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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Los monjes colgantes de Vardzia

Los monjes colgantes de Vardzia
Francisco López-Seivane el

En mi crónica anterior escribía sobre los monasterios georgianos. Entre todos ellos, ninguno como el de Vardzia.

Hubo una época en que llegaron a ser cerca de mil, pero todavía quedan seis monjes viviendo en el farallón de Vardzia, con sus celdas colgando literalmente en la pared de piedra caliza que se levanta no menos de ciento cincuenta metros a plomo sobre las aguas del río Kurá (Mtkuari), muy cerca de la frontera entre Georgia y Turquía.

Lo visité hace años y lo conté en mi libro ‘Crónicas de un nómada’, pero creo que vale la pena reproducirlo aquí con profusión de imágenes. Este asombroso monasterio vertical cuenta con once pisos de cuevas excavadas en la roca, a las que se accede por un entramado de escaleras y estrechos pasillos exteriores que los visitantes recorren con el cuerpo en tensión y el vértigo asomando a los ojos, aunque el padre Lazare, el monje que me guió, trepaba por las escalinatas y se movía por los angostos pasajes con la agilidad de un gato montés. Procurando disimular el sofoco que me producía la escalada, aproveché un rellano a la sombra para sentarme sobre el pretil y preguntarle por la historia del lugar.

Contraluz del padre Lazare a la entrada del convento/ Foto: F. López-Seivane

“Sus orígenes, me dijo, se remontan al siglo XII. Éste llegó a ser  el seminario teológico más importante del Cáucaso, y, desde entonces, no ha dejado de albergar una comunidad monástica de mayor o menor cuantía. Como en la vecina Capadoccia, los cristianos de la época se veían obligados a protegerse de los frecuentes ataques musulmanes, así que el rey George III ordenó horadar esta pared y construir una ciudad escondida en sus entrañas para que la población pudiera refugiarse en caso de invasión. Aquellas espaciosas estancias, pasadizos y cuevas interiores podían llegar a albergar hasta cuarenta mil almas en caso de necesidad”.

Sin embargo, sería finalmente su hija, Tamara, la reina más querida de la historia del país, quien lo convertiría poco más tarde en un monasterio. De hecho, cuenta la leyenda que en una ocasión, cuando era niña, Tamara se perdió por el vericueto de pasadizos interiores. Quienes la buscaban la oyeron gritar repetidamente: “Ak var dzia” (“Estoy aquí, tío”) y ese grito quedó para siempre como nombre del lugar.

Tras unos breves momentos de descanso en la plataforma colgada sobre el abismo, el padre Lazare, 28 años, pelo hasta la cintura y sotana hasta los pies, levantó sus ojos azules como el cielo y me señaló un descolorido mural en la pared frente a la que nos sentábamos en el que aparecían el rey George III y su hija, Tamara. Nos encontrábamos en el pórtico de la Iglesia y el padre me invitó a entrar.

Vista desde el interior, la capilla excavada en la roca no se distinguía de cualquier otra de las que había visitado en Georgia. Incluso sus murales, que debieron de ser en su día de vivos colores, aparecían ahora oscurecidos por el humo centenario de las velas. Hacía fresco en el templo y aproveché para sentarme en una bancada como quien no quiere la cosa, pero el padre Lazare no estaba por la labor de darme un respiro y me tentó, retador, a recorrer la entraña secreta del complejo, “si te atreves, claro”.

Frescos a la entrada de la capilla/ Foto: F. López-seivane

Recogí el guante, compuse la figura y me adentré por una oquedad oculta por la que acaba de desaparecer el monje. En la oscuridad, le seguí encogido y en tensión, ya que la linterna con que se ayudaba arrojaba una luz tan miserable que no permitía ver más que un pequeño círculo amarillento. El camino subía, bajaba y se retorcía hasta abrirse en lo que parecía una estancia de regulares dimensiones. El padre dirigió entonces el haz de luz hacia abajo y descubrí a mis pies un abismo tenebroso que se perdía en la oscuridad.

Instintivamente, di un salto atrás, pero el monje me tranquilizó diciendo que eran las lágrimas de Tamara, el sancta sanctorum, el secreto mejor guardado del complejo. En efecto, bien mirado, estábamos ante un estanque interior de aguas tan cristalinas que no se veían, dando la impresión óptica de vacío. Este milagroso embalse freático es el que permitió vivir (y beber) a tantos refugiados durante siglos y el que, aún hoy, abastece a la pequeña comunidad monástica.

La salida del túnel nos situó ya en la planta sexta, la que ocupan los monjes en la actualidad. Estábamos en territorio clausurado, pero me animé a preguntarle a mi guía si podía ver su celda. Accedió gustoso y echó a andar por un voladizo que, de no haber sido por la barandilla que lo protegía, no me hubiera aventurado a negociar.

El padre Lazare en su celda/ Foto: F. López-Seivane

Su celda era una cueva luminosa. Cerrada con un muro y una puerta, tenía también una amplia ventana que se asomaba al abismo, bajo cuya luz el padre había instalado una mesa de trabajo. No había más muebles en la estancia que un camastro pegado a la pared, ni otra decoración que una serie de posters de paisajes y figuras religiosas adornando los muros de piedra.

El padre me invitó a comer en el refectorio/cocina de la orden. Los monjes son vegetarianos, beben vino de su cosecha y cultivan una huerta, abajo, cerca del río. No tienen ingresos de ningún tipo y han renunciado a todo, excepto al móvil. “¿Cómo lo pagan?”, me atreví a preguntar. “¡Ah, no te voy a revelar todos los secretos!”, concluyó el padre Lazare, sonriente y esquivo, mientras me despedía.

Los monjes ortodoxos de Vardzia no renuncian al móvil/ Fotos: F. López-Seivane
Sencillo comedor del convento/ Foto: F. López-Seivane
Entrada del convento, con el río Kurá al fondo/ F. López-Seivane
Vista panorámica del convento desde la entrada/ F. López-Seivane

 

 

 

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