¿Recuerdas aquel adolescente que se escapó de casa hace unos cuantos años y se sentó a ayunar y meditar bajo un baniano en plena selva, en el sur de Nepal, y luego, muchos meses más tarde, desapareció? En la época, me interesó tanto su historia que no dudé en presentarme allí, a pesar de que, para ello, había que atravesar un sinfín de pasos de montaña controlados por la guerrilla maoísta.
Su madre, que para mayor enredo se llama Maya Devi, como la de Gautama Buda, era una campesina que había traído al mundo nueve hijos. Me dijo que cuando se enteró de que su tercer varón, el joven Ram, de tan sólo quince años, había escapado al bosque durante la noche y pensaba pasarse seis años meditando bajo un árbol, fue a buscarle y le suplicó que volviera a casa. Pero la seca respuesta de su hijo la dejó sin palabras: “Si no dejáis de molestarme, me quedaré veinte años, en lugar de seis”
Ocho meses después de aquella breve conversación, el chico permanecía meditando bajo un árbol, sin tomar alimento alguno. Lo más asombroso es que seguía vivo. De eso doy fe. No cabe ninguna duda porque el pelo y las uñas le siguían creciendo; además, había dado otras señales de vida. Su primo Prem Lama, un año mayor que él, que le cuidaba desde el primer momento sin apartarse de su lado, me confió que el séptimo día de retiro, harto de que la gente acudiera a molestarle, a tocarle e incluso a pellizcarle, se levantó y se perdió en la espesura para regresar al día siguiente. En esta ocasión eligió para sentarse un árbol contiguo al anterior y trazó un amplio círculo alrededor, lo que fue interpretado de inmediato como una señal de que no quería que nadie se le acercara. El cambio de árbol pudo, o no, haber sido inocente, pero lo cierto es que el nuevo emplazamiento lo situó en un lugar mucho más visible y prominente desde la distancia. Setenta y cinco días más tarde, el buda (así se le conocía por allí) accedió a mudarse de ropa e intercambió por primera vez unas breves palabras con su primo. No volvió a romper su silencio ni a dar señales de vida hasta pasados cuatro meses, en esta ocasión para decir que había sufrido dos picaduras de serpiente sin consecuencias y que quería que se organizara allí la celebración de un gran festival religioso. En todo este tiempo, no ingirió, que se sepa, alimento alguno.
Ante la masa de devotos que acudía sin desmayo a verle meditar en la selva, un monje local, Sanu Kancha Lama, pasó a coordinar los aspectos espirituales con el lamasterio de Lumbini, ciudad natal de Buda, que, a su vez, nombró una comisión de once monjes para velar y supervisar el desarrollo de los acontecimientos, con lo cual, de hecho, el lamasterio se hizo cargo del asunto. No así el gobierno de Nepal, que nunca quiso saber nada. Cuando la “comisión” escribió al ministro solicitando ayuda y reconocimiento oficial, no obtuvo respuesta. Llegaron a sugerir en su carta que la Real Academia de Ciencias de Nepal investigara el fenómeno y emitiera un informe, siempre y cuando las pruebas se hicieran sin tocar ni molestar al buda, pero nada; nadie se tomó la molestia de contestar. Así que todo quedó en manos de los lamas que enviaron al médico del monasterio para certificar a voleo que el chico estaba bien y que nos hallábamos ante un auténtico fenómeno espiritual de dimensiones incalculables. Al fin y al cabo, el propio Buda estuvo menos tiempo en contemplación y con menos austeridades.
Por un gesto especial del lama Sanu Kancha, y tras vencer no pocas reticencias, se me permitió atravesar todas las portillas de seguridad que contenían la riada de visitantes y acercarme hasta una distancia de unos cuatro o cinco metros del buda, algo verdaderamente insólito que nadie por allí recordaba haber visto desde los primeros días. El raro privilegio, que agradecí, me permitió ver las cosas muy de cerca. En honor a la verdad he de decir que, más que impresionarme, la visión del chico cobijado en la oquedad de aquel magnífico árbol me sobrecogió. Recostado exánime sobre el tronco, lejos de esa imagen de firmeza, centramiento y serenidad que suele transmitir la postura meditativa, el muchacho parecía un cadáver andrajoso, un muñeco abandonado, sucio y gris. El pelo le cubría ya media cara, tapándole los ojos; las manos reposaban fláccidamente sobre el regazo y, de no haber sido por el magnífico tronco que le sujetaba, creo que su cuerpo hace tiempo que habría rodado por el suelo. Nadie diría, al verle, que estaba dormido, tal era el grado de laxitud de sus músculos, sino más bien “hibernado”.
En la espiritualidad budista que se desarrolló alrededor de los himalayas no ha sido infrecuente que un renunciante se retirara a una cueva aislada a meditar, desnudo y prácticamente sin comida, hasta que, mucho tiempo más tarde, alguien le recogía y atendía durante su recuperación. Lo normal era que, después de esta dura prueba, que jamás trascendía más allá de unos estrechos límites, el asceta se consagrara al monacato en algún lamasterio. Pero en Oriente hay que andarse con pies de plomo porque la leyenda ronda la historia y nunca se sabe donde acaba la una y empieza la otra.
Cada día que pasaba, el mito del Pequeño Buda crecía. En la cultura hindu/budista, que ha dado al mundo los Upanishads, el Ramayana o el Bhagavad Guita, los milagros son cosa cotidiana, algo que tiene que ver con otras dimensiones de la conciencia y supera de largo las limitaciones de lo conocido. Por eso me malicio que el interés de los científicos por este caso terminará más centrado en ver de aprender alguna cosa que en tratar de explicar lo inexplicable. Al fin y al cabo, ya se sabe que a las gentes de fe lo que les gusta es el misterio, y no que se lo destripen.
Por eso la misteriosa desaparición del pequeño buda del lugar donde meditaba en el bosque, no hizo sino agrandar su leyenda. Dicen que la víspera de ese día se produjo un fuego en la selva, en las inmediaciones del baniano que ocupaba el joven renunciante. Los esfuerzos de los guardas y cuidadores estaban resultando infructuosos para apagar las llamas, cuando el buda se levantó de su oquedad en el tronco y, con su propia túnica, las sofocó, volviendo de inmediato a su meditación. Lo más extraordinario, como pudieron comprobar atónitos los que allí se hallaban, es que no quedó el menor rastro del fuego en los arbustos que se quemaron y ni siquiera en la túnica del lama. Para muchos, ese era el milagro que esperaban. Las primeras luces del siguiente día alumbraron un tronco desnudo. El joven buda había desaparecido durante la noche.
A los pocos días, sin embargo, de esta misteriosa última desaparición, que tuvo lugar en el año 2006, el propio renunciante se presentó voluntariamente ante los que le buscaban en la selva y les dio un mensaje claro y terminante: “He encontrado un sitio donde quiero permanecer seis años en meditación. Os ruego que no me busquéis. Estaré bien. Al cabo de ese tiempo, reapareceré”. Y, sin más, se perdió de nuevo en la espesura dejando desconcertados a sus buscadores. Aquí acaba la historia conocida. Pero, ¿qué fue de él tras esta última -¿y definitiva?- desaparición? ¿Reapareció un buen día convertido en un santón iluminado? ¿Vive refugiado en el anonimato de algún remoto lamasterio? ¿Ha muerto de hambre e inanicción en la selva?
Nada de eso. El próximo día contaré qué ha sido de su vida desde aquellos años… y más de uno se llevará una buena sorpresa.
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