Hoy te propongo un viaje interior con el propósito de entrar en ese proceloso e intrincado universo que encierra las claves del comportamiento humano: el cerebro. Soy consciente de que se trata de un viaje interior, con sus peligros y limitaciones, pero no hay otro modo de profundizar en los misterios del pensamiento, conocer los orígenes del deseo, o indagar aquellos inexplicables resortes de la voluntad que ponen en marcha los mecanismos químicos y nerviosos. Las más elementales consideraciones sobre el funcionamiento endocrino y neurológico ya arrojan la suficiente luz para comenzar a comprender la conducta de nuestra especie: los hábitos, pasiones, instintos, impulsos e inhibiciones que nos hacen como somos y no de otra manera.
Para empezar hay una cuestión fundamental. ¿Son las pasiones el desencadenante de los procesos químicos o son éstos quienes las propician? El doctor Hans Selye demostraba en los años sesenta en su laboratorio canadiense que las hormonas eran las responsables de los estados de ánimo que causan el estrés. Sus estudios parecen probar que, en efecto, es la química la que determina nuestras emociones y comportamiento. Poco después, un profesor de neurofisiología de la universidad de Burdeos, Jean-Didier Vincent, afirmaba que basta inyectar una infinitésima dosis de cierto péptido en el encéfalo de un cobaya para que este realice de inmediato la secuencia completa del acto sexual. El doctor aseguraba que el estallido final del coito iba seguido de una liberación masiva de endorfinas que provocaban, con su acción inhibitoria sobre las células nerviosas del hipotálamo, la saciedad sexual. En otras palabras: tras el péptido del deseo, otros péptidos garantizan el reposo del guerrero.
Algún tiempo más tarde, el profesor Rodríguez Delgado, a la sazón profesor en la universidad de Yale, alcanzó fama mundial con sus demostraciones públicas de cómo puede condicionarse la conducta de un animal (o persona) estimulando eléctricamente ciertas regiones de su cerebro. Eligió para el caso una plaza de toros y un bravo ejemplar de casta, al que previamente se le habían implantado unos electrodos. Actuando en la distancia, al abrigo de la barrera, el profesor se ayudaba de un transmisor de ondas con el que estimulaba o inhibía el córtex del animal, llevándolo, a voluntad, de la furia de la embestida a la mansedumbre del cabestro. El experimento fue portada en la revista Time. El propio profesor me aseguraría algún tiempo después que “percibir es deformar la realidad”, algo que se asemeja mucho a la milenaria filosofía védica que asegura que nada existe sin un perceptor. Y también al sorprendente hallazgo del doctor Fedrizzi, un profesor de Física Cuántica que ha logrado probar recientemente en un laboratorio inglés que “la realidad no existe, todo está en función del perceptor”.
Al mismo tiempo que estos descubrimientos asombraban al mundo y abrían nuevos caminos, en la soleada California el doctor Kenneth R. Pelletier, director del Centro de Medicina Psicosomática del Gladman Memorial Hospital de Berkley, daba a conocer el resultado de unas laboriosas investigaciones que le habían llevado a la conclusión de que el carácter de una persona es en gran parte el responsable de la mayoría de las enfermedades degenerativas: infarto, cáncer, artritis y desórdenes respiratorios, que asuelan al hombre civilizado. “Del mismo modo que nuestra mente puede desencadenar mecanismos asesinos -afirmaba el doctor Pelletier- también es capaz, si recupera su equilibrio y armonía, de convertirse en el más potente agente curativo que uno pueda imaginar”. Sus trabajos se centraron durante años en indagar la relación entre el temperamento, carácter y costumbres de una persona y el tipo de enfermedades desarrolladas. Hoy se atreve a aventurar, mediante un simple test psicológico, el tipo de enfermedades que un determinado individuo es susceptible de padecer en los próximos quince años de su vida, con un ochenta y cinco por ciento de probabilidades de acierto. Según él, son los rasgos predominantes del carácter, las emociones enquistadas, los que van erosionando el sistema hasta romper su equilibrio.
