Las televisiones de todo el país repitieron la escena hace tiempo hasta la saciedad. Cayetano Rivera, el torero de moda, caminaba ligero hacia atrás, defendido por su capote, buscando la distancia con un morlaco que le seguía sin cederle ni un metro. De pronto, trastabilló y cayó a los pies del animal que se le echó encima y lo mandó a la UVI de un rodillazo en el hígado. La escena me remitió a Tash Rabat, un praderío a casi cuatro mil metros de altura en los contrafuertes del Pamir, en la frontera entre Kirguistán y China. El crepúsculo iluminaba el vallejo con su mejor luz en un marco de prados verdes y montañas nevadas, cuando divisé un pequeño grupo de animales que descendían por una loma. Eran yaks que se habían separado del rebaño que pastaba más arriba.
Nunca había visto antes un ejemplar de esos toros de largas lanas que les cuelgan casi hasta el suelo, así que corrí hacia ellos. Notando su recelo, aquieté el paso e inicié un rodeo para no espantarlos y dejar el sol a mi espalda. Las bestias se reagruparon defensivamente. Con algún cuidado, decidí acercarme más. Cuando iniciaba la maniobra, el macho negro me encaró y se arrancó como un toro bravo, derecho hacia mí. No esperaba que los yaks embistieran, así que me quedé petrificado hasta que en algún lugar de mi cerebro se disparó una inyección de adrenalina. Entonces, consciente del inminente peligro, reaccioné de la peor manera posible, es decir, huyendo a la carrera. El animal, envalentonado, ganaba terreno claramente sin que yo lograra encontrar protección ni amparo en aquel inmenso descampado.
En ésas que se encendió un destello de luz en mi entendimiento y recordé que muchos animales sólo atacan en la huida y no cuando se les hace frente. Decidí probar suerte, porque era mi única alternativa y, en plena carrera, me giré para mirar a la cara del morlaco, que ya estaba muy cerca. Mi adrenalina subió de intensidad unos cuantos grados al sentir la proximidad de aquel bólido negro, a punto de alcanzarme. Cuando ya sólo esperaba el terrible testarazo de la embestida, me sorprendió la reacción del animal que, al ver mis ojos y escuchar mis gritos, pareció dudar un instante y frenó su acometida.
Por un momento llegué a pensar que estaba salvado, pero la inercia de la carrera y el brusco giro que me habían llevado a correr de espaldas unos metros, me hicieron trastabillar, perder el equilibrio y caer al suelo, inerme, en los mismos morros del yak, aunque sin quitarle la cara. ¡Igual que Cayetano!. El animal miró entonces largamente mi cuerpo tendido en el suelo y, en lugar de embestirme, optó por volverse sobre sus cuartos traseros, conformándose con una victoria sin sangre. ¡Ufff…! Desde entonces los yaks me caen muy bien. Me parecen animales nobles, valientes y compasivos.
(Cayetano, colega, en el mismo trance tuviste peor suerte que yo, pero admite que tú querías matar a aquel toro y yo sólo pretendía fotografiar al yak).
Asia & Oceanía