Chile y Colombia suelen ser dos países de América Latina a los que se hace referencia en el mundo como ejemplos por sus sistemas políticos, económicos y sociales.
Chile, en su caso, ha sido modelo por la interiorización en su sistema económico de las recomendaciones del “Consenso de Washington”, que fue acuñado, en 1989, por el economista británico, John Williamson, y fue formulado por el Fondo Monetario Internacional (FMI), por el Banco Mundial (BM) y por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos (EE. UU.)
Las políticas de aquel “Consenso de Washington” tenían como objetivo orientar a los países en desarrollo, inmersos en la crisis económica de aquellos años, para que lograsen salir de la misma mediante la liberalización del comercio exterior y del sistema financiero, la reforma de la intervención del Estado en la economía o la atracción de capital extranjero.
El diagnóstico del “Consenso de Washington” fue que las dos causas fundamentales que habían provocado la crisis de Latinoamérica eran, por un lado, el proteccionismo y el excesivo intervencionismo del Estado en la economía y, por otro, la incapacidad de los gobiernos para controlar el déficit público.
Las medidas propuestas para resolver esos dos problemas incluían la disciplina fiscal, la reorientación de las prioridades del gasto público, la reforma tributaria, la liberalización de los tipos de interés, del tipo de cambio, del comercio y de la inversión extranjera directa, las privatizaciones, la desregulación y la garantía robusta de los derechos de propiedad.
Aquella decisión del gobierno de Chile fue un éxito no solo económico, sino social.
Ese modelo chileno está en peligro desde la elección de la llamada Asamblea Constituyente y de Gabriel Boric como presidente de Chile.
El pronóstico sobre Chile es muy pesimista.
Colombia, por su parte, ha sido un modelo como país con una gran y larga tradición democrática, que se remonta a hace doscientos años, y de gestión de la economía, especialmente, después del final de la II Guerra Mundial.
Todo ello, a pesar de las grandes amenazas que, durante décadas, ha experimentado Colombia como son la existencia de dos grupos guerrilleros bien implantados y extremadamente violentos -Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y Ejército de Liberación Nacional (ELN)-, de cárteles muy poderosos del modelo de negocio del narcotráfico, de grupos paramilitares, del contrabando y del crimen organizado, de la desigualdad o de la concentración excesiva del poder.
Colombia, a lo largo de los años, ha mantenido y mantiene la formalidad democrática, sin dictaduras, respeto por el Estado de Derecho, tradición electoral, con la excepción de algunas zonas del país -no debe olvidarse que Colombia tiene una superficie equivalente a la de Francia, España y Portugal, juntas, y una geografía compleja- en las que no impera la ley y se mantienen bolsas de pobreza históricas.
En cualquier caso, el gran reto de Colombia proviene de la debilidad del Estado, excepto, probablemente, el momento de fortaleza en el que hizo aflorar todas sus virtudes en la lucha contra el narcotráfico y contras las guerrillas y que coincidió con el lanzamiento del “Plan Colombia”, entre 1999 y 2015, bajo el impulso del gobierno de EE. UU.
Esta naturaleza débil del Estado continúa, hoy en día, y se manifiesta en sus fuerzas de seguridad, en sus Fuerzas Armadas y en su comunidad de Inteligencia.
Sobre esta debilidad estructural, Colombia, además, está experimentando una crisis política, que está afectando a sus partidos políticos, a sus instituciones, a sus organizaciones empresariales y a sus medios de comunicación.
Este trance político que Colombia sufre es, en realidad, un riesgo múltiple o un peligro compuesto de cinco tipos de retos diferenciados.
En primer lugar, Colombia experimenta una crisis de la democracia y del apego de los ciudadanos por ella.
La sociedad está viviendo una profunda transformación al mismo tiempo que las tecnologías de la información y de la comunicación (TICs) están generando confrontación social y poca discusión en el foro público, que es, exactamente, lo contrario de lo que anticipaban las redes sociales participativas.
Este último fenómeno es de carácter planetario ya que las redes sociales no han alumbrado el empoderamiento ilustrado de la población, como formulaban sus propuestas de valor, sino que, más bien, al contrario, están poniendo en jaque a la democracia representativa al delegar un poder perverso y sesgado a los nuevos estados de opinión virtuales.
Los niveles altos de desempleo juvenil y la crisis económica, agravada por la destrucción de riqueza y de empleo que han acompañado a la pandemia de COVID19 -Colombia perdió 15 años de crecimiento económico en solo 1-, como ha sucedido en muchas otras jurisdicciones, se están reflejando en la protesta social en marcha en Colombia, que está actuando como un llamado de atención para todos.
A continuación, Colombia sufre una crisis de seguridad.
La crisis de la democracia en Colombia está siendo aprovechada y utilizada por el ELN, por las facciones críticas con las FARC firmantes del Acuerdo de Paz de 2016 o por grupos armados externos a Colombia para generar desorden y caos.
Esta crisis de seguridad debe ser solucionada, en primer lugar y de forma inmediata, con el fortalecimiento y el respaldo del Estado, del gobierno y de la población hacia sus fuerzas de policía y de Inteligencia y con las políticas de seguridad correctas.
Debe destacarse que las protestas que se vivieron durante 2021 en Colombia mostraron un patrón, de bajo coste de organizar y de alto impacto político, que ya se dio en Guatemala, hace tres años, con la excusa de una reforma tributaria, que se reprodujo en Chile y que, probablemente, se replicará en Ecuador muy pronto.
