital, el bosque tiene sus “caminos de bosque”, esos senderos que no parecen llevar a ninguna parte porque carecen de finalidad. Solamente están ahí porque fueron rutas surcadas por las ovejas y otros rebaños.
La metáfora del bosque ha permanecido en el imaginario del arte, desde los paisajistas norteamericanos del XIX hasta los músicos postmodernos británicos del XX. Pienso en los Cure y su canción “The Forest” que escuchábamos cerca de Príncipe de Vergara, donde Paloma Chamorro grabó algunos de sus legendarios programas.
El bosque no ha de entenderse como lugar de enredo o de pérdida, como encontramos en J. A. Marina, por ejemplo, más al contrario, es oportunidad de que, sin buscarlo, y en base a la creatividad, algo original aparezca y brille de pronto, ya por haber sido perdido y ahora encontrado, ya por brillar con luz nueva cuando no inaudita.
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