A quienes lleguen aquí de nuevas atraídos por el título de esta crónica, les recomendaría que se asomaran antes a una crónica anterior, en la que doy cuenta del más que posible origen de los iberos que poblaron nuestra península mucho antes de que llegaran griegos y romanos. No es la primera vez que escribo sobre estos hallazgos, ya me extendí sobre ellos en mi libro ‘Crónicas de un nómada’ (Anaya), pero el interés de algunos lectores me ha impulsado a reproducirlos aquí. Por lo que se ve, celtas e iberos llegaron a nuestra península desde el Este, aunque la versión oficial, en lo que se refiere al origen de los iberos, duerme actualmente en España en un limbo de indefinición histórica. Así las cosas, aproveché mi estancia en Georgia, la “otra” Iberia, para indagar un poco sobre otro de los enigmas históricos de nuestros país: el origen de los vascos.
Explicaba en mi crónica anterior que Nicholas Marr, un reconocido lingüista georgiano, nacido de padre escocés en la época de los zares, sostenía, ya en el siglo pasado, una tesis corroborada por numerosos arqueólogos españoles actuales que admiten que los iberos trajeron a España los conocimientos y la técnica que permitieron establecer una cultura de la fundición de los metales en el norte de la península en el período neolítico. Esto es algo que seguramente compartiría el malogrado profesor español Miguel Fusté Ara (1919-1966), autor del análisis de los restos humanos hallados en la Cueva de Urbiola (Navarra) en los años cincuenta.
Los esqueletos, una treintena en excelente estado, se encontraron en una antigua mina de cobre del neolítico, por lo que se les denominó “hombres verdes”, ya que sus restos aparecían cubiertos de sales de cobre. Al parecer, habían muerto víctimas de un desprendimiento. Según el estudio realizado por el profesor Fusté en el Laboratorio de Antropología de la Universidad de Barcelona, en la cripta de Urbiola había restos de, al menos, treinta y cinco personas, de las cuales, el sesenta por ciento no llegaba a la edad adulta. La mayoría pertenecían al tipo mediterráneo grácil, abundante en el valle del Ebro, y al pirenaico occidental, predominante en la montaña. Junto a ellos, Fusté distinguía un tercer grupo perteneciente al tipo armenoide o caucásico. Este último correspondería probablemente a una pequeña población de prospectores de metales que se extendió por la península al final de la Edad de Bronce. Según se decía entonces, estos misteriosos viajeros del neolítico procedían de Oriente y aparecen también en otras cuevas del norte de España, casi siempre ligados a las explotaciones de cobre. Nos es casual el auge que siempre ha tenido la industria metalúrgica en el norte de España y, muy particularmente, en el Páis Vasco.
El científico francés Alexander Baudrimont (1806-1880) sostiene, por su parte, que “los iberos de Occidente emigraron desde el Cáucaso, denominando Iberia a su nuevo territorio”, mientras Philippon, otro acreditado estudioso de la cuestión, va más lejos y aventura que “los iberos, al llegar a los Apeninos, se dividieron en dos grandes grupos, el uno descendió a la península Itálica, y el otro se extendió por la Galia, penetrando por las dos vertientes de la cordillera pirenaica en la península entonces ocupada por los tartesos”.
Mariam Lordkipanidze, decana emérita de la facultad de Historia de la Universidad de Tbilisi, que dirigió mis pasos a Uphlistsije, el más antiguo asentamiento conocido de los iberos caucásicos, me dio también otra pista importante para adentrarme en el origen de los vascos: la profesora Greta Tchantladze, veteranísima profesora de Historia de la Universidad de Tiflis, donde dirigió muchos años la cátedra de Vascología.
Como estamos entrando en arenas movedizas, prefiero medir bien mis pasos y parapetarme tras la voz autorizada de la profesora Tchantladze, la más grande vascóloga de Georgia, toda una vida dedicada al estudio de los orígenes del pueblo vasco. Sus investigaciones han encontrado una semejanza tal entre los rituales fúnebres de vascos y caucásicos que va más allá de lo meramente tipológico para entrar de lleno en el terreno de lo etnológico. “Tanto en el País Vasco como en Georgia son antiguas costumbres comunes verter vino en la tierra y agua en la sepultura cuando alguien muere. También en ambas tradiciones el árbol aparece como intermediario con el otro mundo (se planta un árbol cuando alguien nace y se tala cuando fallece). En el País Vasco, se corta madera de manera especial para el banquete que se celebra tras el enterramiento, mientras en Georgia también se corta un árbol para hacer las sillas y mesas nuevas en las que se celebrará el banquete funerario”, me aseguró con entusiasmo.