Dicho patrón debe ser evaluado ya que recuerda mucho a los asaltos a la policía de EE. UU. por parte de movimientos revolucionarios y subversivos como Black Lives Matter (BLM) o Antifa.
La tercera es una crisis humanitaria.
El comportamiento violento de las protestas de 2021 creó un problema serio de desabastecimiento, de transporte y de alimentación de la población, como se puso de manifiesto con los bloqueos en Cali, por ejemplo, donde esas protestas se convirtieron en una nueva forma de crear terror y zozobra entre la población, cuya desconfianza e incertidumbre se han incrementado de forma dramática.
Los llamados bloqueos sustituyeron a los paros laborales tradicionales -durante 2021, se produjeron más de 3.100 bloqueos en el país- y consiguieron cerrar autopistas, el puerto más importante de Colombia, Buenaventura, o las conexiones entre departamentos regionales.
En el mapa de todos ellos, llamó poderosamente la atención el hecho de que la llamada ruta de los bloqueos se dibujara a lo largo del departamento del Valle del Cauca -en el oeste del país, en la costa del Pacífico, y cuya capital es Santiago de Cali-, que fue coincidente con la ruta del transporte de la coca por excelencia dentro de Colombia.
Sin duda, Colombia debe repensar el papel de sus fuerzas de seguridad frente a esta estrategia subversiva de los bloqueos de poblaciones, de puertos y de rutas de transporte y logísticas.
Colombia se enfrenta, asimismo, a una crisis geoestratégica.
Los problemas que genera Venezuela, su vecino -desde donde han llegado a Colombia, hasta el momento, 2 millones de refugiados-, comenzaron siendo locales, pasaron a ser regionales, cobraron un perfil continental para convertirse, ahora, en geoestratégicos.
Venezuela representa un reto para la democracia en todo el continente y la estrecha y tradicional relación de Colombia con EE. UU. empuja a agentes externos a desestabilizar Colombia.
Por último, Colombia vive una crisis de narrativa.
Por el momento, la complejidad de las crisis de Colombia -la de seguridad, la geoestratégica o la humanitaria- está siendo presentada con una sola mirada, sesgada e interesada, cuando debería ser abordada de forma más compleja y sofisticada.
La amenaza que se cierne sobre Colombia no es local, sino, más bien, continental.
El momento es similar al que vivió el continente durante la crisis de los misiles en Cuba en 1962 ya que el presente es un intento coordinado más de desestabilizar a toda la región desde, ahora, la plataforma del crimen organizado multinacional –Transnational Organised Crime (TOC), en inglés- y del castro chavismo que es Venezuela.
El foco del momento presente debería estar puesto en Cuba, en Venezuela, en Nicaragua y en el sur de América, que es donde se está produciendo la fractura social que buscan capitalizar los mencionados países para sus propios intereses estratégicos y económicos.
EE. UU. debería, por ello, no solo prestar atención al llamado “triángulo del norte” -Guatemala, Honduras y El Salvador-, comprensible, por otra parte, porque es el origen de los problemas que llegan de forma inmediata a su frontera sur, sino tener una estrategia para el sur del continente.
Dicha estrategia de EE. UU. debería contar con una mirada de largo plazo -como tuvo el “Plan Colombia”-, con políticas persistentes y adaptables al entorno internacional y, simultáneamente, al doméstico de cada país concernido, que contenga alternativas económicas que vayan más allá de la tradicional ayuda -inversión que genere crecimiento económico, que movilice capital, cuyo coste es una ventaja comparativa de EE. UU., y que se centre en las nuevas tecnologías- y que coadyuve a transformar los sistemas educativos para que los jóvenes tengan acceso a las nuevas capacidades tecnológicas a través de universidades que los preparen para trabajos que no existen, todavía, en la región.
Desgraciadamente, el pesimismo sobre la lucidez del gobierno de EE. UU. -por definirlo de forma diplomática porque las alternativas dan pavor- para abordar este reto es grande.
Especialmente, cuando las dudas sobre si Joseph R. Biden se encuentra en plena capacidad de sus facultades mentales y físicas para ejercer las funciones de su responsabilidad o si cuenta con la legitimidad de haber sido elegido en un proceso electoral libre y justo se extienden cada día que pasa.
Existen muchas razones para la protesta social en Colombia, cuando un 42% de la población vive en la pobreza y un 15%, en la pobreza extrema, cuando el desempleo es del 15% o cuando el desempleo de las mujeres jóvenes es del 30%.
Sin embargo, hay un sentido de urgencia para la acción en Colombia cuando se encuentra, lamentablemente, sometida, como otros países de la región, al asalto del socialismo del siglo XXI, es decir, del castro chavismo, del narco comunismo, en definitiva, del comunismo en el siglo XXI.
La elección presidencial en Colombia, de estos meses de mayo y de junio de 2022, es la siguiente ficha del dominó latinoamericano que la amenaza continental que el narco chavismo representa -cuyos tentáculos llegan a la Europa del sur- quiere hacer caer mediante la elección, fraudulenta o no, lo que sea necesario, como en otros países de América, de Gustavo Petro.
Petro no es más que el peón -que, como narra, de forma prolija, la prensa colombiana, cuenta con un pasado oscuro, guerrillero y criminal- que está llamado a acabar con la tradición democrática secular de Colombia.
Como en Chile, la prognosis es muy pesimista.
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