José Manuel Otero Lastres el 03 oct, 2019 En la Asamblea Nacional de Francia en 1791, dos años después de la Revolución francesa, se discutió sobre la titularidad de los derechos de autor y en ella Jean Le Chapelier afirmó que “el más sagrado, la más personal de todas las propiedades es el trabajo fruto del pensamiento de un escritor (…) en consecuencia, es extremadamente justo que los hombres que cultivan el campo del pensamiento disfruten los frutos de su trabajo; es esencial que durante su vida y por algunos años después de su muerte, nadie pueda disponer del producto de su genio sin su consentimiento”. Nuestra vigente Ley de Propiedad Intelectual de 12 de abril de 1996 dispone que la propiedad intelectual de una obra corresponde a su autor; añade que se considera autor a la persona que crea una obra; y especifica que la propiedad intelectual está integrada por una serie de derechos de carácter personal y patrimonial que atribuyen al autor la plena disposición y el derecho exclusivo a la explotación de la obra. Pues bien, hay sujetos, y por lo que estamos viendo bastantes más de los que cabría sospechar, que no solo no respetan la más sagrada y más personal de todas las propiedades de un autor que es el trabajo fruto de su pensamiento, sino que con absoluto desprecio del hecho generador de la propiedad intelectual hacen pasar como de propia creación lo que es una obra de autoría ajena. Me refiero a los casos de plagio de obras ajenas realizados por personajes públicos como el presidente en funciones Pedro Sánchez, el anterior Presidente del Senado, Manuel Cruz, y la recientemente dimitida Concepción Canoyra, Directora General de Educación Concertada de la Comunidad Autónoma de Madrid. El plagio es una conducta contraria a derecho en la medida en que ataca un derecho ajeno, que no solo, insisto, no se respeta, sino que con ánimo defraudatorio se ostenta como propio. Pero el plagio es algo más: es un comportamiento inmoral, contrario a la ética, desprovisto de toda ejemplaridad que permite a su autor vivir en el engaño a los demás mientras no sea descubierto. Ya lo dijo Edgar Allan Poe “Es imposible imaginar un espectáculo más nauseabundo que el del plagiador”. Jurídicamente, nuestra jurisprudencia ha ido perfilando el concepto de plagio, señalando, por ejemplo, si bien no existe un concepto legal de plagio, se considera tal «copiar obras ajenas en lo sustancial», a través de una «actividad material mecanizada y muy poco intelectual y menos creativa, carente de toda originalidad y de concurrencia de genio o talento humano, aunque aporte cierta manifestación de ingenio -por lo que respecta a los ardides o ropajes empleados para disfrazarlo». Lo que da lugar a «un estado de apropiación y aprovechamiento de la labor creativa y esfuerzo ideario o intelectivo ajeno» (SS TS de 28 de enero de 1995 , 17 octubre 1997 y 23 de marzo de 1999). “El plagio –dice la sentencia 271/2016 de la Sección 15 de la Audiencia de Barcelona- resulta muy claro cuando existe una identidad entre la primera obra original y la segunda, a la que se imputa esta infracción de los derechos de propiedad intelectual del autor de la primera”. Pero también se da en los casos en que… no existe propiamente una absoluta identidad sino una «total similitud», encubierta con «ardides y ropajes que las disfrazan». Y esta similitud «ha de referirse a las coincidencias estructurales básicas y fundamentales y no a las accesorias, añadidas, superpuestas o modificaciones no transcendentales». Para que haya plagio no importa el número de párrafos o pasajes copiados, sino si hay copia esencial de las ideas ajenas, ya que existe el plagio parcial. Pero lo despreciable no es el reproche jurídico que merece el plagiador, sino el reproche ético, sobre todo cuando es un político ¿cómo puede la ciudadanía confiar la gestión de los intereses generales a alguien que ha tratado de engañarla haciéndose pasar por autor de una obra que pertenece a otro? Adviértase que en el caso del plagio no es aplicable el refrán de que “el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón” porque nadie roba a un plagiador, ni tampoco es admisible el “se roba para comer” porque aquí no estamos ante cosas materiales. El plagiador se apropia, sin su consentimiento, del fruto del trabajo intelectual y creativo de otro, y silencia su deplorable acción, o la enmascara, para hacerle creer a la generalidad que la obra es enteramente de su propia autoría. Sociedad Comentarios José Manuel Otero Lastres el 03 oct, 2019