Ya dejé dicho en una crónica anterior que viajar por Ladakh es como hacerlo por la luna. Sólo la serpiente azul del Indo pone un poco de color y vida al imponente paisaje erizado de picachos. Las márgenes del río rompen la monotonía gris del entorno con el milagro verde de la vida. El resto es piedra desnuda y desgarrada. A la derecha de la corriente se alzan las cumbres nevadas del Karakorum, mientras a la izquierda lo hacen los picos del Gran Himalaya. El Indo lo es todo en Ladakh, divide cordilleras y vivifica el paisaje. En sus márgenes se arriscan la mayoría de los monasterios, depositarios de la historia del país y auténticos faros de luz y esperanza para los sufridos ladakhíes, mayoritariamente budistas.
La capital, Leh, está situada en el valle del Indo, en lo alto de una enorme ladera pelada que desciende suavemente hasta el río, ocho kilómetros más abajo. Los tres mil quinientos metros de altura hacen que los primeros días las piernas parezcan de goma. Lo recomendable es dedicar, al menos, una jornada completa al descanso antes de iniciar la exploración de la región, pero tantas horas en el hotel pueden llegar a resultar tediosas y lo normal es que uno termine comprando pashminas en los bazares de la ciudad, que aquí son más baratas y de mejor calidad. O directamente visitando los innumerable monasterios del país.
Siguiendo el río, la principal carretera del país va engarzando los escasos núcleos de población como si fueran abalorios de un collar. Lo demás, son valles lejanos, como el de Zanskar, al que en invierno sólo se puede acceder caminando sobre el cauce helado del río que le da nombre, una epopeya que puede durar diez días. O el de Nubra, al norte, el más fértil de todos, que queda fuera de la zona visitable y precisa mucho papeleo para poder llegar a él. Allí, entre dunas de arena gris que contrastan con el verdor de sus campos, viven los changpa, los primeros nómadas que se desplazaron a Ladakh desde el vecino Tibet en busca de pastos para sus animales. Todavía habitan en rebos, tiendas hechas de pelo de yak y rodeadas de un muro de piedra, que comparten con sus animales. Los changpa se alimentan básicamente de tsampa (una especie de porridge de avena) y el inevitable gur-gur chai, un te fortalecido con mantequilla de yak, que ofrecen hospitalariamente a todos sus huéspedes, pero que pocos logran tragar. En el valle, además de trigo y avena, crecen también nueces y pequeños albaricoques, que casi siempre se comen secos.
Uno de los monasterios mas visitados de Ladakh es el de Thiksey, que cuenta con doscientos monjes y data del siglo XV. Lo más extraordinario son las vistas que se divisan desde su privilegiado emplazamiento sobre el valle del Indo. Pero ninguno supera al monasterio de Hemis, el más antiguo de todos, habitado por doscientos cincuenta monjes que encastran sus viviendas en la abrigada ladera adyacente, extramuros del viejo patio monástico donde se celebran cada verano los mas extraordinarios festivales de máscaras del país. Hemis es santo y seña, hontanar y cauce de la tradición budista mahayana, y se dice que en alguna de sus estancias más recónditas se guarda un viejo manuscrito, La vida de San Issa, el mejor de los hijos de los hombres, una especie de evangelio desconocido que relata las andanzas del joven Jesús (Issa en tibetano) y sus viajes iniciáticos por India y Tibet, donde, al parecer, pasó varios años formándose en las enseñanzas védicas y budistas antes de retornar a Palestina a predicar la ‘buena nueva’. Cuando se pregunta a los monjes sobre el manuscrito, sonríen y se evaporan. Mi amigo Rinchen, en cambio, que fue entregado por sus padres al monasterio siendo un bebé y ha pasado toda su vida viviendo como un monje más, me aseguró que el manuscrito existe y está guardado allí, en una de las doce salas secretas distribuidas por el cenobio. A saber.
En el Himalaya, al caer la tarde se apagan los valles y se encienden las cumbres. Cada roca se viste de luz y de color en las alturas, mientras el cielo exhibe sus mejores galas. Ocasionalmente, la silueta de algún chiru, una especie de antílope tibetano en peligro de extinción por su shatoosh, la lana más fina y preciada del mundo, aparece encaramado en lo más alto de un risco, recortándose impasible contra el cielo, seguramente abducido también por la magia del ocaso. Es, me digo, la imagen perfecta para encarnar el espíritu del Himalaya, un lugar hermoso, solitario, cargado de misticismo y quietud, pero también duro, inhóspito y difícilmente habitable. Sólo apto para aquellos que se recrean en vivir lejos del mundanal ruido, más cerca del cielo que de la tierra.
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