Vigeland fue un peculiar artista noruego que sustituyó los arces, las hayas y los robles de las afueras de Oslo por estatuas de hombres, mujeres y niños desnudos, mirándose hieráticamente como si hubieran sido congelados en un escorzo. Las broncíneas figuras, que debieran quizá estar repartidas por el parque, ocupando cada una su espacio y su rincón, han sido, sin embargo, alineadas en cueros, unas frente a otras, como si estuvieran rindiendo permanentemente honores a los atónitos turistas que pasean entre ellas. Al fondo, sobre una pequeña elevación escalonada, un obelisco de granito con una maraña de cuerpos desnudos pugnando por ascender (¿a dónde?) como si de una serpiente se tratara, recuerda las oscuras fuerzas del instinto que siempre empujan al hombre al margen de toda razón.
Muchos hablan del “erotismo” que desprenden las estatuas de Vigelan. La desnudez no es erotismo. El artista, me malicio, desnudó los cuerpos buscando desnudar las almas y mostrar al hombre tal como es, sin veladuras ni artificio. No hay en su obra ni un solo gesto provocativo, ni una actitud sugerente, ni un mal guiño erótico. Son sólo cuerpos desnudos, hombres, mujeres y niños en acción, reflejando situaciones cotidianas de la vida.
El artista logró imprimir en la piedra de los diversos conjuntos escultóricos que rodean el obelisco tal sensación de miedo, desesperación, angustia, resignación, terror… que nos lleva a pensar de inmediato en la víspera del Apocalipsis. Es tal la fuerza expresiva que desprenden esas imágenes que la desnudez resulta un detalle tan banal y natural como la desnudez de un cadáver. “Mañana lo serán”, parece decirnos el escultor con su cincel.
El parque se constituyó tras la demolición de la casa natal de Vigeland, en 1921. El municipio de Oslo decidió entonces otorgar al artista un nuevo lugar donde vivir a cambio de que donara al país sus nuevos trabajos. Vigeland se instaló en su nuevo estudio de Kirkeveien, en las cercanías de Frogner Park, hacia 1924. En los siguientes veinte años se dedicó intensamente a proyectar una exhibición al aire libre de sus obras, lo que, con los años, devino en el Vigeland Park. Allí trabajó hasta su muerte, en 1942, y en ese lugar quedaron también sus cenizas. No se si sus desnudos han sido correctamente interpretados. Quizá sus esculturas no reflejen sino el propio miedo del artista al futuro, a la vejez y a la muerte.
Eso es algo que no tienen los numerosos refugiados que han convertido el barrio de Gronland en una ciudad interétnica en la que los noruegos aparecen ocasionalmente como meras anécdotas rubias en un mundo de color. Me viene este pensamiento a la cabeza mientras deambulo al azar entre exiliados procedentes de todas las naciones en conflicto del mundo. En esta parte de la ciudad es más fácil encontrar en las calles bellas mujeres somalíes cubiertas con velos de Chanel, jóvenes afganos de ademanes sosegados, pakistaníes huidos de las madrazas de Peshwar o guerrilleros colombianos que oslenses con pedigrí. Todos viven de la generosidad del gobierno noruego que les aloja, les alimenta, les enseña el idioma y los va integrando lentamente. Una atractiva adolescente afgana de dieciséis años, Naguina, que lucía con orgullo su melena ensortijada tras el mostrador de la panadería en que trabajaba, me aseguró, mientras envolvía mis panecillos, que si vuelve un día a su país se pondrá de nuevo el burkha, porque “la mujer es algo demasiado precioso para mostrarse abiertamente en todo su esplendor. Es mejor evitar la tentación. ¡Ah!, y que sepas -añadió- que el burkha no tiene nada que ver con la religión. Es más antiguo que el islam”. Me dejó tan perplejo su comentario que no acerté a preguntarle por qué no se lo ponía aquí y, ya de paso, qué pensaba de los desnudos de Vigeland. ¡Lástima!
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