
Hace ya algún tiempo visité el valle de Fergana, el corazón de Uzbekistán, la tierra más fértil, la que primero se pobló, la más definida geográficamente y la que conserva los valores más tradicionales del islam. Hay quien piensa que cuando Stalin diseñó las fronteras de las repúblicas de Asia Central, estaba ciego de vodka. De otra manera no se entiende que esta inmensa bañera, totalmente rodeada de altas montañas, componiendo una perfecta unidad étnica y geográfica, fuera dividida artificialmente en tres países distintos. Naturalmente, las montañas del vértice que forman Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán son un polvorín, donde las guerrillas integristas no paran de incordiar el orden establecido.

Aparte de las tensiones políticas, el pueblo de Oltiarik, en pleno corazón del valle, es famoso por sus frutas. Tanto las uvas como los pepinos, las fresas y las cerezas de Fergana son de excelente calidad y objeto de exportación masiva a numerosos países. Me llamó la atención que todas las casas dieran la espalda a la carretera. En occidente, las casas se han asomado siempre a las calles y caminos, arterias por donde fluye la vida, pero aquí la carretera, el río de la vida, no merece más que una pared de adobe sin ventanas. Lo que cuenta es el pequeño universo de la familia, una privacidad a la que no desean que nadie se asome. Así que el otro lado de las casas, el que se abre a las magníficas huertas y campos donde cultivan sus hortalizas y al que se accede, como en muchos pueblos de España, a través de grandes portones, es el elegido para instalar sus porches y plataformas, para ver jugar a sus hijos y disfrutar de ese pequeño sultanato que es la familia musulmana.


La ciudad de Fergana, construida por los rusos en 1876 para alejar a sus soldados de las epidemias que asolaban la región, carece de los típicos monumentos musulmanes, tan propios de las urbes históricas de Asia Central, pero cuenta con un excelente trazado de calles y con una impresionante arboleda, como si las casas hubieran sido construidas dentro del bosque. No es infrecuente en esta región encontrar hoteles sin agua caliente, pero lo que no me había ocurrido nunca era encontrar uno sin agua fría. El hotel donde decidí alojarme (no diré el nombre), no tenía mal aspecto, pero para mi sorpresa el cuarto de baño era un cuchitril de no más de un metro cuadrado, modelo braga-sostén-boina, es decir, tres en uno. En otras palabras, la ducha, el retrete y el lavabo formaban un todo indisoluble, donde no había manera de darse un baño sin empapar todo lo demás. Pero lo peor era que el insensato alarde de agua que salía del grifo no servía más que para escaldar la piel con la precisión de un láser. Donde el agua golpeaba la anatomía, inmediatamente se formaba un círculo rojo. Al no haber agua fría, no había modo de atemperar aquel chorrito de agua hirviendo, que nada tenía que envidiar a los tormentos que reserva el misericordioso Alá para infieles y pecadores. No sé ni como reuní el coraje para terminar de aclararme el jabón que me cubría el cuerpo y bajar a recepción a montar el pollo. ¿Alguien ha intentado alguna vez despotricar de los malos servicios en un hotel de aquella región?. Es como gritar al Naranco de Bulnes. Ni una mirada, ni un pestañeo, ni una miaja de atención. Eso sí que es castigarle a uno con el látigo del desprecio desde el balcón de la indiferencia. Rendido y humillado, me retiré a mis cuarteles de invierno y me puse a teclear con furia en el ordenador hasta quedarme sin nada más que decir. Fue mi único alivio en aquel trance.
