He de empezar aclarando que Eslovaquia nunca fue un reino per se, pero cuando los otomanos tomaron el reino húngaro, su capital, Bratislava, antiguamente conocida como Presporok por los eslovacos, Presburgo por los germanos y Pozsony por los húngaros, se erigió en capital temporal del Reino de Hungría, al estar muy próxima a Viena, la capital imperial. Con tal motivo todos los veranos, a finales de junio, tiene lugar en Bratislava una fabulosa ceremonia de la Coronación, que recrea las diecinueve coronaciones reales que tuvieron lugar en la Catedral de San Martín. En 1536, la actual Bratislava fue declarada capital del reino de Hungría. Aquella pequeña ciudad a orillas del Danubio se convirtió así en el centro administrativo y residencia real, donde los distintos reyes de Hungría fueron coronados, siendo el primero Maximiliano, de la dinastía de los Habsburgo, y el último Fernando V. La primera mujer coronada que reinó sin ser consorte de ningún rey fue María Teresa, quien solemnemente aceptó el título de Reina de Hungría en la catedral de San Martín en Bratislava.
La primera vez que asistí a estos fastos, hace ya un buen número de años, me quedé prendado del entusiasmo con que el pueblo participaba en ellos, abarrotando las calles al paso de la comitiva. No recuerdo cómo conseguí un sitio de excepción en la primera bancada de la catedral, pero por la manera en que me miraba el gentío supe que era un raro privilegio. Toda la larga ceremonia tuvo lugar ante mis ojos, al pie del altar, así que no me perdí detalle. El boato, el vestuario, la caracterización de los actores y la solemne procesión posterior a caballo por las viejas calles del casco histórico me parecieron tan auténticas que llegué a sentirme atrapado en el tiempo, contagiado de la emoción popular mientras el actor que representaba al monarca juraba, ante Dios y ante su pueblo, defender el reino hasta la muerte. Aunque, todo hay que decirlo, ni uno sólo de los diecinueve monarcas coronados históricamente en esta catedral fue jamás eslovaco. Mucho han cambiado las cosas por aquí desde entonces. Las ceremonias han ganado en público y han perdido en emoción. Como ha pasado en tantos lugares de España, el tradicional fervor popular ha devenido en un gran espectáculo turístico. Los espectadores ya no están compuestos exclusivamente por un pueblo entregado que revive con intensidad su historia. Hay ya tantos, o incluso más, turistas curiosos y ociosos que locales involucrados, lo que nos da una idea de la rápida transición que está sufriendo esta ciudad, cada día más amistosa, acogedora y barata. Pero éste es un tema del que habrá que ocuparse más adelante.
En otro orden de cosas, el inexcusable punto de referencia en el corazón de esta agradable ciudad es el monumento a Roland, que aún sigue siendo para los bratislavos lo que la Cibeles es para los madridistas, una referencia inexcusable. Situado en la Plaza Mayor, escenario de los grandes acontecimientos populares, está rodeado de un gran pilón de agua que el emperador Maximiliano donó a la ciudad tras un voraz incendio que se produjo el día de su coronación. El caballero con armadura medieval que aparece en lo alto de la columna no es otro que el propio emperador, pero, por mor de la leyenda, el pueblo ha dado en considerar que se trata del legendario Roland, caballero andante y protector de las ciudades. Una arraigada tradición sostiene que cuando una pareja pasa delante de la fuente de Roland, éste gira la cabeza si la doncella es virgen. Le hice notar maliciosamente a mi joven y atractiva acompañante que la estatua ni se había inmutado cuando pasamos ante ella. Me replicó que “eso sólo ocurre cuando, además de ser virgen la chica, el caballero que la acompaña es honrado, valerosos y fiel”. ¡Touché!
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