Lord Hastings Lionel Ismay -o Lord Ismay, como, por brevedad, se le conocía- fue, entre 1952 y 1957, el primer secretario general de la Organización del Tratado de la Alianza Atlántica (OTAN).
Ismay pasó a la historia por sintetizar de forma cínica cuáles eran, en su opinión, los tres objetivos de la alianza militar, creada, en 1949, mediante el Tratado de Washington, al afirmar que ésta debía “mantener a los rusos fuera [de Europa], a los americanos dentro [de Europa] y a los alemanes sometidos” -“Keep the Russians out, the Americans in, and the Germans down”, en sus palabras originales-.
Hasta diciembre de 1988, momento en el que se produjo el hundimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), la Guerra Fría entre las potencias occidentales y la URSS, tras el final de la II Guerra Mundial, en 1945, enmascaró el aserto de Ismay, dado que la realidad geopolítica sobre el terreno en el continente europeo estuvo marcada por la necesidad de contener cualquier riesgo de que la URSS y sus aliados del Pacto de Varsovia pudieran avanzar hacia el oeste, sobre las llanuras de Europa, más allá de Berlín.
La disolución del Pacto de Varsovia, en simultaneidad con la de la URSS, pareció dejar sin razón de ser a la OTAN.
Nada más lejos de la realidad.
La OTAN se reconvirtió rápidamente en una organización ofensiva, como demostró con su bombardeo de Yugoslavia, en 1999 -que acabó, de esa forma, con el llamado orden internacional liberal-, y, posteriormente, con su involucración en la guerra de Afganistán, entre 2001 y 2021, en la guerra de Irak, de 2003 a 2011, o en el derrocamiento del poder de Muammar Gaddafi en Libia, en 2011.
No obstante, nunca, desde 1988, se había puesto de manifiesto cuánto de verdad había en la afirmación de Lord Ismay hasta que estalló el conflicto que, en la actualidad, Estados Unidos (EE. UU.) y la OTAN libran contra Rusia, a través de su apoderado, Ucrania, en el este de Europa, con el objetivo de debilitar, de tensar y de derrotar, económica y militarmente, a la Federación Rusa.
Si fuera necesario, EE. UU. estaría dispuesto a entregar hasta la última gota de sangre del último ucraniano y hasta el último céntimo de euro del último europeo.
Tras el deterioro que se ha producido, durante los últimos treinta años, en las relaciones entre Occidente y la Federación Rusa, el objetivo de EE. UU. de desgastar a la Unión Europea (UE), en general, y a Alemania, en particular, como rivales económicos ha pasado a ser prioritario para Biden y su equipo, sólo por detrás del de la desmembración de Rusia como nación.
Esto es lo que representa el sabotaje, llevado a cabo en octubre de 2022, de los gasoductos del llamado Nord Stream (NS), mediante el cual sólo una de las tres líneas existentes de dicha instalación ha quedado intacta tras las explosiones que fueron provocadas en todas ellas.
El sistema de gasoductos gemelos del NS atraviesa el Mar Báltico, desde Vyborg, en Rusia, hasta Lubmin, cerca de Greifswald, en Alemania, a través de una ruta que recorre las zonas económicas exclusivas de Rusia, de Finlandia, de Suecia, de Dinamarca y de Alemania y las aguas territoriales de Rusia, de Dinamarca y de Alemania.
Los dos gasoductos marinos de 1.224 kilómetros del NS1 -el primero fue completado en 2011 y el segundo, en 2012- son la conexión más directa entre las vastas reservas de gas de Rusia y los mercados energéticos de la UE y, combinados, los dos tendrían capacidad para transportar un total de 55 millardos de metros cúbicos –billon cubic metres (bcm), por su unidad de medida en el mercado internacional, en inglés- de gas al año a empresas y a hogares de la UE durante, al menos, 50 años.
El NS2 fue terminado en 2022, pero, todavía, no ha sido puesto en funcionamiento.
En su día, el Parlamento y el Consejo europeos habían declarado al NS de “interés europeo“, no en balde, ese gas es el que ha permitido el acceso de Europa a una fuente de energía lo suficientemente barata como para poder solidificar su ventaja competitiva industrial, sobre todo, la de Alemania, en el mundo.