La profesora Tchantladze me comentó asimismo que le llamaban poderosamente la atención las antiguas sepulturas y dólmenes encontrados, de un parte, en nuestra península y, de otra, en la región de Abjasia, en el Cáucaso. Según me dijo, hay un parecido asombroso entre los dólmenes de la península ibérica y los hallados en al Cáucaso. Por si esto fuera poco, el gran lingüista alemán Wilhelm vom Humboldt, que ha dejado obras fundamentales en vascología, aseguraba ya en el siglo XIX que “los iberos (los vascos) partieron del Cáucaso y atravesaron Asia Menor” en su emigración hacia Poniente.
Entre los historiadores vascos es muy aceptada la tesis de su origen caucásico, pero dejando como al descuido su condición de iberos. Es éste, sin embargo, un concepto crucial que no sólo da plausibilidad a su procedencia, sino que resuelve un enigma histórico que viene de antiguo. El eminente, y ya citado, Nicholas Marr (1864-1934), autor de la teoría que sostiene que las lenguas caucásicas, semitas y vascuences provienen de un tronco común, consideraba a iberos y vascos como pueblos hermanos. Es más, se atrevió a precisar la ruta que habrían seguido los emigrantes vasco/iberos “desde el valle del Kurá (¿Msjeta? ¿Uplistsije?), siguiendo el curso del Rioni hasta el Mar Negro y bordeando, después, la costa oriental de este mar hacia el norte, para atravesar Abjasia, dejando atrás el Cáucaso, y dirigirse posteriormente hasta la península Pirenaica, donde ya estaban instalados muchos iberos que habían emigrado antes”. Claro, que otros historiadores apuntan a la posibilidad de que hubiera dos rutas, una de ellas por mar, cruzando el Mediterráneo.
Engels, que, además de compartir con Marx ideas revolucionarias, fue un gran estudioso de los primeros pobladores de Europa, descubrió que los iberos, a diferencia de sus predecesores, acostumbraban a enterrar a sus muertos tumbados sobre la espalda: “Así se han encontrado numerosos esqueletos y cráneos que han permitido reconstruir la forma de sus cuerpos. Los iberos eran cortos de talla, tenían cráneos alargados, frente estrecha, arcos superciliares prominentes, nariz aguileña, pómulos afilados y mandíbulas poco desarrolladas, indicadores todos ellos de que los representantes actuales de esta raza son los vascos”. Para Engels, las poblaciones neolíticas, no sólo de España, sino también de Francia, Inglaterra y Alemania (al menos, hasta el Rhin) pertenecían a la raza ibera.
Así, pues, de acuerdo con las tesis de éstos y muchos otros reputados especialistas, parece claro que el pueblo vasco estaría formado por tribus iberas que, emigradas de la región del Cáucaso, se habrían establecido en las montañas del norte de la península en sucesivas oleadas. Y, lo que es más importante, las peculiares características étnicas, linguísticas y culturales que les diferencian del resto de los pobladores de la península se deberían más al hecho de haber vivido endogámicamente, sin mezclarse con otros pueblos, que a factores de origen o raza.
De menor valor académico, quizá, pero extraordinariamente revelador es el relato que me hizo hace tiempo Ramón Torrelledó, uno de los directores de orquesta más internacionales de nuestro país y alguien ajeno por completo a estas tesis, tras regresar de dirigir un concierto en una de las repúblicas caucásicas de la difunta Unión Soviética: “Me quedé asombrado cuando escuché la música folklórica de aquel lugar. Tenía el mismo compás que el Sortziko vasco, cinco por ocho, y los pasos de los bailarines eran como un Aurresku”.
Las fotos que ilustran esta crónica han sido tomadas con una cámara Fujifilm X-E2
Europa