Estados Unidos (EE. UU.), el Reino Unido y algunos de sus aliados desencadenaron, el 19 de marzo de 2003, una guerra en Iraq, también llamada Segunda Guerra del Golfo Pérsico.
El conflicto constó de dos fases.
La primera fue una guerra convencional breve, entre marzo y abril de 2003, en la que una fuerza combinada de esos países invadió Iraq y derrotó rápidamente a los militares y a los paramilitares iraquíes.
La segunda consistió en la ocupación de Iraq, liderada por EE. UU., que se encontró con la oposición de la insurgencia local, y fue mucho más larga en el tiempo.
Después de que la violencia comenzara a disminuir en 2007, EE. UU. redujo gradualmente su presencia militar en Iraq, hasta completar formalmente su retirada de aquel país en diciembre de 2011.
Esa guerra fue una intervención militar ilegal, contra un Estado soberano, sin mandato de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y sustentada en una Inteligencia falsa y preparada para justificarla.
Tanto como lo fue la actuación del secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, ante el Consejo de Seguridad de la ONU, el 5 de febrero de 2003.
En aquella ocasión, Powell agitó un tubito lleno de polvo blanco, que bien podía haber sido el contenido de un salero de una de las cafeterías del edificio de la ONU, en la ciudad de Nueva York, que éste hubiera tomado prestado, para reforzar ante todo el mundo la veracidad supuesta de las acusaciones fraudulentas de los estadounidenses de que Saddam Hussein albergaba armas de destrucción masiva.
A EE. UU. y al Reino Unido les preocupó bien poco lo que el resto del mundo pensara sobre lo que habían fraguado hacer con Iraq.
Esa intervención fue planeada como una actuación rápida para crear una base de operaciones desde la que ambas potencias pudieran controlar el Próximo Oriente.
EE. UU. entró en Iraq para marcharse, pero, al mismo tiempo, para permanecer allí.
Aquella campaña militar no fue ejecutada de forma eficiente, de hecho, su gestión fue un fracaso desastroso, y, por ello, EE. UU. perdió aquella guerra.
De ahí que muchos oficiales estadounidenses que participaron en la guerra de Iraq solieran afirmar que “no sabemos, ni entendemos qué estamos haciendo aquí”.
Asimismo, la intervención estadounidense posterior creó caos y desorganización en el Próximo Oriente.
Por último, los objetivos políticos que se había marcado antes de su inicio, el “cambio de régimen”, no fueron alcanzados.
En realidad, no estaban diseñados para beneficio de los iraquíes, quienes tuvieron que ser testigos de esa permuta política, lo hubieran deseado o no.
El régimen de Hussein se desmoronó muy rápidamente y, aún hoy, Iraq se encuentra en una situación delicada.
Las embajadas de todos los países del mundo ante Bagdad fueron evacuadas, entre marzo y junio de 2003, y el nuevo sistema político que EE. UU. quiso instaurar en Iraq nunca funcionó.
El colapso del régimen de Saddam Hussein fue, sin duda, un hecho bien recibido por la población iraquí, que hoy no quiere volver a la situación política interna anterior a 2003, pero estuvo plagado por numerosas consecuencias negativas.
Levantado el bloqueo económico contra Iraq, sus ciudadanos intentan vivir sus vidas sin que al gobierno de Iraq le haya quedado ningún apetito para iniciar guerras contra sus vecinos, como ocurría durante las últimas décadas del siglo XX.
Sin embargo, la intervención angloestadounidense creó las condiciones para que Iraq se convirtiera en la zona cero de la organización y de la difusión del terrorismo internacional yihadista.
El mundo espera impaciente las revelaciones de los líderes estadounidenses de aquellos días en las que se dé cuenta de quién, cómo y con qué fin se propició el surgimiento del Estado Islámico (EI).
A Iraq le siguieron, a través de la llamada “Primavera Árabe”, las intervenciones militares o las revoluciones políticas, provocadas por EE. UU., en Libia, en Egipto, en Siria o en Yemen con los efectos desastrosos conocidos.
El fracaso de EE. UU. en Iraq anticipó el final de la oportunidad estadounidense de jugar un papel de liderazgo benéfico en el Próximo Oriente durante el siglo XXI al mostrar al mundo quién era y cómo se comportaba realmente la potencia global exclusiva de aquel momento.
La única excepción a ese descalabro fueron los Acuerdos Abraham, firmados en 2020 y en 2021, entre varios países árabes e Israel, que fueron facilitados por un presidente estadounidense que no inició ninguna guerra durante sus cuatro años de mandato.
La influencia de EE. UU. está en declive en el Próximo Oriente, dos décadas después, como testimonia el acuerdo que China ha facilitado entre Irán y Arabia Saudí, nueve días antes de cumplirse los primeros veinte años de la debacle de la guerra en Iraq.
Con la perspectiva del paso del tiempo, la guerra de Iraq de 2003 fue el pico del momento unipolar que EE. UU. trató de prolongar, tras el hundimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en 1991, y después de haberse declarado el fin de la historia o el comienzo de la hegemonía global indisputada estadounidense.
Sólo veinte años han sido suficientes para despertar a EE. UU. de esa ilusión.
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