Quizás muchos lo ignoren, pero esta región es una de las más bellas y desconocidas de España. Los iniciados, los amantes de la naturaleza en estado puro, los amigos del románico y los gastrónomos de postín ya han ido descubriendo su paisaje y su paisanaje, sus agrestes parajes, sus pueblos escondidos y apiñados alrededor de bellísimas iglesias y el carácter tan peculiar y directo de sus gentes. Hace dos mil años, las calzadas romanas ya atravesaban la espesura de sus hayedos y robledales, en los que aún viven los mamíferos salvajes más grandes de Europa: osos, ciervos, rebecos, jabalíes y, ahora, también bisontes.
Durante el medievo, las manos de los canteros palentinos cincelaron sin descanso las piedras de su entorno, dando lugar a la mayor concentración de arte románico del mundo. Diseminados por la abrupta geografía de la región, los esbeltos campanarios de las iglesias, las colegiatas, los conventos, las torres, los castillos y las ermitas ocupan desde hace siglos los lugares más privilegiados, los altozanos y miradores más sobresalientes, desde donde mejor pudieran ser vistos. Es difícil decir quien ha hecho más por el otro, si la belleza del románico por la montaña palentina o el marco incomparable del entorno por realzar unos monumentos que no hubieran sido lo mismo de haber estado en otra parte. La puerta natural de entrada a esta región es Aguilar de Campóo.
Hay un dicho muy repetido por estos pagos: “Al pie de la sierra o a cien leguas de ella”. Le viene de perlas a Aguilar, un pueblo cargado de historia en las estribaciones de la sierra, pero con un clima helador, sobre todo cuando sopla el cierzo. Las numerosas puertas monumentales que conserva, así como las bellas fachadas blasonadas de sus casonas y las ruinas del castillo que domina la villa, construido en el siglo XI sobre los restos de un castro celtibérico, nos hablan de una ciudad amurallada que jugó un papel crucial en la Reconquista.
Aguilar es hoy un cúmulo de monumentos -iglesias, ermitas, conventos, colegiatas, pórticos, palacios, casonas señoriales- sobre el que ha crecido, no siempre con fortuna, una villa moderna, próspera y pujante. A las afueras, siguiendo el curso del río, se encuentra el Monasterio de Santa María la Real, magistralmente reconstruido por el gran Peridis, que creció frente a sus ruinas, en el viejo calero. Hoy alberga un Museo del Románico, un instituto de enseñanza media y la espléndida Posada de Santa María.
En los riscos de Aguilar solían anidar las águilas, sobre todo en Las Tuerces, una altiplanicie donde la naturaleza ha cincelado un insospechado museo de esculturas al aire libre que muy poco tiene que envidiar a la Ciudad Encantada de Cuenca. Por debajo, el Pisuerga ha ido horadando pacientemente la blanda roca caliza de su lecho hasta formar un cañón conocido como La Horadada.
Aguilar es una cruz de caminos. Siguiendo hacia poniente el curso del Pisoraca, que así llamaban los romanos a este río que nace en la Cueva del Cobre, a espaldas de Valdecebollas, se llega a Salinas de Pisuerga. Basta descender por la vaguada de peladas lomas que da acceso a la feraz vega del pueblo para comprender de inmediato que se está en un lugar muy especial. En efecto, esas tierras estuvieron cubiertas durante millones de años por las saladas aguas del llamado Mar de Castilla, que, en remotas épocas geológicas, se extendía por todo el Valle del Ebro hasta remansarse en el magnífico circo de montañas que se divisa en derredor. Cuando las aguas se retiraron, la hondonada en que se abriga Salinas era un depósito de sal desecada y peces muertos. Así se explican las minas de sal que dieron nombre al pueblo y la inmensa cantidad de fósiles marinos que se encuentran por doquier y que, sin duda, abundan también en su subsuelo. En Salinas destacan su iglesia del siglo XVI, de estilo gótico y portada renacentista, y el puente de la misma época, construido muy probablemente para facilitar el trasporte de la piedra destinada a la iglesia. En el interior del templo se hallan los restos de Luis de Velasco y Castilla, Marqués de Salinas del Río Pisuerga y Virrey de México y de Perú.
Salinas es en la actualidad un delicioso y apacible pueblecito de veraneo que durante los crudos inviernos no llega a los doscientos habitantes, pero que multiplica su población en el estío. No es de extrañar porque se trata de un pueblo limpio, tranquilo, cómodo y con una naturaleza esplendorosa, en el que veraneaba cuando era niño y al que aún visito siempre que puedo con mucho agrado. Por aquí discurre, desde el siglo IX, el Viejo Camino de Santiago, más conocido como “El Camino de la Montaña”, ahora mismo señalizado y en proceso de recuperación. El Camino consta de 18 etapas, desde Bilbao a Columbrianos, en el Bierzo leonés, donde conecta con el camino francés, coincidiendo en gran parte con el viejo trazado del ferrocarril de La Robla.
