Dos acontecimientos destacados cambiaron dramáticamente el panorama de la seguridad de la Unión Europea (UE) durante la última década.
Por un lado, después de años de acercamiento de Occidente a Rusia y viceversa, tras el colapso de la Unión Soviética, en 1991, la UE intentó firmar, en 2014, siguiendo una estrategia bien fruto del sonambulismo o bien nacida de la irresponsabilidad, un Acuerdo de Asociación con Ucrania, que se había comenzado a negociar, entre las partes, en 2012.
La UE pareció olvidarse de que la frontera occidental de Rusia es origen de una de las amenazas existenciales más críticas para su nación desde la creación, a finales del siglo IX, del Estado de Rus’.
Efectivamente, la frontera occidental de Rusia fue, es y será una de las dos prioridades estratégicas tanto de la Rusia Imperial, como de la URSS o como de la actual Rusia, a lo largo de su historia como nación, y, por lo tanto, la perspectiva de que la Unión Europea (UE) o, peor, incluso, de que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) linden con la frontera occidental de Rusia representa una amenaza existencial para esta.
El primer intento de firma de dicho Acuerdo de Asociación con la UE, fallido hasta 2017, desató un enfrentamiento civil en Kiev, la capital de Ucrania, seguido de un putsch, en febrero de 2014, con el apoyo de Estados Unidos (EE. UU.).
Aquel patrocinio de EE. UU. al cambio de régimen en Ucrania desveló la ambición estadounidense -siempre desmentida por los presidentes estadounidenses, desde la desaparición de la Unión Soviética, ante sus homólogos sucesivos de la Federación Rusa, Boris Yeltsin y Vladimir Putin- de ampliar, posteriormente al cierre de dicho tratado con la UE, la huella de la OTAN hacia el este, de hacer de Ucrania un nuevo miembro de esta organización militar y, con ello, de convertir a la Alianza Atlántica en vecina de Rusia a lo largo de su frontera occidental.
El compromiso realizado, reiteradamente, por EE. UU. a Rusia de no extender el perímetro oriental de la OTAN, hasta hacerlo colindante de Rusia, acaba de ser desvelado por la reciente desclasificación de un memorando secreto, de 1994, dirigido por el presidente estadounidense Bill Clinton al presidente ruso Yeltsin, a través del que aquel le prometió a este que cualquier ampliación de la OTAN sería lenta, sin sorpresas y ayudaría a construir una Europa que estuviera en “asociación” con Rusia.
Sin embargo, por la vía de los hechos, en los años siguientes a 1994, con muchas sorpresas y sin asociación alguna con Rusia, la OTAN se expandió para abarcar casi todos los países de Europa del Este que habían sido miembros del Pacto de Varsovia liderado por la Unión Soviética.
La caída del gobierno de Ucrania, en febrero de 2014, fue seguida por la rebelión de los ciudadanos que habitan en la región del Donbas -territorio, al este de Ucrania, en el que se encuentran las repúblicas de Lugansk y de Donetsk, de población mayoritariamente rusa-, a los que el nuevo ejecutivo de Ucrania se enfrentó, sin éxito, entre junio y septiembre de 2014, y frente a quienes acabó siendo derrotado militarmente.
Para conseguir esa victoria bélica, los habitantes del Donbass contaron con el sostén y con el amparo de Rusia, siempre desmentidos por esta, de forma indirecta y mediante métodos híbridos, con el fin de proteger a los ucranianos orientales, que tienen raíces culturales rusas muy profundas.
Asimismo, el golpe de Estado en Kiev tuvo como segunda consecuencia el que Rusia recuperara, en marzo de ese mismo año -abiertamente, en este caso, a través de un referéndum realizado entre su población, a tal efecto-, la soberanía sobre la península de Crimea, que había sido rusa desde 1783, diez años más tarde de que el Imperio Ruso hubiera derrotado al Imperio Otomano en la batalla de Kozludzha.
Casi dos siglos después de que Crimea fuera rusa por primera vez, Nikita Khrushchev, primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética, desde 1953, tras la muerte de Josef Stalin, entregó Crimea, en 1954, a la República de Ucrania, que era, en aquel momento, parte integral de la Unión Soviética.