Este sabotaje no tiene sus orígenes en problemas técnicos, como afirman, abiertamente, todas las partes involucradas, y EE. UU. había mostrado en repetidas ocasiones -algunas de ellas, muy recientes, a través de declaraciones del propio Biden y de miembros de su equipo- su voluntad de impedir el funcionamiento del NS2.
Los costes de las explosiones del NS son enormes, tanto en reparaciones, si Occidente quiere permitir a Rusia que éstas se lleven a cabo, como en emisiones de gas a la atmósfera.
Sin embargo, lo más peligroso de este episodio es que el genio está fuera de la botella y, por ello, el tabú por el cual, hasta ahora, las infraestructuras críticas eran respetadas por todas las grandes potencias se ha roto y no es posible imaginar qué es lo que podría suceder, en el futuro, con oleoductos y con gasoductos o con líneas de internet, de telecomunicaciones o de electricidad.
El concepto de la seguridad energética ha perdido su significado y se le ha perdido el respeto.
Devolver el genio a la botella va a ser muy complicado, aunque estén en marcha, en estos momentos, esfuerzos discretos para, por lo menos, intentarlo.
Para empezar, las explosiones del NS han socavado los principios del mercado del gas en Europa y han sometido a revisión los mecanismos y las reglas por la que se establecían sus precios en el mercado internacional.
50 años de cooperación gasística entre Rusia y Europa han quedado dañados, tal vez, para siempre.
La interdependencia creada entre suministradores y clientes durante todos esos años están sufriendo y la red poderosa de inversiones, de activos, de personal, de relaciones y, sobre todo, de confianza, con un espíritu de ganador-ganador, levantada durante décadas como una barrera frente a naciones inamistosas está dañada seriamente, si no, destruida para siempre.
Llama la atención el que líderes europeos del momento presente -como es el caso de Ursula von der Layen o de Emmanuel Macron- se regodeen en público por el hecho de que el volumen del gas ruso esté reduciendo su participación dentro del total del consumo energético europeo desde el 40% al 9%.
Las energías renovables han pasado, en cambio, del 6% al 13% del consumo total de energía de la UE -cuando, por cierto, el tiempo no está siendo especialmente ventoso-, aunque éstas siguen sin ser una alternativa a las exigencias de una UE, que, a pesar de ello, ha declarado su ambición para que las energías renovables cubran un 50% del total de sus necesidades en 2035.
¿Cuál es la razón de la satisfacción de esos líderes cuando el mercado europeo de la energía no está funcionando y cuando el futuro de la competitividad industrial y el bienestar de los europeos depende de cuán riguroso vayan a ser este invierno y el próximo?
En 2021, Rusia suministró a Europa 155 bcm de gas.
En 2022, llegarán a Europa, desde Rusia, a través del TurkStream y del gasoducto que circula a través de Ucrania, 30 bcm de gas, es decir, un quinto de los volúmenes del año anterior.
Europa no sobrevivirá al invierno que pronto comenzará, a no ser que el suministro de gas ruso no descienda de 80 millones de cm al día, Noruega la abastezca, las terminales de gas europeas estén a capacidad plena -se encontrarán a un 90%-95% de la misma cuando llegue noviembre de 2022-y sus reservas puedan ser utilizadas y el invierno sea templado.
En estas condiciones, Europa podría resistir unos seis meses y, aun así, empezará a sufrir carencias de gas durante el verano de 2023.
La alternativa de que Europa pueda aprovisionarse de gas natural licuado (GNL) a través de buques cisterna es ilusoria porque su coste será inasumible, ya que el crecimiento de la demanda esperada desde Europa saturará el mercado y aumentará la competencia por los cargamentos de GNL.
A mayor demanda y competencia en los mercados, los precios que Europa deberá pagar por el GNL serán superiores a los que se abonan en los mercados asiáticos, cuya media es ya cinco veces superior a la de hace cinco años.