Siguiendo el camino de poniente, diez kilómetros aguas arriba, Cervera de Pisuerga se tiene también por una villa de abolengo, cuyo nombre ya sugiere la presencia del ciervo. En efecto, en los espesos bosques que la circundan pastan numerosas manadas de ciervos, gamos y rebecos. En el otoño, cuando llega la época del celo, los machos descienden a las praderas y braman como posesos, mientras entrechocan sus cuernos luchando por las mejores hembras: es la berrea, un espectáculo fascinante.
Cervera está rodeada de embalses y montañas. Es la puerta natural para llegar a Fuentes Carrionas y a los Picos de Europa, para acceder al Curavacas y a los numerosos lagos de origen glaciar que ocupan los circos de las altas cumbres circundantes. La caza y la pesca siempre han jugado un papel importante en este pueblo que reúne en si mismo todas las características más representativas de la montaña palentina: naturaleza, arte y tradición. Además cuenta con un espléndido Parador.
Pero donde la montaña alcanza su mayor esplendor y altura, donde los bosques son más espesos, los valles más profundos y las montañas más bravías es al pie mismo de la Sierra Híjar. Saliendo hacia el norte desde Aguilar, se llega a un punto donde el valle se estrecha tanto que no queda tierra llana. Allí se encuentra Barruelo de Santullán, un pueblo minero que creció como la espuma a principios del siglo XX al calor del carbón. Apretado entre poderosas montañas, con sus casas encastradas en las laderas, fue un pueblo próspero, culto y singular, sin duda el más importante de la provincia de Palencia, hasta el punto de que en sus mejores tiempos competía con la propia capital. Con el tiempo, las minas se cerraron y la juventud se vio forzada emigrar. Ahora es un pueblo tranquilo, rodeado de una naturaleza esplendorosa y una base ideal para explorar las montañas y practicar todo tipo de deportes al aire libre. Nadie que se acerque a Barruelo debe dejar de visitar su Museo de la Minería ni de ponerse en contacto con Chechu, que tiene su lobera en la vieja estación del ferrocarril y conoce aquellos andurriales como nadie. Además, dispone de todo tipo de vehículos, artilugios y planes para convertir cualquier visita en una auténtica aventura.
Por encima de Barruelo, camino de Brañosera, hay un bosque formidable, La Pedrosa, que ahora en otoño ofrece un espectáculo cautivador, con los robles componiendo una sinfonía inacabada de ocres cambiantes. Brañosera es el ayuntamiento más antiguo de España. Allí vivieron los primeros hombres libres de nuestro país y tuvo una importancia crucial en la Reconquista. El pueblo se encuentra como anidado entre poderosas montañas, a mil doscientos metros de altura, y a pesar de ser muy pequeño y estar tan alejado de todo, cuenta con media docena de restaurantes extraordinarios en los que cuesta encontrar mesa. Una visita obligada, una inmersión en la historia de España y un baño de naturaleza en estado puro. Altamente recomendable.
Al sur de Barruelo, donde el valle se ensancha hacia poniente, se halla la iglesia de Revilla de Santullán, una auténtica joya dedicada a los santos Cornelio y Cipriano, cuya bella portada constituye una obra maestra del románico. Sus paredes, hoy parcialmente desnudas, estuvieron durante siglos totalmente recubiertas de espléndidos frescos, pero quien quiera contemplar los que faltan no tendrá más remedio que buscarlos entre las más de once mil piezas que conforman la colección de Arte Medieval del Museo Metropolitano de Nueva York, donde se exhiben desde que fueran comprados, arrancados y trasladados, dicen que clandestinamente, a principios del siglo XX.
Descubrirán, mientras conducen por el laberinto de pequeñas y solitarias carreteras que corren por las vaguadas entre unos pueblos y otros, docenas de ermitas, iglesias y santuarios que piden a gritos una parada y una visita detenida. Es lo que cumple en la montaña palentina: echar pie a tierra y caminar para descubrir. Volverán encantados, se lo garantizo.
Recomendaciones
En Aguilar, recomendaría alojarse en La Posada de Santa María la Real, inserta en el complejo del propio monasterio. Es un lugar tranquilo, con carácter y buena comida.
En Barruelo, lo mejor es contactar con Chechu, que domina toda la montaña palentina y tiene estructura y vehículos de todo tipo para excursiones en cualquier época del año.
En Brañosera están algunos de los restaurantes más solicitados de la montaña palentina. Cholo y San Roque son los más afamados.
En Cervera, el Parador Fuentes Carrionas ofrece tranquilidad y espléndidas vistas.
En Salinas hay algunos alojamientos rurales, pero destaca El Molino, una auténtica joya, abierto la mayor parte del año. También merece mención El Escaramujo, un mesón gastronómico en plena plaza.
Para dimes y diretes: seivane@seivane.net
Las imágenes mías que ilustran este reportaje han sido tomadas con una cámara Fujifilm serie X T10
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