No se si empezar con un contradiós, ya que la Alpujarra está geográficamente cerca de Motril, no muy distante de Granada y próxima al mar, pero al mismo tiempo muy lejos de todo. Digamos que es un mundo aparte, rodeado de montañas, donde el acceso no era nada fácil hasta hace poco. Y aún hoy, la estupenda carretera que culebrea sin desmayo para salvar los accidentes que la cierran puede disuadir a muchos. En cierto modo, este tradicional aislamiento ha servido para preservar su peculiar cultura y modo de vida, algo que ardo en deseos de descubrir. Cuando, tras la penúltima curva (la última no existe en aquellos parajes) se abre ante mis ojos el espléndido valle donde se asienta Órgiva, la capital de la comarca, tengo la impresión de estar entrando en un mundo distinto, que ha evolucionado adaptándose al terreno y a las especiales condiciones climáticas y geográficas. Al norte, no hay más horizonte que la imponente mole de Sierra Nevada. Al sur, se suceden las sierras de Lújar, Contraviesa y Gador, cuyas faldas descienden hasta el mar por su cara opuesta. La parte oriental de la Alpujarra, más seca, pertenece a Almería. El resto, a Granada.
Dentro de ese mundo cerrado hay muchos mundos, así que, para empezar, elijo el barranco del Poqueira, donde se asientan tres núcleos urbanos: Pampaneira, Bubión y Capileira. Los tres están agarrados a las faldas meridionales de Sierra Nevada, y cada uno parece haber superado al otro, buscando tierras más altas, más soleadas e inaccesibles. Desde la carretera que serpentea por la ladera del barranco se divisan perfectamente en la distancia, como tres palomas que descansan en la falda de la montaña, pero guardando una distancia prudencial.
Capileira, uno de los pueblos más altos de España, es una sucesión de casas encastradas en la ladera, unas sobre otras, trepando sin cesar. El pueblo primitivo, donde aún se conserva un lavadero romano, está en la parte más baja. Desde ahí fue creciendo, ladera arriba, hasta parecer un pueblo largo y estrecho. No hace falta decir que el estilo de las casas es universal: todas encaladas, planas y chatas. Y pegadas unas a otras, como arrebujándose. Allí nunca ha entrado una teja. Los romanos se adaptaron a las construcciones primitivas, probablemente iberas, y se sirvieron de los materiales de la zona: madera de castaño para el techo y, encima, una cubierta de arcilla gris impermeable, que allí llaman ‘launa’ y que cubre todos los terrados. Hay quien opina que esa arcilla procede de pizarra en descomposición y otros afirman que es pizarra en formación. Quédense con el cuento que más les guste.
Las calles son muy estrechas y endiabladamente empinadas. De pronto, un tramo horizontal que lleva de una pendiente a otra, se agradece como un vaso de agua en el desierto. José Antonio Jiménez, el guía que me ha prestado Nevadensis, es alpujarreño hasta la médula y conoce al dedillo todos los entresijos. Asciende con paso lento de montañero consumado y sonríe cuando me ve resoplar. Cada poco me detengo para sacar fotos a los increíbles rincones floridos que voy descubriendo.
Otras veces le hago preguntas por ver de detener la marcha y reponerme mientras le escucho. El tío se las sabe todas y no deja de desasnarme con sus explicaciones. Por la Alpujarra han pasado iberos, celtas, romanos y hasta visigodos. Los musulmanes despreciaron la región en primera instancia por encontrarla demasiado agreste y sólo algunos bereberes y moriscos se animaron a anidar aquí andando el tiempo, sobre todo tras la caída del reino nazarí de Granada, cuando se les permitió vivir en esta comarca. Pero en 1568 se rebelaron contra las duras leyes promulgadas por Felipe II y protagonizaron una revuelta capitaneada por un tal Aben Humeya, de nombre cristiano Fernando de Córdoba y Válor, que se proclamó Emir de la Alpujarra. El levantamiento duró varios años, costó muchas vidas y no terminó hasta que Juan de Austria lo sofocó en su primera campaña militar. Los moriscos que sobrevivieron fueron desterrados a otras regiones de España, y la Alpujarra quedó prácticamente vacía durante más de cincuenta años. Más tarde, fueron llegando colonos de otras regiones, sobre todo castellanos, astures y gallegos. Aquí se habla con mucho respeto de los moriscos, a quien consideran antepasados y casi se justifica su revuelta. Por incordiar un poco, pregunto qué piensan de la invasión musulmana que acabó con la vida de tantos cristianos de Hispania y la desposesión de sus tierras, amén de enseñorearse de la península e imponer su religión durante tantos siglos, pero no obtengo otra respuestas que el silencio y el desconcierto asomando a los ojos.
A la mañana siguiente, José Antonio me lleva hacia Trevélez, el pueblo más alto de España, con sus 1.500 metros. Por el camino vamos recorriendo distintos pueblecitos y disfrutando de un paisaje esplendoroso. Junto a una capillita me hace beber de la llamada Fuente Agria. De inmediato escupo lo bebido y le digo que las tuberías están oxidadas. Se echa a reír y me dice son aguas ferruginosas. No me extraña ahora que los iberos y los romanos tuvieran interés en esta tierra, puesto que ambos pueblos eran grandes metalúrgicos. Le pregunto por los hippies que se dice que abundan por aquí y arruga el ceño. Parece que entre los extranjeros sobrevenidos sin oficio no todos son exactamente hippies románticos, sino que entre ellos se ocultan a veces criminales de distintos países en busca y captura y la policía hace redadas con más frecuencia de la que sería de desear. Hay otros que se han instalado con sus familias y buscan una vida alternativa, apartada y próxima a la naturaleza, pero la relación con los locales es difícil y conviven, como el agua y el aceite, juntos pero no revueltos. Durante un tiempo se puso de moda entre ellos el trueque, pero han terminado por abandonarlo por poco práctico. Ahora están muy revueltos contra un tendido eléctrico de alta tensión que va a atravesar la comarca. Hacen manifestaciones, cuelgan carteles y se mueven en las redes sociales, pero con poco eco entre la población autóctona.
En Trevélez me hacen ganarme la comida trepando hasta La Fragua, probablemente el restaurante más alto del país, ya que se encuentra en la parte más alta del pueblo más alto de España. Llegué extenuando y todavía hube de salvar dos tramos de escalera hasta la planta superior. Menos mal que valió la pena por la vista que se disfruta. Aquí lo más afamado es el jamón, pero yo me conformé con una espléndida paella de verduras, que José Antonio se avino a compartir conmigo. ¡Gracias compañero!
En resumen, un lugar maravillosos que vale la pena explorar sin prisa. Interesante historia, original arquitectura, magníficos paisajes, formidables rutas de montaña…, pero yo no me atrevo a llamarlo paraíso. Me alojé en el Hotel Real de Poqueira, en pleno centro de Capileira, junto a la iglesia. A pesar de su rimbombante nombre es un establecimiento modesto, limpio y tranquilo, que me permitió un buen descanso antes de la paliza que me esperaba al día siguiente subiendo y bajando pueblos y barrancos. La Alpujarra no resulta cómoda de explorar, ya lo advierto, pero se trata de un lugar imbuido de una magia misteriosa, al que siempre se quiere volver con más tiempo.
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