La tradición japonesa hunde sus raíces en el pasado remoto y es poco proclive a cambios, pero vivir a caballo entre Oriente y Occidente, entre su propia cultura y la dominante en el resto del mundo, lleva en ocasiones a curiosas duplicaciones. Siempre se ha dicho que Japón representa el perfecto equilibrio entre la tradición y la modernidad. En la sociedad nipona todo tiene acomodo si encaja en un contexto de armonía. Lo que no gustan son las formas chirriantes, ofensivas o hirientes para el exquisito gusto de los hijos del sol naciente.
Casarse en Japón, por ejemplo, no es materia fácil ni barata. Para una novia, cargar con los cinco kilos del kimono tradicional (es lo que cuesta, no lo que pesa) supone haber consultado antes con el nakodo, el casamentero que buscará la pareja ideal. Tras haberla encontrado, la familia deberá obsequiar a los invitados a la boda con onerosos presentes acordes con su rango, amén de un suculento banquete. El precio de un bodoque normalito en aquellos pagos no baja ni un yen de los trescientos mil euros, aunque lo más común es que ascienda por encima del medio millón.
En los tiempos que corren ya son muchas las novias que alquilan el costoso kimono de seda y sustituyen la poderosa figura del nakodo, por las más modernas y funcionales agencias matrimoniales, pero aún es raro encontrar novios que no se hayan conocido a través del omiai, la presentación deliberada con fines matrimoniales. Los jóvenes estudiantes pueden tener una aventura ocasional en la universidad, pero casarse requiere la intervención de expertos y una rigurosa selección. Las estadísticas parecen estar de parte de la tradición: los matrimoniados por omiai se divorcian mucho menos.
Ahora las agencias de viaje están facilitando las cosas a los enamorados que añaden a las consabidas mandangas de la boda, los enormes gastos que supone su consumación tradicional. Casarse en el extranjero, de blanco y por la iglesia, hace furor entre las novias japonesas. Por solo veinte mil euros les ofrecen una boda alba y cristiana en el extranjero y disfrutar además de una espléndida luna de miel en playas paradisíacas. Muchos llegan ya recién casados, pero no quieren perderse el album de fotos con el vestido de cola blanca y el chaqué. Los hay que lo hacen por ahorrar dinero a la familia, pero para muchos es un gesto esnob, algo así como la boda zulú, a pecho descubierto, que llegó a estar de moda entre nuestros famosillos más pintureros.
De todos los destinos posibles para casarse, los preferidos de los japoneses son Hawai y Australia, por la proximidad y el clima. Raros son los hoteles de esos países que no organizan ceremonias nupciales. Algunos, como el exclusivo complejo de Hamilton Island, una isla cercana a la Gran Barrera, hasta han construido una coqueta capilla blanca sobre una colina frente al mar. El año pasado se celebraron en ella más de ochocientos enlaces.
Nuestro país no se queda a la zaga y, que uno sepa, ya cuenta con un hotel de lujo en Loja, Granada, y otro en Mijas que organizan bodas a los novios japoneses. Son ceremonias folklóricas, sin validez oficial, pero con denominación de origen, algo muy apreciado en Japón, donde para no romper con la tradición ni descolgarse del tren de la modernidad, muchas parejas optan por casarse dos veces, una con el kimono y otra de blanco. Al parecer, tienen garantizado que, en caso de que las cosas no vayan bien, con un solo divorcio bastaría.
Tampoco faltan los fanáticos que buscan casarse en algún lugar emblemático. Dada la creciente afición de los nipones por el fútbol, hay parejas que lo arreglan todo para casase en lugares tan exóticos como un campo de fúthol.
Otro tema son las bodas entre personas del mismo sexo, algo que no contempla la legislación japonesa, pero a lo que algunas personas no quieren renunciar. Lo más importante es que lo acepten sus padres. Después, arreglan una ceremonia privada y pasan a vivir juntas/os aunque a efectos legales no formen un matrimonio
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