Para combatir el frío en las altas montañas que rodean el valle de Cachemira los hombres acostumbran a colocarse un kangri, una especie de tiesto de barro lleno de brasas, bajo el pheran (la típica túnica larga de lana), a modo de brasero. Pero el principal problema de la región en ese imponente macizo donde coinciden las tres mayores cordilleras del mundo -el Karakorum, el Hindu Kush y el Himalaya, cuyos valles, pasos y glaciares se disputan Pakistán, India y China-, no es el frío, sino que no existen fronteras claramente establecidas, sólo una difusa línea de alto el fuego, en la que cada potencia tiene desplegado a su ejército y defiende con uñas y dientes el desolado territorio que ha logrado arrebatar a su vecino. Muy cerca de esa línea invisible serpentea agónicamente una de las carreteras más hermosas y peligrosas del mundo, la que lleva de Srinagar a Leh, la capital de Ladakh. El trayecto, algo menos de quinientos kilómetros, se hace en dos días, siempre que se acierte a coordinar el horario con los convoyes militares que suelen cruzarse en Sonamarg, justamente donde comienza Ladakh. La ruta está abierta sólo de junio a octubre y cubrirla en coche constituye una aventura en si misma, con desiertos lunares de arenas negras, precipicios abismales y puertos por encima de los cuatro mil metros. La noche suele pasarse en Kargil, a mitad de camino, el punto más cercano a la línea de alto fuego.
Kargil, como Dras, considerada la ciudad más fría de la India, con temperaturas por debajo de los 50º bajo cero en invierno, son enclaves estrictamente chiítas, habitados por dardos, una etnia indoaria procedente de Galgit (Baltistán). Los dardos son endogámicos y habitan también el remoto valle de Dah-Hanoo, donde cada año tiene lugar un festival de la fertilidad, vedado a los extraños, en el que las mujeres deben acostarse cada día con tantos hombres como puedan durante una semana. Eso se supone que garantiza la perpetuación de la raza aria, de la que están tan orgullosos.
A la entrada de Mulbeck, el siguiente punto habitado después de Kargil, una gigantesca imagen de Maitreya, excavada en la roca viva por misioneros budistas en el siglo III antes de Cristo, anuncia con la alegría de sus banderolas multicolores que uno ya se encuentra en territorio budista. Aunque los conductores dicen que jamás ningún vehículo ha caído a los abismos por los que transcurre la ruta, pocos pasajeros pueden evitar la aprensión. Lo ideal, si no se dispone de mucho tiempo o coraje, es volar desde Srinagar a Leh, apenas una hora de vistas sublimes sobre los inacabables picos nevados del Himalaya, tan cercanos cuando uno se asoma por la ventanilla del avión que podría distinguirse perfectamente a una persona que caminara por ellos. Lo malo es que este vuelo sólo tiene lugar una vez por semana.
Para terminar, les contaré lo que me ocurrió allí en una ocasión. Recién llegado al aeropuerto de Leh, me desapareció el equipaje de mano mientras, sentado en un banco en la amplia explanada exterior de la terminal, esperaba ociosamente la llegada de algún transporte. Mi inseparable bolsa negra, donde arrastro cámara, ordenador, documentos, papeles, pasaporte y una serie de útiles imprescindibles estaba en el suelo junto a mí. Era un lugar tranquilo y solitario, de esos que invitan al viajero a bajar la guardia. Apenas un coche o dos se acercaron a recoger a algún recién llegado en el único vuelo del día. Al echar la ojeada de rigor a mi equipaje descubrí con horror que había desparecido como por ensalmo. Inmediatamente di la voz de alarma y me dirigí al control de policía. Allí repasamos las cámaras y pude verme a mi mismo cruzando la diminuta terminal arrastrando mi bolsa negra. Cuando, acto seguido, trataron de encender las cámaras de fuera que debían darnos las imágenes de lo sucedido, el policía me hizo saber con gesto compungido que no estaban funcionando ese día. Mi guía, un avispado joven local, me dijo entonces con asombrosa seguridad que era imposible que me la hubieran robado porque estábamos en un país budista. Su razonamiento me sorprendió por ingenuo e incongruente, ya que era evidente que alguien se había llevado mi equipaje. Es una larga historia, así que iré directamente al final, cuando el mismo guía recibió al anochecer una llamada mientras tomábamos un té en el centro de la ciudad. El director del hotel donde me alojaba le decía que la policía estaba esperándome allí. Tomamos un taxi de inmediato y poco más tarde estábamos ante una comitiva de no menos de cinco personas, todos muy serios y circunspectos. El director de la policía, tras saludarme muy serio, me mostró solemnemente mi bolsa negra y me pidió que la repasara cuidadosamente a ver si faltaba algo. Lo hice en su presencia sin echar nada en falta: los documentos, el dinero, el ordenador, la cámara… todo estaba en su sitio. Nadie supo explicarme qué pasó, y yo tampoco quise indagar más. Lo que realmente ocurrió es otra larga historia que algún día, en alguna tertulia animada, acaso le cuente a alguien. Por hoy dejó el relato aquí, pero la semana próxima volveré con una nueva crónica desde Ladakh, el antiguo reino tibetano, hoy perteneciente a la India. Su capital es Leh, pero el mayor interés se centra en sus increíbles monasterios budistas y sus paisajes lunares a lo largo del río Indo.
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