Si por algo se conoce el Congreso de los Diputados, en el que estos días se celebra el Debate sobre el estado de la Nación, es por sus imponentes leones de la entrada. Custodian el hemiciclo desde 1860, pero antes de esa fecha hubo varios intentos de dotar a la escalinata principal del edificio de dos guardianes dignos de nuestro parlamento. No fue fácil, de hecho, hasta que llegaron los actuales, diseñados por Ponciano Ponzano, uno de los escultores más influyentes del siglo XIX, la carrera de San Jerónimo tuvo unas mascotas que los madrileños no terminaron de aceptar.
El actual Congreso se lo debemos a Isabel II, ella puso la primera piedra del edificio neoclásico en el año 1843, en un momento político de gran complejidad para España marcado por la inestabilidad. Encargó la obra al arquitecto Pascual y Colomer, uno de los máximos referentes del neoclásico y el historicismo, maestro de cabecera de la propia reina. Pero la idea de los leones no fue suya.
En realidad, originalmente, no iba a haber leones en la entrada del parlamento, fue algo que se decidió después, durante la propia obra, para darle un aspecto más fiero, haciendo honor a los debates y la crispación política que, como en la actualidad, ya entonces se plasmaba en las sesiones plenarias. Ponciano Ponzano fue el encargado de dar forma a los felinos, pero, honestamente, en su primer intento no estuvo muy acertado.
Los primeros leones del Congreso eran de yeso y tenían un recubrimiento de betún para hacerlo pasar por bronce, una técnica que pasaría factura al escultor: el viento o la lluvia fueron determinantes en el rápido deterioro de las esculturas. Tanto fue así, que solo duraron unos meses hasta que tuvieron que ser sustituidos por otros ante el estropicio en el que se habían convertido.
Los gatos
Después de la chapuza inicial había que buscar otros dos leones a la altura de un edificio imponente como es el Congreso. José Bellver fue el encargado de crear los nuevos custodios, imitando el estilo Médici tan habitual en Florencia y que, en esa época, estaba realmente de moda. Bellver no usó mármol, como acostumbraba la familia más poderosa de Florencia, sino piedra. El problema, esta vez, fue el tamaño de los leones que, de por sí, eran pequeños y, aún más, vistos en conjunto con la gran escalinata del edificio. Los madrileños, como siempre, con su humor característico, los bautizaron como los gatos del Congreso, mofándose así de las esculturas. En su día esto se convirtió en la burla nacional, hasta tal punto que las estatuas tuvieron que ser retiradas. Hoy se encuentran en el Jardín de Monforte de Valencia.
Después de tantas idas y venidas, el Congreso parecía no estar destinado a tener leones en su puerta. Pero hubo un último intento por dignificar la escalinata del edificio. El encargado, esta vez, volvió a ser Ponciano Ponzano, en un último voto de confianza para que dotara al Congreso de unos leones fieros. Lo consiguió, acabó dando forma a los actuales forjándolos con el bronce procedente de los cañones de la guerra de África. Al margen de la simbología, Ponzano supo hacer unos leones propios de este lugar con el aspecto y el tamaño que se esperaba de ellos. Llegaron a su emplazamiento en 1872 y, los madrileños, en recuerdo a los héroes del 2 de mayo, los bautizaron como Daóiz y Velarde, aunque hay quien habla de que estamos ante un león y una leona, por aquello de que, en realidad, Ponzano solo dotó de testículos a uno de los dos animales, aunque ambos tienen una frondosa melena, algo catacterístico de los machos de esta especie. Hay quien dice también que son Hipómenes y Atalanta, los amantes castigados por la diosa Cibeles a no mirarse nunca más después de haberlos convertido en leones, por aquello de que, los de la carrera de San Jerónimo miran a distintas direcciones.
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