Si lee usted las páginas de la sección de Cultura de cualquier periódico español encontrará sistemáticos y extensísimos reportajes sobre dramaturgos y cineastas patrios de obras normalmente se subvencionan hasta tal grado de obscenidad que suelen ganar dinero antes de salir al mercado. También podrá leer impresionantes despliegues, y sesudos elogios, de pintores a quien nadie conoce “ni se les espera”. La definición de la cultura española quedó anticuada y fuera de la realidad. Insistimos en lo ya que no somos y damos la espalda a nuestra identidad.
El centro de la cultura española es la gastronomía. La alta cocina española, más que ninguna otra disciplina artística de nuestra era, está ligada al concepto y a la idea, a la inteligencia creativa, supera en mucho el hecho gástrico, y muestra y condiciona mejor que cualquier pintura, obra o película cómo somos, cómo vivimos y cómo nos organizamos como sociedad.
Si la cultura, en su definición clásica, es “el conjunto de saberes, creencias y pautas de conducta de un grupo social, incluidos los medios materiales que usan sus miembros para comunicarse entre sí y resolver necesidades de todo tipo”, Ferran Adrià es mucho más cultura que Pedro Almodóvar. Y por eso no hay ningún restaurante subvencionado y los buenos siempre están llenos; y en cambio el cine y el teatro españoles son unos yonkis de lo público, y no existirían si no acabáramos pagándoles la entrada sobre todo los que no vamos, ni tenemos ningún interés en ver lo que hacen, que somos la inmensa mayoría, porque se trata de unos ejercicios que, por su bajísima calidad y su sesgo panfletario, ni nos condicionan, ni nos interpelan, ni nos representan, ni forman parte “del conjunto de saberes o pautas de conducta” que definen lo que es la cultura, también entendida como “los conocimientos que permiten a alguien desarrollar su juicio crítico”. Gran parte de nuestros dramaturgos y cineastas, y muchos escritores, han dejado de reflejarnos para ser simplemente una carga.
Eterno sólo es Dios. Lo demás hay que que ganárselo, hay que demostrarlo: y lo que hoy es, mañana puede dejar de ser, y el camino más rápido para que ello suceda es la soberbia, la arrogancia, la falta de sentido de la realidad y no entender que si juegas a vender algo hay que saber estar en el mercado.
Con las excepciones que quepa salvar, que son algunas, el cine y el teatro españoles no resumen ni inspiran a los españoles. No son elementos centrales de nuestra cultura ni de nuestra vida, y sus pobres recaudaciones así lo demuestran. Abusaron de la propaganda, renunciaron a la inteligencia, tuvieron la arrogancia -la consentida arrogancia, claro- de creer que no tenían que medirse con el mercado, y así dejaron de proyectar nuestros usos y nuestras almas, y se volvieron naturaleza muerta.
La superioridad moral del mundillo -tan indemostrada como la de la izquierda- y la dificultad que siempre tiene lo que no está vivo para entender la realidad cambiante, y cambiar con ella de paradigma, explican estas páginas culturales espectrales, fantasmagóricas en las que sale todo a lo que no vamos, mientras la alta cocina que nos mueve, nos interpela y nos explica, queda relegada a las páginas frívolas del periódico. Es lo mismo que mi por otra parte querido profesor Tezanos llamando tabernarios a los votantes de la presidenta Ayuso.
Nosotros, taberneros y tabernarios, somos uno de los principales sectores de la economía nacional; y los grandes chefs españoles, a partir de Ferran Adrià, han sido la mayor eclosión de genio y de talento que este país ha conocido desde la Generación del 27, y por supuesto los protagonistas más elevada y apoteósica proyección internacional de nuestra cultura. España como país inteligente, como país moderno, avanzado a su tiempo, se proyecta al mundo entero a través de sus buenos cocineros y sólo a través de ellos. España como potencia cultural influyente, provocadora de cambios en los usos y costumbres en los demás países, existe por estos cocineros, que son autores, que son genios, y que además es la forma de ser genio que España está aportando al mundo, porque aunque reconozco el mérito y el legado de Robuchon, Bocuse, Passard o Pacuad, vivieron demasiado cerca del producto y demasiado lejos de la idea para que por lo menos yo pueda considerados artistas. Fueron unos maravillosos, tal vez irrepetibles, artesanos.
Dicho de otro modo, la continuidad en España de Lorca no es Antonio Lucas, sino Ferran Adrià y las primeras veces de Andoni Adúriz. El verso póstumo de Cernuda no es una película de Moncho Armendáriz o de David Trueba sino el chorizo a la brasa de Bittor Arginzoniz, y lo mejor de la poesía española de nuestro tiempo está sustanciado en su pureza, que es reflexiva, que es intelectual, que es una idea de la vida y no de un cerdo. En cambio, a Antonio Lucas se le trata como si le leyera alguien, o vendiera algún libro, y a Bittor y a Andoni les damos trato de folklórica.
Igualmente, Pablo Iglesias no se ha marchado. Ha sido atropellado por la reapertura del Ritz en Madrid. El Ritz que es cultura, el Ritz que es la encarnación más poética y exacta de los sueños que Madrid lleva escritos en la piel, y así influye en la política, y de un modo tan concreto impulsa un cambio en nuestras vidas, desde el talento arquitectónico, desde la belleza decorativa, desde la inteligencia conceptual y creativa de Quique Dacosta, que es el director gastronómico del hotel, y por supuesto desde una idea de poder que es política -como todo lo que importa- y por lo tanto cultural, porque explica que los madrileños tengan más esperanza que miedo y hayan votado como valientes, justo lo contrario de lo que llevamos haciendo los catalanes desde hace más de diez años. En Barcelona no hay Ritz, claro.
Yo entiendo que espectros y fantasmas han de tener su espacio, y no me opongo a que se les reserve alguna página, a poder ser par. Pero ABC, que ha sido siempre el periódico más culto de España, el que mejor la ha entendido y el que de un modo más exacto se ha adaptado a ella; tiene ahora que liderar esta evolución situando a la gastronomía en el centro de sus páginas culturales. Un periódico serio ha de ocuparse de lo vivo, y de los vivos, de lo que nos configura, de lo que con nuestro dinero y nuestra asistencia demostramos que nos interesa; y no ser la puerta trasera por donde se nos cuela el pescado que ya hiede porque no ha habido manera de venderlo. ABC tiene que ser proactivo y no renuente en la identificación de las nuevas disciplinas e industrias culturales, superar el marco mental de lo parasitario, el falso prestigio de lo que no es rentable y explicar el mundo desde donde lo miran y lo construyen los grandes genios de nuestra era y la inmensa mayoría de los españoles.
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