Durante años he colaborado con diferentes ONGs, según las circunstancias del entorno y de mi momento vital: Cruz Roja, Médicos del Mundo, Acnur, Plan Internacional, Aldeas Infantiles, Manos Unidas. Incluso, desde que presencié en Argelia la humildad y el valor con que se enfrentaban unas monjas a la difícil tarea de ayudar a niñas en riesgo de exclusión social (en un entorno más que hostil hacia la religión católica) hago aportaciones esporádicas a la organización Ayuda a la Iglesia Necesitada.
Hace diez años, movida por una preocupación creciente sobre el legado que dejaremos a nuestros hijos, me hice socia de Greenpeace. Fue una decisión que me costó tomar, porque no estaba de acuerdo en todos los planteamientos ni en algunos métodos de esta organización ecologista. Mi marido, casi siempre acertado en sus razonamientos, me ayudó a comprender que siendo el problema medioambiental el mayor reto al que se enfrenta hoy la humanidad, la protesta mediática es una forma eficaz de llamar la atención del público y “alguien tiene que hacerlo”.
A diferencia de los países del norte de Europa, aquí decir que eres ecologista no tiene buena prensa. Y no entiendo por qué, cuando España adolece de graves problemas medioambientales: emisiones a la atmósfera, vertidos y calidad del agua de los ríos, desertización de los suelos, incendios forestales, graves sequías o inundaciones… Pero la gente prefiere hablar de los políticos, o de los personajes que pueblan la televisión con un curriculum tan breve como su materia gris o el largo de su falda. Y cuando ocurre un desastre meteorológico como el de Málaga, los medios se centran en el morbo de las desgracias, las heroicidades o las reivindicaciones políticas, en lugar de cuestionarse sobre la raíz del problema, el cambio climático que la humanidad está provocando.
Quizá la imagen del activista de Greenpeace con barba y aspecto hippy dentro de un barco haciendo frente a un ballenero japonés se ha quedado algo anticuada. Y su marca parece diluirse entre los nuevos movimientos sociales que acaparan la tertulia política en los últimos años.
Pero hoy Greenpeace sigue siendo una organización independiente alejada de cualquier apoyo de los partidos políticos y debe aprovechar esta condición, junto con sus 100.000 socios en España, para influenciar en nuestra sociedad cambios relevantes hacia la paz verde. Cambios como la educación medioambiental como asignatura obligatoria desde primaria a la universidad, la inclusión prioritaria de los asuntos ecológicos en los programas de los partidos políticos, la regulación seria y realista de las industrias y la actividad económica, la planificación solidaria y sostenible de la energía y los recursos naturales a nivel nacional, huyendo de cualquier populismo…
Aunque esté mal visto declararse ecologista, con este post hoy quiero apoyar a Greenpeace España, que acaba de renovar su órgano de Consejo, del que con orgullo he entrado a formar parte.
Puedes seguirme en twitter @mariac_orellana
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