La conclusión es que será imposible que la UE aumente sus importaciones de GNL en las cantidades necesarias, es decir, en torno a 50 bcm al año.
Incluso si la UE superara los problemas técnicos que representan las capacidades de regasificación y las interconexiones entre los países de la UE y otros terceros, como el Reino Unido, la oferta en el mercado mundial de GNL simplemente no puede satisfacer ese nivel de demanda y, por lo tanto, pronto se experimentará la escasez de su oferta.
Los planes y las medidas de ahorro doméstico de la mayoría de los países europeos no pasan de ser una broma macabra y demagógica de los gobernantes hacia sus ciudadanos.
La realidad es que Europa se va a acercar muy rápidamente al momento de riesgo en el que sus reservas de gas comiencen a agotarse sin haber podido ser reabastecidas.
En definitiva, las relaciones entre Rusia y Occidente no podrán seguir siendo las mismas.
Los acuerdos contractuales y legales ya no sirven, las compañías privadas que participan en la cadena de valor de este modelo de negocio quebrarán, los Estados se harán cargo de muchas de ellas, la confianza entre las partes se ha reducido a cero y la velocidad de la competencia por acceder a otros recursos alternativos al gas se incrementará.
El efecto más inmediato de todo ello será el incremento de la presencia de EE. UU. en el mercado del gas europeo, a pesar de que los precios de su GNL son mucho más elevados que los del gas ruso, con lo que los hechos acabarán por dar la razón a aquellos que han argumentado que al conflicto en Ucrania subyace, también, la aspiración estadounidense de robarle el cliente Europa a Rusia.
La reacción de Rusia está siendo, por su parte, la de reforzar su giro hacia los clientes en el continente asiático, con muchos de los cuales está firmando acuerdos importantes y de largo plazo para el suministro y para la exportación no sólo de su gas, sino, de muchas de sus otras materias primas.
Para ello, Rusia está construyendo nuevos gasoductos dirigidos hacia China, hacia India o hacia Pakistán y está incrementando su producción de GNL en sus instalaciones en el Mar Ártico o en la de procesamiento y de licuefacción de gas integradas en Ust-Luga, un puerto meridional en el Mar Báltico, en la región noroccidental de Leningrado.
La pregunta de si a Rusia le interesa dejar de distribuir gas a Europa -cuya respuesta es, por cierto, negativa- está mal formulada porque la cuestión que habría que plantearse, en este momento, es si los dirigentes europeos quieren seguir siendo surtidos por el gas ruso.
En Europa, Rusia está suministrando gas a Transnistria, a través del gasoducto que circula por Ucrania, a Serbia, a través de los gasoductos de los Balcanes, conectados al TurkStream, y le ha ofrecido a Turquía que su país se convierta en un centro de reparto de gas ruso para Europa.
Asimismo, Rusia ha anunciado que existe todavía, después del sabotaje, una línea del NS que podría ser utilizada y que está dispuesta a reparar el resto de la infraestructura.
Sin embargo, investigaciones internacionales se están desarrollando para averiguar quién es el responsable del sabotaje del NS sin involucrar a su propietario legítimo, es decir, Gazprom.
Si el objetivo exclusivo de estas indagaciones es concluirlas con la culpabilización de Rusia como responsable de la ejecución de este acto de terrorismo internacional, a pesar de que todas las evidencias circunstanciales y el beneficiario del mismo -en este caso, la pregunta qui prodest, para establecer el motivo del responsable de un crimen, es retórica- señalan en una sola dirección, al otro lado del Océano Atlántico, es difícil imaginar que Rusia quiera correr con los gastos de la reparación del NS y no debería sorprender que Rusia perdiera definitivamente el interés de seguir suministrando gas a unos clientes hacia los que su confianza se habría quebrado completamente.
El invierno de 2023-2024 será el más duro para Europa porque su problema no serán los volúmenes de gas que necesitará, sino, el precio al que se los ofrecerán.
Imaginar que Europa tenga que, en consecuencia, desmantelar su capacidad industrial a lo largo y ancho del continente produce escalofríos.
El desastre industrial para Europa podría ser de dimensiones bíblicas.
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