Faro queda un poco al margen del éxito turístico que disfrutan las playas del Algarve. Es la capital, sí, y dispone del único aeropuerto comercial de la región, pero pocos son los turistas que se toman la molestia de dedicar algún tiempo a conocerla. Ellos se lo pierden. Para mi ha sido un descubrimiento inesperado. Lejos de lo que imaginaba, me he encontrado una ciudad cómoda, limpia, tranquila y con una historia fascinante. Aquí se asentaron ya los fenicios. Después los cartagineses, los romanos y los visigodos. Más tarde llegaron los moros, quienes bautizaron la región con su nombre actual (Algarve, ‘El Occidente’) y finalmente Faro fue convertida en una ciudad cristiana. La dilatada historia de este enclave, que vio pasar tantos siglos, ejércitos y culturas, pervive aún en sus calles quietas, envueltas en ese silencio ancestral que se apodera del ánimo y que cualquiera puede percibir con gozo mientras transita sin prisas por el dédalo de callejuelas y placitas recoletas que componen el corazón de la ciudad vieja.
Pueden creerlo o no, pero aquí se está produciendo una revolución gastronómica. Y no va en la dirección de la sofisticada cocina moderna, no. Aquí tratan de recuperar y poner en valor su magnífica cocina tradicional. En Faro, la capital oficiosa del Algarve, una Asociación de amigos está dando un gran impulso a la cultura local a través de la llamada ‘Tertulia Algarvia’. Tienen un restaurante en pleno corazón de la ciudad histórica y allí dan clases de cocina a gentes venidas de todos los rincones de Europa. La chef y profesora, Ana Margarida Vargues, me subió a un tuc tuc una buena mañana y me llevó hasta el mercado local para llenar la cesta de verduras y peces recién pescados, mientras me explicaba cada iglesia, cada estatua, cada monumento, cada callecita, cada muralla centenaria… que nos salía al paso.
A pesar de los múltiples encantos de Faro, quizá sea su gastronomía lo que más sorprenda al visitante desavisado. En Faro se han preservado con buen criterio las esencias de la cocina ancestral algarvia, que hunde sus raíces en los excelentes productos de la tierra. El pequeño Mercado Municipal, relimpio y rebosante de productos frescos, me llevó a evocar de inmediato el madrileño Mercado de Chamartín, muy frecuentado también por los cocineros de postín de la capital de España. La compra fue tan breve y precisa como una operación quirúrgica. Margarida iba directamente a sus proveedores habituales y les recitaba con gran exactitud lo que deseaba. Enseguida le seleccionaban las mejores piezas y se iba al puesto siguiente, mientras su jefe se quedaba atrás abonando la cuenta.
De regreso al restaurante, hubo que subir a la primera planta, donde está la escuela. No se diferencia mucho de la sala de un restaurante cualquiera, excepto en que, al fondo, hay una gran mesa/cocina, tras la que Margarida opera mientras los alumnos observan, y ocasionalmente participan, desde el otro lado.
La gran protagonista del evento es la cataplana, una especie de cacerola semiesférica (las tradicionales eran de bronce, aunque en la actualidad son simplemente metálicas), que se abre por la mitad. En el cuerpo inferior se van echando los distintos ingredientes, empezando por los más aromáticos, y cuando termina el proceso, se cubre con la tapa y ¡a esperar!. En cierto modo, podríamos considerar este ingenio como un rudimentario precursor de la olla exprés, cuya mitad superior se abre sobre unos goznes y, una vez cerrada, se fija con un simple broche metálico. Allí dentro se van cociendo a la temperatura precisa la gran variedad de productos que Ana Margarida ha seleccionado para lo ocasión.
Si la paella es el nombre del recipiente donde ésta se elabora, lo mismo puede decirse de la cataplana, que ha terminado dando nombre a los platos cocinados en ella. Como ocurre con la paella, son infinitas las variedades que pueden hacerse, dependiendo de los ingredientes utilizados. Para la ocasión, Margarida eligió una gran variedad de vegetales de la zona y añadió unas pocas gambas frescas peladas y unos trocitos de pescado blanco del día. La cocción, como la de la paella, lleva su tiempo y, al final, se presenta en la mesa dentro del mismo recipiente en el que ha sido cocinada. Así me la sirvieron en la terraza del local, en la recoleta placita de Alfonso III, encajonada entre el jardín posterior de la Seo y la bella fachada del Museo Arqueológico. Y frente a la mirada imperturbable del prócer, cuya estatua preside el lugar con gesto adusto.
Hay más, muchísimo más que contar del Algarve, de Faro y de su sorprendente entorno, pero ya lo iré haciendo en sucesivas crónicas.
¡Ah! La foto de la portada corresponde a una joven turista eslovena que se atrevió a lanzarse al vacío en salto acrobático. Afortunadamente, todo terminó bien.
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