Por su parte, el Dr. Joe Dispenza, autor, entre otros muchos libros, de “El placebo eres tú”, que se ha hecho extraordinariamente popular en Estados Unidos en los últimos tiempos por sus investigaciones sobre los efectos de la meditación en el cuerpo y el cerebro, asegura que “la mente posee unas capacidades asombrosas. No solo es capaz de transformar la experiencia sino también de influir en la materia. Tomando el control del pensamiento y las emociones podemos reprogramar nuestras células, ya que poseemos la maquinaria biológica y neurológica necesaria para hacerlo”.
Algún tiempo antes, el veterinario australiano, Ian Gawler, ya había publicado un sorprendente best sellar titulado You can Conquer Cancer, escrito tras superar, milagrosamente y contra todo pronóstico, un cáncer diagnosticado como terminal por la medicina. “La actitud mental positiva es la mejor medicina contra los tumores asesinos”, solía repetir a quien quisiera escucharle.
Esta creciente concordancia entre lo viejo y lo nuevo, la tradición y la investigación, la sabiduría y la ciencia, refuerza la verosimilitud de los hechos y nos obliga a pensar que quizá no eran tan descabelladas las tesis que mantuvo aquel controvertido doctor alemán Ryke Geerd Hammer -repudiado por diversos colegios médicos europeos y fallecido en Noruega en 2017- sobre las causas originarias del cáncer y su posible curación. Hammer sostenía que los tumores y otras enfermedades análogas tienen su génesis en un tremendo impacto emocional vivido por el individuo que afectaría simultáneamente a sus aspectos psíquico, cerebral y orgánico. Según la naturaleza e intensidad dramática de este hecho, se produciría un caos celular en algún punto del cerebro relacionado con ciertos órganos o tejidos, que serían las víctimas finales del desorden cerebral, desarrollando la enfermedad. La terapia propuesta por el doctor Hammer consistía en descubrir el drama desencadenante del mal y asumirlo para restaurar el equilibrio electroquímico y revertir el proceso. Hammer traspasó ciertamente la cautela que impone la ciencia y se fanatizó hasta perder la credibilidad científica, pero, en cierto modo, anticipó lo que ya va siendo aceptado gradualmente por la ciencia.
Nos encontramos así con que la misma mente que mata podría curar si se controlaran las emociones, pero ¿cómo anularlas si, a su vez, están producidas por descargas hormonales fuera de nuestro control? Parece una pescadilla que se muerde la cola, pero hay un punto de inflexión en el que la voluntad humana puede intervenir para modificar los actos y actitudes de cada persona. Se trata del libre albedrío. No cabe duda de que somos herederos de nuestro pasado y víctimas de hábitos adquiridos y codificados en reacciones químicas que tienden a repetirse y condicionan nuestra conducta, pero no es menos cierto que también podemos ser los arquitectos de nuestro futuro, ya que el inmenso poder del libre albedrío nos permite modificar nuestra conducta a voluntad y establecer nuevos códigos o patrones de comportamiento que den lugar a la implantación gradual de una nueva impronta neurológica y hormonal. Somos como somos, porque nuestras acciones en el pasado han creado una serie de tendencias -psicológicas y orgánicas-, que conforman nuestro proceder, pero en cada situación la propia voluntad tiene la posibilidad de modificar nuestros patrones de comportamiento.
Desde luego, no se pretende aquí sugerir que baste la voluntad para curar cualquier enfermedad degenerativa, sino recordar que muchos hábitos y estilos de vida equivocados que, a la larga, provocan estos males, pueden ser reformados con el ejercicio de la voluntad, dando lugar a nuevas actitudes positivas y a patrones de conducta que permitan al sistema combatir con eficacia cualquier mal. Y no soy el único en recomendarlo. El eminente doctor y catedrático de psiquiatría Enrique Rojas (ver foto de portada) parece acudir en mi auxilio al declarar recientemente a un periódico español que “la voluntad es una pieza esencial de nuestra psicología y la voluntad fuerte, firme, sólida y consistente es una auténtica joya”. No hay cuerpo que pueda considerarse completamente sano sin una mente lúcida, equilibrada y positiva. Y ahí interviene la voluntad, sin duda la más misteriosa y poderosa herramienta humana.
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