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Política con mayúsculas

Política con mayúsculas
Marisa Gallero el

 

Durante el pleno en el Congreso donde se pretendía reformar la Ley de Amnistía de hace 40 años escuché a la portavoz de Unidos Podemos, Yolanda Díaz, defender en sus apelaciones al PSOE «reescribir la historia de España». ¿Junto a los que forzaron un Parlament para crear una ley ad hoc para imponer sus ideas secesionistas a todos los catalanes? Por imperativo legal como parece la forma habitual de hacer política. Los socialistas de Pedro Sánchez al menos se abstuvieron, aunque ellos si pudieran cambiar el pasado borrarían de la foto a Alfonso Guerra. «En este país hay muy poca memoria histórica» les diría Felipe González como proclamó en un acto homenaje a Adolfo Suárez organizado por la Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición, dónde reivindicó la figura de su adversario político a pesar de montarle una moción de censura a principio de los ochenta. El tiempo y la memoria terminan compartiendo camino.

«El espíritu de Adolfo era su compromiso político con mayúsculas… Hacía política de verdad para resolver problemas», recordó con nostalgia quién llevaba mal reunirse con alguien que fue ministro-secretario general del Movimiento y le ganó con «flexibilidad  y encanto» hasta pactar «acuerdos y desacuerdos». Muchos eran del cariz del «yo me callo» para ayudar con su silencio en el poco margen que tenían por las presiones de la época. «¿En qué ley estaba llamar a Tarradellas?» se preguntó González. «Por eso se ha fugado Marta Rovira. Está buscando el lugar donde encontrar su responsabilidad», dijo mirando atrás y al presente.

Porque si realmente se juzgan ideas políticas, la no investidura de Jordi Turull en el Parlament no se hubiera convertido en un monográfico sobre la muerte de la democracia en España. Antes del pleno que cambió todo en septiembre del año pasado, cuando intentaba razonar de que era ilegal aprobar «con fórceps» una nueva legalidad, que ningún territorio había conseguido la independencia sin costes, la respuesta de Joan Tardá era que «si Puigdemont fuese a la cárcel, el Gobierno español caería porque la sociedad española no lo permitiría». Pero Puigdemont prefirió Waterloo y dar conferencias. Puso pies en polvorosa igual que la mujer que lloraba porque decía que el Estado amenazaba con llenar de «muertos las calles». Doble cobardía. La que más alto llamó botifler al que pudo convocar elecciones y no dejar su querida República simbólica en las garras del 155 y del llanero solitario Pablo Llarena.

«No hay que judicializar la política porque rebota y politiza la justicia», advertía el expresidente socialista la misma mañana que los principales líderes del procès iban a prisión. Y esa idea estuvo presente durante todo el acto. «Antes de ir a la justicia hay que hacer política… ¡Lo que costó que se leyeran el artículo 155! ¿Esto es lo que dice? preguntaban después. Si se hubiera aplicado antes, el coste hubiera sido infinitamente menor, incluso para los se han saltado la ley».

La lectura de González es la que se subraya línea a línea en estos tiempos. «Faltan decisiones políticas. No se amparaban debajo de una toga. Era una aventura recomponer la convivencia entre españoles tras dos siglos. Ese es mi homenaje a la Transición». Ahora solo ve una salida. No para cambiar los renglones de la historia, sino para construir el futuro: «Cuando tengamos claro hacía dónde va a ir España. Solo un proyecto ilusionante puede recomponer lo que se ha medio roto».

 

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