Mi buen amigo Jaydeep Mukherji, presidente de Meghdutam Travels, un acreditado touroperador bengalí que lleva muchos años promocionando por el mundo el Durga Puya de Calcuta, acaba de comunicarme exultante que, tras años de papeleo, el famoso festival anual acaba de ser reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Gustavo Zerbino, superviviente uruguayo del accidente de los Andes, acaba de declarar, tras conocer la noticia, que “compartir la celebración del Durga Puya en la India fue una de las experiencias espirituales masivas más impactante de mi vida”
Para los desavisados recordaré aquí que el Durga Puya es la mayor celebración del planeta, una fiesta que convierte Calcuta, durante una semana al año, en el mayor museo al aire libre del mundo. Es difícil explicar en qué consiste y en qué se ha convertido lo que en sus orígenes no era más que la conmemoración de la mitológica victoria de la diosa Durga sobre el invencible Mahisasur, el demonio que atormentaba a la humanidad, simbolizando la prevalencia del bien sobre el mal. Recientemente esta celebración anual ha sido incluida en la lista de la Unesco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, siendo ya catorce los lugares indios que cuentan con dicho reconocimiento. En Calcuta todos confían en que esta nominación sirva para compensar los dos años en blanco por la pandemia, que han dejado a la ciudad muy deprimida, tanto económica como anímicamente.
En toda la India, a esta especie de novena anual se la denomina tradicionalmente Navaratri y tiene un carácter marcadamente espiritual, cuya máxima expresión son las ceremonias religiosas, las austeridades y los rezos, especialmente dedicados a exaltar la figura de la diosa madre del panteón hindú. Sin embargo, en Calcuta, la más joven de las ciudades indias, la vieja tradición comenzó a tomar un nuevo sesgo con la presencia de los ingleses y su omnipotente Compañía de las Indias Orientales, que hizo ricos a muchos comerciantes locales. Estos potentados, queriendo impresionar a las autoridades británicas, aprovechaban las celebraciones religiosas para organizar lujosas fiestas privadas con espectaculares decoraciones y abundantes manjares, compitiendo abiertamente entre ellos por que la suya fuera la más deslumbrante. No se regateaba nada. Se contrataba a los más destacados artistas para que construyeran espectaculares reproducciones de la diosa, a los mejores decoradores para que crearan entornos fastuosos, a los cocineros más afamados para que deleitaran a los invitados con sofisticados manjares, a los más renombrados artistas, músicos, bailarinas… De aquellas magnas celebraciones viene el concepto de ‘lujo asiático’ que los ingleses acuñaron para tratar de explicar lo nunca antes visto.
Andando el tiempo, los ingleses se fueron de la India y el Durga Puya comenzó a adquirir un cariz más popular. Antiguamente esta celebración era privilegio de los pudientes, pero, a principios del siglo XX, doce amigos decidieron sacar la imagen de su sede tradicional para que todo el mundo pudiera participar de la fiesta, desde entonces conocida como Baroyaari (‘doce amigos’). Ellos formaron la primera hermandad. Hoy hay más de mil quinientas hermandades o cofradías que trabajan todo el año, compitiendo entre ellas, como hacían los ricos, para construir los más impresionantes pandals, los fastuosos marcos que acogen a las distintas creaciones de la diosa de diez brazos. Estos pandals, como nuestras fallas, son estructuras temporales hechas con los más diversos materiales: bambú, terracota, hierro, desechables, etc, y están destinadas a desparecer tras la fiesta, mientras las imágenes de Durga son tragadas por las aguas del Ganges. Naturalmente, los inmensos costes son generalmente asumidos por grandes empresas e instituciones.
Durante los días del Durga Puya pueden llegar a contarse varios miles de auténticas obras de arte de diversos tamaños, algunas descomunales, expuestas por doquier en las plazas y rinconadas de Calcuta, invadidas por masas de exultantes devotos en un ambiente festivo, entre el incesante batir de los tambores, el humo del incienso, el colorido de los saris y la alegría desbordada de un pueblo que esos días olvida sus fantasmas, inundando la ciudad de alegría. Son días de fiesta, en los que la religión parece poco más que un pretexto para comer, celebrar y descubrir asombrosas obras de arte en los rincones más insospechados, participando en la euforia colectiva que se reinventa con cada hallazgo. Es en estos días cuando Calcuta es más Ciudad de la Alegría que nunca.
La primera vez que lo viví no pude dejar de pensar en otras tradiciones que nos son más cercanas. Hay algo de Carnaval brasileño en esta fiesta del Durga Puya, pero también del espíritu fallero de Valencia, de esa mezcla de exaltación emocional y cuchipanda campera del Rocío, de los fastos y excesos de la Navidad cristiana y, si me apuran, hasta de la feria de Sevilla. Todo ello, naturalmente, bien aderezado al curry, con ese toque especiado, inconfundiblemente hindú. Puede pensarse que, como ha pasado con tantas conmemoraciones cristianas, el aspecto religioso haya ido perdiendo lustre y el Durga Puya se haya convertido en una de esas fiestas que la humanidad parece haber necesitado siempre, esos estallidos de alegría tribal y contagiosa que hacen olvidar temporalmente las angustias de la vida… y muchas veces preceden a la depresión del día después. Pero puedo garantizarles que esta increíble celebración de Calcuta mantiene sus raíces profundamente hundidas en la más sincera devoción. Una buena muestra del talento creador bengalí se encuentra en la figura de Tagore, aquel poeta sabio que decía que “si lloras porque no puedes ver el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas”. Una de las mayores muestras de ese temperamento creativo que caracteriza a la capital de Bengala es la celebración del Durga Puya, una fiesta que se ha convertido en un extraordinario fenómeno sociocultural que atrae cada año a más de diez millones de personas. Los pandals en los que se exhiben las mil interpretaciones de la diosa Durga son auténticas obras de arte que los calcutíes visitan día y noche con tanta devoción como orgullo, antes de que sean tragados para siempre por las aguas del Ganges.
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