Juan Marsé dejó escritas unas memorias para que se publicaran una vez hubiera muerto. En ellas insulta a todos. Yo no las he leído ni me importa lo que diga de mí. Juan Marsé es un cobarde. Lo digo en presente porque siempre lo fue, y también después de muerto. Un acomplejado y un cobarde. Retozó en el asco, en lo sucio, en lo que estaba tan derrotado como él. Pudo dar la cara mientras vivió pero prefirió quejarse. Fue un impostor haciéndose el izquierdoso y siendo rico. Su obra es un monumento al resentimiento. Gustó a los que nunca comprendieron la alegría. A los yonkis de la decepción. A los que nunca fueron generosos. Marsé tuvo el prestigio de los tristes y entre los fracasados. Todo aquello en lo que creyó, se desmoronó, nada fue fructífero. Se rindió ante la vida. Le dieron al nacer. Esto es verdad que marca una vida. Pero no puede ser una excusa.
Su madre murió en el parto, y su padre era taxista y al quedarse viudo lo regaló a unos clientes que no podían tener hijos. Esto también señala, cuando te lo cuentan. ¿Pero qué culpa tenemos los demás? ¿Por qué nos carga con su tristeza? La alegría es una higiene. ¡Marsé, a la ducha! El prestigio de Marsé está entre los que siempre culparon a los otros de su impotencia.
El odio es la única constante que subyace en su escritura. La rabia que le causa lo simplemente limpio. Creyó siempre que el mundo le debía algo. Tras su flauta desfilaron montones de acomplejados. Prosa del error y del naufragio. Ratoncillos.
Los varones decimos las cosas cuando estamos vivos, cuando pueden respondernos. Los hombres libres damos sentido a la libertad pagando el precio. Es de sabandijas tirar la piedra y esconderse en el cadáver. Yo a Marsé le dije siempre que era un idiota y un mediocre. Se lo dije en vida, cuando podía defenderse. Se lo dije siendo mucho más débil y joven y vulnerable que él. Se lo dije y se lo escribí cuando podía perder, y me arriesgué a que cualquier director tan triste como él me echara de aquel periódico o aquella radio: la libertad nunca ha sido, precisamente, la característica de la izquierda. Marsé sólo fue la caspa que le daba todo lo hermoso. Así la prima Montse, así el Pijoaparte. Siempre el mismo dolor, el mismo mito mal curado. Siempre el reproche, el lamento, el halo de desesperanza que dejaba al pasar, que dejaba al hablar y que nos ha legado para que nunca olvidemos su bajeza.
Lo que insultó fue lo que anheló y nunca fue suficiente hombre para lograrlo. Marsé como mecano es de gramsciana simpleza. La Barcelona que describió fue tan sórdida como él y nunca tuvo ninguna importancia. La afectación de la falsa resistencia antifranquista, falsa sobre todo en Cataluña, lo encumbró en un tiempo en que todos se daban entre ellos la razón. Así hemos tenido que pasarnos cuarenta años de democracia venerando a mequetrefes, quejicas y resentidos como si fueran genios.
Es que el día que se muera Maruja Torres, hasta dirán que fue una escritora.
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