Khrushchev tuvo aquel gesto al encontrarse en plena pugna interna, dentro del liderazgo del Partido Comunista de la Unión Soviética, para hacer valer su poder, recientemente adquirido, y para reforzar sus alianzas internas dentro de la cúpula comunista.
Además, Khrushchev tomó aquella decisión con el deseo de compensar a la república ucraniana por las miserias infligidas sobre ella por el poder soviético durante las décadas anteriores.
Sebastopol -nombre, de origen griego, que significa bien “altamente estimada”, bien “ciudad santa” o bien “ciudad de la gloria”- es la capital histórica de Crimea desde que fue fundada, en aquel 1783, por la Emperatriz Catalina II de Rusia, conocida como la Grande, sobre las ruinas de la antigua ciudad griega de Chersoneus.
A lo largo de los siglos, Sebastopol ha alojado la base naval principal de la Flota rusa del Mar Negro, desde la que se hace posible la llegada de Rusia al Mar Mediterráneo y desde la que se vigila el tráfico marítimo de entrada al Mar Negro, a través del estrecho del Bósforo.
De esta forma, Crimea y su base naval de Sebastopol han permitido a Rusia protegerse de otra amenaza existencial histórica y prioritaria para ella como sería el que su acceso naval, sin impedimentos, a aguas cálidas, a lo largo de todo el año, no fuera garantizado.
La observación de un mapa del país de mayor extensión geográfica del planeta y el conocimiento de su historia ayuda a comprender esos dos impulsos estratégicos de Rusia: la protección de su frontera occidental y el asegurarse el acceso libre a mares calientes durante todo el año.
Las declaraciones que el presidente Barack Obama hizo, tras las crisis de Kiev, de Crimea y del Donbass, describiendo, de forma desdeñosa, a Rusia como una “potencia regional“, cuyas acciones en Ucrania habían sido expresión de debilidad, que no, de fortaleza, nunca se han olvidado en el Kremlin.
Por otra parte, la UE ha albergado serias dudas sobre el compromiso verdadero de EE. UU. con la seguridad con el continente europeo, a pesar de todas las declaraciones en sentido contrario, desde que el presidente Barak Obama formuló su conocido movimiento de pivote hacia Asia.
Este giro, según se argumentaba por el gobierno de Obama, estaba destinado a corregir el descuido previo de EE. UU. hacia la región del Asia-Pacífico, dada la creciente importancia de Asia -específicamente, de China- en la economía mundial, y obligaba a EE. UU. al corolario necesario de desplegar más activos militares estadounidenses en aquella región.
Aquella nueva estrategia se sustentaba en la ilusión que albergó EE. UU. de que podía permitirse el lujo de retirarse del Próximo Oriente y de otras regiones, como Europa, sin consecuencias.
El tiempo demostró que aquel viraje facilitó que, por un lado, el Próximo Oriente cayera en el caos, solamente aliviado y transformado en una esperanza real para la paz por la firma de los Acuerdos Abraham, impulsados por el presidente Donald Trump, entre el Estado de Israel y un número de países árabes en el Próximo Oriente y en África y que, por otro lado, Europa entrara en una crisis sobre su razón de ser.
De ahí surge la desconfianza de la UE sobre el compromiso de EE. UU. con su seguridad.
No obstante, la seguridad en Europa tiene, además, problemas que son de su responsabilidad exclusiva.
Por ejemplo, Europa está, actualmente, obsesionada consigo misma y volcada en problemas excéntricos a sus necesidades y a sus intereses legítimos, en lo que parece ser un proceso de suicidio de civilización de consecuencias devastadoras para, al menos, la mitad occidental del continente.
Todo ello después de que Europa haya sido, durante siglos, el centro del mundo y la cuna para el nacimiento y el desarrollo de conceptos tan centrales a la civilización occidental y a la civilización mundial, por extensión, como son la supremacía de la razón y del pensamiento racional, surgidos de las escuelas de la filosofía griega, la primacía del derecho romano, el monoteísmo judeocristiano, la protección de la vida, de la libertad individual y de la propiedad, pilares del derecho natural, la creación de los Estados-nación o la Ilustración.
