Nadie sabe por qué en Kioto hay tantos cerezos, ni por qué deciden florecer justamente cuando lo hacen, pero cuando estalla la primavera toda la ciudad amanece vestida de rosa y blanco y es entonces cuando explota también el hanami, la contemplación de los cerezos en flor, que este año ha llegado en los últimos días de marzo. Es entonces cuando Kioto se transforma en la ciudad más mágica, indescriptible y maravillosa del mundo. Los más de mil templos y pagodas que la adornan se visten con sus mejores galas, mientras se acentúa la conmovedora belleza de sus delicados jardines y las frondosas avenidas de los barrios residenciales aparecen salpicadas de pinceladas impresionistas en tonos pastel, como si un pintor enfebrecido por la llegada de la primavera hubiera pasado la noche dejando las huellas de su paleta sobre el verde luminoso de los árboles.
Hasta las últimas geishas de Gion o Hanamachi, de costumbres tan reservadas, salen esos días de sus herméticas guaridas para sumarse a la fiesta adornadas con lujosos kimonos a juego con la estación. Ante tanta belleza, no es de extrañar que los japoneses celebren con entusiasmo el acontecimiento. En todas las casas se preparan comidas especiales y un postre universal: la tarta de cerezas. Nadie sabe tampoco por qué, ya que los cerezos japoneses sólo dan flores, no frutos, pero éste es un país de contrastes donde muchas veces lo mejor -ya lo he aprendido- es no pedir explicaciones.
Aparte de la magnífica floración, en Kioto es casi obligado dedicar la primera visita al formidable castillo de Nijo, un impresionante complejo de palacios de madera encerrados tras una formidable muralla y rodeados de un foso de agua que construyo el shogun (señor feudal) Ieyasu a principios del siglo XVII y que ahora forma parte del Patrimonio de la Humanidad. Si lo que el shogun pretendía, como se dice, con tanta ostentación de poder y riqueza era impresionar al emperador y menoscabar su autoridad, no es de extrañar que temiera una represalia imperial, así que las sólidas tarimas de madera de cedro –abrillantadas con salvados de arroz- que cubren porches y pasillos se ensamblaron de tal manera que crujieran al pisarlas para que nadie pudiera acercarse al señor sin ser apercibido. Del mismo modo, el laberíntico complejo de paneles corredizos de papel de arroz que separan unas estancias de otras, primorosamente pintados por los mejores artistas, ocultaba cámaras secretas desde donde celosos guardianes observaban sin ser vistos. Pero lo más llamativo del castillo son sus maravillosos jardines, reventados de flores, que los innumerables turistas, japoneses en su mayoría, que lo invaden todo no paraban de inmortalizar disparando sus cámaras y teléfonos móviles como si quisieran abatir la primavera.
¿Pinos enanos o enormes bonsáis?. Siempre me quedará la duda al referirme a los primorosos árboles que rodean el estanque de Kinkakuji (Templo Dorado), la antigua casa de campo de otro refinado shogun que terminaría convirtiéndose en emblemático templo budista. Sin embargo, los espectaculares tejados curvos, en forma de pagoda, y las paredes recubiertas de láminas de oro que brillan como soles en el ocaso no hubieran alcanzado la fama que hoy ostentan de no haber sido por el libro ‘El Pabellón de Oro’ de Mishima, aquel eterno aspirante al premio Nobel de literatura que terminaría haciéndose el haraquiri para mostrar al pueblo japonés que se había apartado de su tradición. Es imposible describir la belleza, la armonía, la emoción estética y el detalle cautivador que se siente al recorrer esas obras de arte, fruto de la complicidad entre la madre naturaleza y las exquisitas manos de los maestros jardineros japoneses, una profesión altamente respetada en aquel país.
Pero no todos los jardines japoneses son de plantas. En el antiguo templo zen de Ryoan la principal atracción es su jardín de piedras blancas, de estilo kare sansui (paisaje seco), en el que quince rocas de mediano tamaño destacan como islas, aparentemente dispuestas al azar, sobre un mar de guijarros blancos primorosamente rastrillados. Sin embargo, a mí el jardín seco me pareció lo menos interesante de ese templo maravilloso, lleno de rincones deliciosos y edificios bellísimos, enmarcados por ramas de cerezos en flor. Baste decir que mi cámara pareció volverse loca y estuvo más de una hora disparando fotos sin cesar. Querido lector, no dejes de aprovechar cualquier pretexto para organizarte un viaje a Kioto esta primavera. Me agradecerás el consejo.
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