Lo que mejor resulta de una noche es entenderla como un negocio. Si hubo felicidad y todos ganaron, eres un empresario. Si sólo ganaste tú a costa del sufrimiento de los demás, eres un corrupto o un ladrón. Si tú perdiste eres un idiota, aunque los demás gozaran. La empresa está en el fondo de todo lo que hacemos y la bancarrota siempre es, también, moral. No sabemos el tiempo que nos ha sido asignado y de muchos amigos más brillantes que yo he aprendido que ni el talento sirve para remediarlo.
Pero sabemos de qué está hecho cada día, de qué estamos hechos nosotros, y cómo nos aferramos a la vida, que no es un derecho, sino un don. Son lo mismo la libertad y el amor, y apurar cada día es una forma de honor. Hay una empresa fundamental, una ganancia, un Trump en nuestro interior que crece en el ensayo-error y que da sus frutos para todos.
Continuamos siendo la mejor idea del mundo, la idea que alumbra el mundo. Continuamos siendo fuertes en el beneficio, porque todo lo demás es derrota. En los negocios, en el amor. En mi forma de ser padre, en cualquier forma de humanidad que contenga algo más que el egoísta, mezquino, raquítico arrastrarse uno mismo, amplificando patéticamente la culpa que te hace el dedito, causándole a la vida más problemas de los que le resuelves, tú sales a devolver, ombligo de los dones desperdiciados, y tan deficitario.
En este mes de junio en el que he superado mis mejores expectativas, y he hecho cosas que francamente no esperaba volver a hacer, me he dado cuenta de que soy de los pocos de mi generación que he podido escribir mucho, ganar bastante dinero, vivir al límite pero sin perder el control, el poder, la estructura. Nunca me he quejado y nunca he apelado a la izquierda de las cosas: al pretexto colectivo para justificar la pereza o a la causa imposible para justificar los demás atascos mi vida. Si he tenido atascos, me he mandado a los antidisturbios. Hay una hombría, y no está bien que lo diga yo, que consiste en llegar al final del día con el artículo escrito, el servicio prestado, la niña feliz de lo que juntos hemos reído y que yo piense que si mi vida se terminara de repente sólo por el día de hoy habría merecido la pena. Cada noche me acuesto con la matemática cuadrada. Cada día me despierto en la expectativa exaltante. He vivido toda mi vida en Barcelona y no espero cambios ni los deseo. Pero lo que más daño ha hecho a mis amigos es Cataluña. En los últimos 20 años, la idea de la independencia de Cataluña ha destruido la mayor parte de la energía intelectual, culta y joven que he tenido a mi alrededor, y lo que era una ideación se volvió una posibilidad hasta que degeneró en un plan de vida, en un submundo en el que entre ellos se repartían carnés de pureza, de honradez, de cercanía con el líder y por supuesto grandes fortunas o a veces medianas provenientes del dinero público. Pilar Rahola ha sido el caso más exagerado pero ella es suficientemente fuerte para no romperse y como en su caso nunca hubo talento no tenemos ninguna pérdida que lamentar. Lo demoledor ha fluido por debajo. Gente demasiado débil en una Cataluña demasiado débil y al final todo se ha roto de angustia y de debilidad. La niña era la hora de cenar y en la nevera no había nada. El artículo de hoy tampoco lo podremos leer, porque tampoco lo has escrito. Te has evadido del día y hace demasiados días que ningún día justifica el anterior: y lo que es peor, ni siquiera el siguiente. Números rojos en la economía de la vida. Bancarrota. Lo de Cataluña está bien decirlo, porque algo explica. Pero sobre todo es la hombría, la falta de hombría. Falta fuerza y falta concentrarse en una idea para proteger todo lo que dentro quieres que quepa.
Es una economía la felicidad que dejas cuando te vas. Lo que queda del momento cuando te desvaneces. Cada momento. Es una contabilidad, como la vida, como lo que haces cuyo valor exacto se refleja en el salario. Ha sido un error, gravísimo error de mi generación, aceptar que existen victorias morales o una superioridad aunque no hay sido demostrada. Ha sido el crack de mi generación que nadie se sintiera obligado a justificar su validez, su talento o su audacia, en el precio que sus frutos tienen en el mercado. Así se han vuelto débiles, así se han puesto enfermos, así malviven dando aún lecciones sobre cómo vivir, y creen que hacen una guerra cuando sólo es que se tropiezan con los bultos de su torpeza. Es una existencia retórica, opaca, sin consecuencias. Nada de lo suyo lleva a lo siguiente. Luego llega el nuevo día y se dan cuenta de que no depende en absoluto de ellos.
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