El eminente Karl Pribram, considerado en vida una de las mayores autoridades del mundo en lo que concierne al funcionamiento del cerebro humano, terminaría confesándome hace algún tiempo en Madrid, tras un implacable interrogatorio en el que, a falta de pentotal, hube de utilizar Rioja, que estaba convencido de que la memoria vive codificada en proteínas. Es decir, que cada vivencia o emoción experimentada por un individuo a lo largo de su vida se transformaría de inmediato en una proteína única que pasaría a incrementar su baúl de los recuerdos.
Cuanta más información acumule su cerebro, mejor equipado estará un individuo para responder a los retos de la vida. El ochenta por ciento de eso que llamamos inteligencia no es más que información o memoria; el resto, tiene que ver con la capacidad de cada uno para interpretarla y su habilidad para manejarla. Las paladas de proteínas con nueva información codificada que aporta al cerebro un sólo viaje de una semana son muy superiores a las que acumula cualquier hijo de vecino en una año entero de vida rutinaria.
En Oriente se piensa que los ojos o las piernas no son más que la materialización del deseo de ver o trasladarse. Es decir, de viajar. El viaje siempre nos lleva a descubrir lo desconocido, multiplicando las posibilidades de acumular valiosa información sobre el mundo y sobre uno mismo. El individuo que no viaja está condenado a la endogamia de la tribu y a la paranoia de ver una amenaza en todo lo que no conoce. El cosmopolita, por el contrario, goza de una mente abierta y flexible, capaz de adaptarse a las circunstancias cambiantes del entorno. En cada periplo ha de aprender a moverse en un territorio nuevo y trazar un mapa mental con las referencias que van apareciendo en su camino.
Ningún viajero puede avanzar con los ojos cerrados, como quien recorre cansinamente el camino de todos los días. No, viajar requiere un estado de alerta permanente para interpretar las señales, aprender los nuevos códigos de comunicación, detectar el peligro y reaccionar ante la sorpresa de lo inesperado. Curiosamente, las cualidades que desarrolla el auténtico viajero -flexibilidad, percepción, lucidez, determinación, imaginación e improvisación- son las mismas que exigiría cualquier empresario a su hombre de confianza.
El lector avisado ya habrá entendido que cuando se habla aquí de viajar no nos estamos refiriendo a ir de excursión, esa forma tan peculiar de visitar países que tiene el turista habitual, acostumbrado a moverse en espacios estancos (aviones, hoteles, autobuses) que le permiten ver el mundo como se ven los peces en un aquarium. Eso equivale a visitar una bodega sin probar el vino: no sirve para nada.
Precisamente, lo que diferencia al viajero del excursionista es su inmersión en la cultura que visita. El nómada o trotamundos no se atrinchera en “lo suyo” para percibir lo nuevo como algo ajeno, sino que se complace en compartir –comida, techo, usos y costumbres- para apreciar la sabiduría particular de cada lugar y recrearse en la diferencia. Así, poco a poco, se va desprendido de esas adherencias culturales que son los localismos paletos y haciéndose una persona de mundo, un miembro de la aldea global capaz de sentirse cómodo en las circunstancias más bizarras.
El viaje bien entendido es una auténtica escuela práctica de vida. Desarrolla la individualidad, la independencia, el respeto, la confianza en uno mismo y la capacidad de comunicación. La mente del viajero sin prejuicios se ve incesantemente fecundada por infinidad de experiencias enriquecedoras que terminan haciendo de él una persona más fuerte e inteligente. En el fondo, todo viaje no es más que una iniciación, un rito de paso, un prólogo de ese otro viaje interior que nos ha de llevar algún día a conocer los veneros del ser. La propia vida puede considerarse un viaje de ida que se inicia al nacer y concluye con el último aliento. En el camino, no parece haber otro acaso que acumular información, llenar de proteínas enriquecidas las bodegas del subconsciente y ver de entender mejor los misterios que nos rodean.
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