Por lo que muestran las encuestas que se realizan periódicamente, es difícil imaginar a ningún gobernante europeo que se atreva, en la actualidad, a reclamar de sus ciudadanos que estén dispuestos a sacrificarse por Europa.
La UE no parece tener decidido el papel que quiere jugar, hoy y en el futuro, en el mundo y es débil en todo lo que tiene que ver con los aspectos más materiales de su seguridad.
La seguridad es un concepto de significado doble.
Desde un punto de vista conceptual, la seguridad es el medio para evitar y para librar a los ciudadanos de cualquier amenaza o de cualquier daño potenciales.
La seguridad, por otro lado, también es, en lo más práctico, una combinación de fuerzas y cuerpos de seguridad para hacer frente a los retos internos y de Fuerzas Armadas, para los externos, con sus activos y con sus medios materiales correspondientes, aunque la distinción entre unas y otras es cada vez más imperceptible y, por lo tanto, menos relevante.
Algunos piensan que la necesidad de la UE de convertirse en un proveedor autónomo de seguridad tiene su origen en la catástrofe, de la que Europa fue testigo y protagonista, a la vez, de las guerras que provocaron, en los años 90 del siglo pasado, la destrucción de la República Federal de Yugoslavia.
A la vista del papel que algunos países europeos, como fue el caso de Alemania, por ejemplo, jugaron para aprovechar aquella circunstancia sobrevenida sobre los Balcanes con el objetivo de proyectar, en el caso alemán, su influencia, indirectamente, a través de terceras partes interpuestas, hasta el Mar Mediterráneo, la afirmación anterior no deja de ser de pésimo gusto, cuando no, macabra.
El rol desempeñado por el resto de los países europeos dentro de la OTAN, incluido su infausto secretario general en aquel momento, para complacer y para plegarse al proyecto del gobierno del presidente estadounidense Bill Clinton de intervención contra Yugoslavia, a cuyas razones profundas no se les ha prestado, todavía, la atención necesaria, tampoco pasó a la historia como un momento de gloria para Europa.
De hecho, aquella agresión militar de la OTAN fue el inicio de la quiebra del orden liberal internacional como se había conocido hasta ese momento.
El concepto de la UE como proveedor autónomo de seguridad está reflejado en la Estrategia Global para la Política Exterior y de Seguridad que presentó la Alta Representante, Federica Mogherini, el 28 de junio de 2016, en la que se estableció una visión compartida y un plan de acción común para una Europa más fuerte.
Sin embargo, los Estados miembros de la UE son incapaces de salvar sus diferencias sobre cuán lejos quieren llegar en este dominio y no han mostrado voluntad sincera de acompañar sus decisiones presupuestarias a sus palabras -la seguridad es un producto costoso- sobre el deseo de desarrollar un proyecto de seguridad compartida.
Mientras esto no suceda, la UE no será creíble sobre su voluntad sincera de conseguir esa autonomía de seguridad.
La realidad es que no existe un entendimiento compartido dentro de la UE sobre el mero significado de la palabra “autonomía” en este contexto de seguridad -por ejemplo, Alemania o Polonia tienen una comprensión muy limitada de la misma- y, por ello, alcanzar plenamente ese nivel de autonomía de seguridad para Europa, con todas sus consecuencias, es decir, reemplazando las capacidades de EE. UU. en el continente, sería muy costoso, si no, imposible, de conseguir.
Francia -que, a partir del 1 de enero, ejerce, durante el primer semestre de 2022, la presidencia temporal rotatoria del Consejo de la UE- está muy involucrada en la elaboración de la llamada “Brújula Estratégica” –Strategic Compass, en inglés- de la UE, cuyo proceso puso en marcha Alemania en 2020.
No obstante, para que este proyecto tenga algún éxito, el primer paso debería ser el de conseguir un acuerdo, entre todos los Estados miembros de la UE, sobre cuáles son las amenazas de seguridad prioritarias y comúnmente compartidas por todos ellos.
No parece que la UE haya llegado a ese punto todavía.
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